Para ellos, para mí.

CAPÍTULO I

AMARILLO

Me pregunto si algún día los recuerdos se harán sólo recuerdos y no remanentes constantes de los anhelos perdidos, si los nombres, los años y las ausencias dejarán de doler.

La vida parecía haber puesto cada pieza en un lugar conveniente, mas no en el indicado. Los días alicaídos transcurrían resbalando entre la cotidianidad y los deseos rotos por mirar en las nubes a las cabezas pelirrojas de las sirenas, pero desde hacía ya muchos años ellas no existían. Algunas noches soñaba con el pasado, con la magia de los días, con los colores invasivos creando explosiones tornasoladas que salpicaban a la elocuencia confabulando con la magia que los alimentaba. Ella, de azules encuentros perdidos, solía vivir en el recuerdo de aquellos años.

Su juventud perenne había sido marcada por Oswaldo y los demás, esos decadentes snobs y dandis que se reunían todas las noches en los bares de mala muerte de la ciudad para beber vino caro que se pagaba con las monedas que, durante el día —trabajando como artistas callejeros— juntaban. En «La negra» platicaban sobre literatura, predicciones y sobre sus encuentros con las sirenas astronautas, acerca de los planetas y de Teté. No era necesario quedar a una hora, todos sabían dónde encontrarse, era una rutina que durante años tuvieron y que no cayó en monotonía gracias a la constante metamorfosis y transmutación. A veces, cuando Oswaldo no llegaba, lo buscaban tirado en alguna banqueta o en el panteón, donde ya las sirenas lo aguardaban, pues era él su grande amor.

 

Parte I

Luna acomodó su bufanda, el frío de otoño tiraba las jacarandas y las hojas de los sauces del parque, toda la ciudad era un cristal de adoquines húmedos por el sereno y los villancicos daban atmósfera navideña a finales de noviembre. Ahí, en ese parque ya con nochebuenas en las farolas y luces en los árboles y arbustos, Luna esperaba sentada a que dieran las nueve de la noche para ir a «La negra». En cuanto el reloj de la catedral sonó, encendió un cigarro más y se dirigió al callejón donde estaban los bares, entre ellos el oscuro rincón de «La negra». La luz era tenue y la visión un poco nublada por el humo denso de los cigarros, desde afuera se escuchaban las voces al unísono sin margen para entenderlas: tarros y vasos de cervezas que chocaban entre sí, una risa fugitiva que sobresalía de entre todo el lugar y la música que casi era opacada por el ruido.

Un grupo sentado en la mesa del fondo la saludó con entusiasmo, el mismo grupo snob que vestía de negro.

—Lunita, Lunita lunera, ¿te pedimos vino? —Preguntó Manuel, el de la sonrisa grande y anteojos.

—Vino, sí. Estoy helada, pensé que llegarían más tarde y estuve haciendo tiempo allá afuera.

Manuel extendió la mano a Pepe, el mesero, mismo que ya se había aprendido los gustos de cada uno.

—¿Vino tinto de la casa y baguete de quesos con manzana? —dijo sólo para corroborar lo que así sería.

Luna se despojó de su abrigo tomando asiento.

—Estábamos platicando de los sancos de Oswaldo, se fue de un brinco hasta el amanecer, ¿puedes creerlo? ¡Hasta el amanecer! Infeliz… —Laura era la más pequeña, la de la cabellera larga, tan larga y tan oscura que parecía un río de noche en su cuerpo menudo.

—¿Cuándo los compraste?

—Hace una semana, pero con la lluvia pasada no pude sacarlos, se resbalan mucho y no tengo ganas de romperme un pie, no por el momento. Necesito ganar más dinero para pagar la renta de este mes. Me está cargando la chingada, Luna, pero, bueno —y dio un suspiro profundo…— valió la pena comprarlos. Las sirenas… ¡uff!, esas diosas… sus cascos muchas veces son incómodos, pero sus tornasoles colas dentro de mis alas lo compensan todo. Bailamos a la lentitud de la música de Louis Armstrong, adorno sus rojas cabelleras con estrellas, ellas me besan los ojos y me muerden los labios. Es la ósmosis perfecta.

