Qué incómodo era todo, ellos lo podían sentir. El hastío de esa noche les llenaba hasta el cuello sin que alguno pudiera decir algo al respecto, tan solo permanecían mudos mirando a María acariciar el cabello de Oswaldo, quien tenía su cerveza intacta, era como si para él, así como para los demás, ese acto les causara náuseas, pero disimulaban, disimulaban en tanto jugaban con la botella en sus manos fingiendo que la beberían sin llegar a hacerlo. El silencio entre ellos se esparcía creando en Oswaldo una mirada apenada, casi sin poderlos ver fijo.

—¿Qué pasa? No le has bajado nada a tu cerveza —y continuaba enrollando en su dedo el cabello de él—, si quieres otra ni te preocupes, yo te la pago.

Podían notar la incomodidad en él a la vez que lo veían manso, impotente y encorvado plantando en la botella de cerveza su vista.

—Yo se la puedo invitar, María. Así que no te preocupes, Oswaldo, tú bebe, hombre. Dale.

Valeriano al fin había logrado terminar un poco con el hielo de esa noche sin mejorar en nada el semblante de Oswaldo. No sabían si era vergüenza o mansedumbre, pero parecía un perro siendo acariciado por su amo.

Para Luna, ese día había sido una prueba rigurosa de que el enamorarse debería dar miedo, mucho miedo, y pensaba en que tal vez eso era una trampa creada por la misma mente del hombre para probarse a sí mismo los límites de su ingenuidad. Yacía más que aterrada divagando en la cara del sujeto en silla de ruedas y rezando, mentalmente, para que no fuera ella a caer en ese juego llamado «romance». En su mente se aterrizaban varias ideas y preguntas, entre las que estaba lo que haría Teté de ver a Oswaldo en una situación tan humillante. Nadie lo estaba juzgando, nadie sabía en realidad si estaba pasando eso que veían o no, si estaban confundiendo las cosas porque, claro, al ser menores que él podían tener un poco más de ingenuidad. Y ahí Luna recordaba que un seis de enero, cuando recién había conocido a Oswaldo, él los había invitado a partir una rosca de reyes entre chocolate caliente en la cálida casa de una de las amigas de él. Al llegar, Luna había tenido una sensación en el estómago parecida al nerviosismo, a preguntarse qué estaba haciendo ahí rodeada de gente tan increíble causándole asombro extraordinario, y es que, en su muy corta edad, muy poco era lo que había conocido, por ello, estando ahí con Oswaldo se asombraba de ver a una mujer fotógrafa, a un titiritero, a un violinista, a un cineasta. Tanto para los demás como para ella eso era un ensueño, admiraban estar rodeados de tanta gente interesante mucho mayores, extraños inmersos en ese departamento con sillones cubiertos por zarapes multicolores, con el ambiente oliendo al incienso encendido y unas jaranas colgadas en la pared.

Los amigos de Oswaldo hablaban raro, tenían un tono de voz sofisticado, algo agudo, y Luna sabía que los de la Facultad de Artes hablaban así. Manuel intentaba entrar en la plática, siendo bien recibidas sus opiniones por los demás que se sonreían con bigotes de chocolate; Valeriano tocaba la jarana, Laura mimaba a la gata que en el cuello le adornaba un pañuelo morado y Luna escuchaba a Oswaldo hablar de su viaje a Francia cuando Teté vivía. Todos parecían conmovidos con el recuerdo de Teté, entonces la amiga de cabellos de sol y de aretes de papel maché, dirigiéndose a un mueble en el que reposaban figuras de Ganesha, tomó unas hojitas comenzando a envolver lo que parecía un cigarro. La inocencia de Luna, Laura y Valeriano, a excepción de Manuel —quien era ya más vivido pese a su edad—, los hizo caer en nerviosismo cuando escucharon a esa mujer decir «es tantita María con lavanda, bro. Te deja pero si bieeeen relajado. Tú nomas dale unos jalones suaves y vas a dormir bien chingón». Y el pánico para ellos llegó cuando la mujer les extendió la mano: ¿gustan?

Realmente habían llegado a la vida de Oswaldo siendo muy niños e inexperimentados, por ello era que en esos instantes estaban tan calladitos, porque no entendían del todo lo que sucedía o porque no querían verlo, así que se sentían justo como en ese 6 de enero; débiles, asustados e ingenuos.

—¡Ay!, andan todos muy apagados, ¿qué les prende?, ¿qué los pone suaves?

El modo de hablar de María era el de una señora intentando ser una estudiante de artes, solo que anticuada. Trataban con todas sus energías de responder su pregunta, aunque les costaba trabajo, tanto trabajo lograr fluir en la chala por el semblante tedioso de Oswaldo.

—¿Saben? Yo creo que me voy, ya es tarde —Manuel no soportó más, levantándose de golpe.

—¿Tarde? ¡Huy!, el nene debe irse a hacer la meme, ¿no? —y nadie comprendía esas expresiones ni el porqué de su risa—, tú aliviánate, relax, my friend. No son ni las diez y media. Aquí mis ojos de obsidiana siguen aburridos, ¿verdad, mi sol azteca?

Oswaldo no respondía, solo alzaba un poco la mirada viéndolos con el ruego de que no lo dejaran solo.

—Oswaldo, yo creo que me quedo contigo en el hotel. ¿Cómo ves?

Las pupilas se le dilataron al escuchar a Luna, a la pequeña Luna haciendo una insinuación sin saber si sería para salvarlo o no.

—¿Cómo que al hotel? No, no, no, mocosita dientes chuecos. Este chulo y yo nos vamos a seguir divirtiendo, pero si ustedes ya andan bien aburridotes, pues mejor ábranse. Acá yo se los cuido, no se preocupen.

—Oswaldo, ¿en serio?

Él entonces, con un enorme desánimo, asintió.

—¡Pero qué chingados pasa!

—Ya, Lunita, vámonos.
Manuel la tomó del brazo antes de que se desquiciara y todos salieron de «La negra» hacia el sereno de la noche, allá afuera, en las calles empedradas en las que la brisa salpicaba.

—¿Qué está pasando? No entiendo.

—Laura, ¿no te das cuenta? Mejor por ti porque a mí esto me da un chingo de asco. ¿Oyeron eso?, «Sol azteca», ¿qué son esas pendejadas?

—Luna, cálmate. Oswaldo no es un niño y nadie lo está obligando a andar con María.

—¿Andar? ¡¿Esa señora y él andan?! —exclamó Laura sorprendida.

—No puede ser, tantos años llorándole a Teté sin salir con una sola mujer para acabar con una señora como mil años mayor que lo trata como a un estúpido.

—Nadie es dueño de nadie, sus razones tendrá. No sé cuáles, pero tampoco es nuestro asunto.

—A mí esto me da asco —dijo Valeriano aventando un gargajo al suelo.

Luna estaba fúrica, había un ardor en su sangre que le recorría desde la punta de los dedos hasta las sienes. Pensaba que si Oswaldo, quien era la única persona que conocía guardándole una fidelidad pulcra y sacramental al recuerdo de un amor, desechaba esa lealtad en una señora tan aversiva como María, entonces ¿cómo podía creer en el amor sino como una utopía, nada más? Su congoja aumentaba al imaginárselo entre las babas de aquella mujer luego de haber guardado con tanta solemnidad la saliva inmaculada de su Teté, esa saliva que todavía reposaba en las hojas de algunos de sus libros.

—¿Y las sirenas? ¿Por qué no lo salvan?

 

 

 

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