Poco a poco regresó la serenidad, era solo escribirle una obra para los locales, nada más, eso y olvidarse del incidente con el sujeto de silla de ruedas. Su malhumor empezaba a despejarse tras otra cerveza escuchando a sus amigos hablar sobre Tarkovski y las sirenas, al ver las idioteces de Valeria y al sentir que ellos eran el fragmento de su vida que menos decepciones le había dado, lo único seguro al final del día además de su familia, los pájaros rebeldes que cantaban fuera de las jaulas.

Estaba segura de que para apoyar a Oswaldo iba a tener que trabajar más horas, incluso con el frío y la brisa, por tal razón pasaba por su mente el poder tener un trabajo con un horario y salario seguro, pese a que era eso lo que él repelaba, y no lo entendía; Luna muchas veces no lograba comprender por qué si Oswaldo estaba a punto de ser echado a la calle no trabajaba, sí entendía esa parte idealista, mas no la práctica de la idealización. Se conflictuaba entre las cervezas y el bullicio cuando prestaba atención a las palabras «liberal», «capitalismo» y «anarquía» porque vivía bajo el techo de su familia cobijándose con las colchas tejidas por su madre, comiendo del guiso de su nana, solventando solo sus libros, ropa y estudios a través del trabajo callejero, pero al fin y al cabo trabajo, perteneciendo a un sistema educativo que detestaba, así que, ¿era una hipócrita o los argumentos no encajaban con los hechos?, cual fuera el caso estaba ahí en medio de todos prestando atención a las palabras de un viejo lobo herido por los años, por la vida. Si bien Oswaldo no era el mejor ejemplo a seguir, los amaba, los amaba tanto como amaba a Teté, deseaba que no cometieran los errores nefastos que había cometido antes, que no robaran por comida, pero que tampoco trabajaran horas injustas obedeciendo a una cabeza que los limitaría; para él no era sencilla la labor de cuidarlos, ellos habían llegado y no los abandonaría, aun en medio de su dolor y amargura, no los abandonaría.

Teté había querido hijos, amaba a los niños y soñaba con ser mamá, era contraria a él, quien no toleraba mucho a los niños ajenos porque se sentía como uno de ellos. Ese amor por los infantes a Oswaldo le estrujaba el alma, admiraba la nobleza de Teté, y el haber adoptado a ese grupo de inmaduros de mediana edad le hacía sentir un poquito de esa nobleza ahora en él como si estuviera honrando su memoria, pero al final sabía que habían sido ellos quienes lo salvaban sea del alcohol o de la soledad. Si había un pequeño vestigio de sonrisa y un intento por no quitarse la vida era gracias a ese grupo de inadaptados que se creían poetas, solamente que cuando la rutina le hacía volver a casa parecía como si los demonios volvieran con él acosándolo en cada memoria, era ahí donde nadie lo podía salvar justo como en esa noche al volver de «La negra».

Se sentó en su percudida cama tallando la cabeza, ya no quería seguir bebiendo, aunque la botella frente a él le coqueteaba. Escuchaba a las sirenas susurrando desde el techo que otra vez iba a ponerse a llorar, que debían cuidarle, eran tan bellas… no deseaba darles más preocupaciones, así que permanecía sin saber cómo deshacerse de sus fantasmas, hasta que pudo fijar su vista en un cuadro a medio terminar que se asomaba avergonzado detrás del ropero. Indeciso se acercó, se le quedaba viendo inseguro hasta que las sirenas le convencieron de tomarlo; era un intento de paisaje que hacía mucho tiempo había intentando pintar, pero desde la partida de Teté ningún óleo estaba completo.

—Vamos, Oswaldo. Si no lo intentas nunca sabrás si podrás hacerlo.

—No me presionen. Quiero hacerlo, mi mano muere por tomar un maldito pincel y hacer algo mejor que esto, ¡que esta pinche vida!, pero —sus ojos escurrieron varias lágrimas mirando el cuadro entre sus manos—… qué difícil es, qué difícil es volver a sentirse vivo. No entiendo por qué fue Teté, era tan joven, tan lumínica, ella no lo merecía. Pudieron morir mil verdugos, pero ¿por qué una mujer tan apacible? La muerte es una puta y no le gusta el negro, nosotros la vestimos así, a nuestro antojo, sin embargo, quiero creer que no es sino una miserable que está enojada por no estar viva.

—Toma el cuadro, siéntate, mi bello hombre. Pinta para nosotras.

Sus dulces voces, que eran como sedantes, lo hipnotizaron hasta obedecerlas tomando al óleo y preparando algunos pinceles. Sobre la cama puso la pintura y el aceite de linaza ajustando al viejo caballete apolillado. No era cómodo pintar en penumbra, «es como estar ciego, entorpecido. Así no puedo», entonces las sirenas bajaron estrellas del cielo para brindarle luz colgándolas de su tejado con hilos de plata, «no hay pretexto, Oswaldo. No hay pretexto». Iluminado y con las sirenas encima no tuvo más pretextos, suspirando empezó a intentar trazar.

El primer trazo se estaba creando con añoranza, él estaba teniendo fe, pero poco tardó para darse cuenta de que no era lo que quería plasmar; volviendo a comenzar, intentando no desesperarse, hizo un nuevo trazo, pero también falló y la esperanza disminuía por cada insatisfacción en el lienzo.

Oswaldo pasaba una pincelada suave, terminaba y alejaba un poco la vista para observarla mejor, pero volvía a negarse con su cabeza, ésa no era la nariz que Teté tenía, para nada, no era ni tan curva ni tan ancha, él comenzaba a olvidarla. Había detalles que le costaba recordar, como lo eran sus pestañas o sus orejas, aunque seguía presente el timbre de su voz y su risa, sin embargo, sabía que no tardando la cara de ella desaparecería de su memoria y que una voz no se puede pintar sino con símbolos, con los colores que la sonrisa de Ester era: agua marina, verde menta. Tomaba un respiro y luego un trago a la botella, ¿por qué había tirado las fotos?, se preguntaba. No quedaba rastro de ella y las sirenas no permitirían verle, era imposible que lo dejaran condenarse más a ese sufrimiento casi como capricho.

—La ven, ustedes pueden verla ¿o no? Al menos dicten su nariz, descríbanla y déjenme terminar esto.

—Larga como un camino hacia el lunar de su tercer ojo, bella y blanca, Oswaldo, bella y blanca.

—Más, ¡díganme más! No puedo recordarla —desesperaba haciéndosele un nudo en su garganta, la impotencia le llegaba desde los pies hasta la punta de sus cabellos.

—Tienes que irte preparando, la memoria no es eterna; pero tenía la punta de su nariz respingada y pequeña, tú lo sabes, bella, era bella.

¿Era acaso que la muerte le estaba arrebatando la memoria?, como si de una ladrona de recuerdos se tratara estaba entrando en la verja de su mente para llevarse lo que más había amado, así que dejaba caer al suelo el pincel y se sentaba al pie de su cama jalando sus cabellos casi encogido de rodillas mordiendo la lengua para tragarse el llanto. Las sirenas pensaban «pobre, pobre Oswaldo», pero de ese pensamiento no pasaban a ninguna acción; él las odiaba, a veces y de vez en cuando las odiaba mucho, también las envidiaba. En ocasiones así era cuando miraba su rededor y se sentía vacío, el cuarto se pintaba de sombras en vez de colores y ellas danzaban en la soledad de un cuadro roto y una telaraña en la esquina. Los años nunca eran demasiados para al fin olvidar.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

 

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