Las sirenas astronautas son lo mejor que ve porque lo aman, son como ninfas espaciales y siempre que estamos tomando es cuando, entre una cerveza y otra, las menciona. Ellas nadan entre la Láctea prediciendo el futuro del hombre con las estrellas, pueden descifrar a la muerte y tener a los muertos jugando porque creen que estar muerto viviendo eternamente es terriblemente aburrido. Gustan de asomarse entre las nubes con la cabeza en los techos de las casas para conocer cómo son las personas, pues son curiosas y traviesas, y a veces quisieran ser mortales. Yacen desde que el universo se creó; se columpian en los anillos de Saturno, si quieren descansar del mundo viajan a Hubble, se ponen cantar y su canto crea a las auroras boreales, la nieve nace de sus manos tejiendo y aman las burbujas de jabón. A veces nos regañan, a ellas no les gusta que vayamos caminando a ciegas. Posiblemente la magia surgió el día que las sirenas existieron, quienes son el inframundo mismo, las ocultistas por excelencia, pitonisas y chamanes, maestras de Mahavatar Babaji, madres de los infantes fallecidos, amigas de la gente colorida y amantes de los hombres mágicos como Oswaldo, —pensaba ensimismada Luna.

—Es un lujo el que te das, aquí los hombres pagan. Tú no pagas nada y ellas te dan su amor, —dijo Luna a la par que encendía otro cigarro.

—Sí, pero no es como que yo también las ame. Tú sabes, porque lo sabes bien, que aquí —tocó su pecho—, aquí sólo hay una.

El silencio se hizo presente como solía suceder cuando él mencionaba o insinuaba a Teté.

—Creo que está bien, Oswaldo sí las sabe valorar, porque si todos conocieran ese secreto ellas estarían muertas, —opinó Valeriano, el de los huesos pegados en la piel, tratando de romper el hielo.

—Está bien —Oswaldo tomó del hombro a Valerano—, ya pasó, ya pasó. Gracias.

—¿Alguien fue a la exposición en el Ágora? —preguntó Valeria, la gemela de Valeriano, quien llevaba expuestas varias pinturas.

Todos regresaron al incómodo silencio porque nadie había querido asistir, sin embargo, parecían comprometidos con ella, y no era que no la quisieran, era que a veces les resultaba insoportable, tenía una obsesión con los colores, con los elefantes, con las caricaturas y con Manuel. Su aspecto daba la impresión de que un día se hartaría de ser la niña noble y los mataría a todos, se creía que no soportaba a Laura porque pensaba que a Manuel ella le gustaba, también se habían corrido rumores de que había tenido un encuentro con uno de sus primos, pero eso nadie lo sabía con certeza, eran comentarios que la misma Valeria se encargaba de esparcir para llamar la atención. A lo mejor era esa peculiaridad en su persona lo que causaba un efecto magnético y a la vez repulsivo en ellos, quienes a veces quedaban en silencio y espantados escuchando algunos de sus comentarios extravagantes mientras cenaban como el de «masturbarse con un pescado fresco rejuvenece los tejidos vaginales» o el que dijo durante el velorio de su abuelo sin el mínimo tacto de volumen: ¡pobre de mi abuelo!, iug, ¡se está hinchando! Ninguno sabía exactamente por qué la toleraban, no estaban seguros si era por el hecho de estar pegada a Valeriano todo el tiempo o si el mismo Valeriano había llegado a ellos intentado huir de su hermana, pero fuera cual fuere el caso, Valeria ahí estaba y nadie había ido a su exposición.

Oswaldo era el más tolerante, aun con su semblante malencarado, por tal razón intentaba no hacer comentario alguno en relación con las pinturas de Valeria, las cuales, por supuesto, odiaba. Era él un Peter Pan reuniendo a los niños perdidos en un bar, y su corazón roto era tan grande que cuidaba de todos, no sólo por ser diez años más grande que Luna, quien era más grande por tres años que el resto, de hecho, nadie sabía con exactitud por qué lo hacía, por qué alguien tan dolorido se refugiaba entre adolescentes y una casi adulta.

Él, con profundos ojos árabes como el infinito, había llegado a la vida de Luna gracias a una moneda, y así vivía, de moneda en moneda, envuelto en trajes de papel maché y con alas de cartón, siempre rodeado de ellos, pero, al llegar a la soledad de su húmedo cuarto, lo único que lo rodeaba era el recuerdo de Teté, de su musa, de su fantasma, eso y una botella de alcohol. No era un secreto su dolor, pero sí una cuestión demasiado delicada para que unos «niños» lo entendieran, y sabía bien que lo intentaban, Oswaldo podía ver el esfuerzo de ellos por cuidarlo, mas, en las noches donde la nostalgia se atoraba en la garganta y ni los rezos ni las lágrimas ni los gritos lo curaban, subía cada vez más alto hasta tomar la mano de alguna de las sirenas. Allá, en el espacio y rodeado de estrellas, ellas lo acurrucaban pasándole los dedos en su cabello, cantándole en Rhümé, hasta dejarlo dormido.

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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