La narrativa oficial sobre la masacre ocurrida el viernes pasado en Minatitlán ha dejado en claro tres cosas: la indiferencia ante las víctimas –hasta ahora no ha habido un mensaje de condolencia-, la incapacidad para frenar la ola de violencia que recorre el estado, y la patente de impunidad a los asesinos, acusando, eso sí, razones políticas y herencias malditas de sus adversarios.

Se equivoca el Presidente: no son los políticos los que orquestan estos actos de barbarie. Parafraseando a los gringos: “Es la delincuencia, no la política, estúpidos.”

A menos que intencionalmente le hayan ocultado las imágenes, el presidente López Obrador conoció a Santiago demasiado tarde, postrado inerte a un costado del cadáver de su papá. El pequeño de apenas un año de edad no murió en el fuego cruzado ni fue víctima de una bala perdida, tampoco de la corrupción. Fue asesinado a mansalva -durante una fiesta familiar- por un grupo de criminales que volvieron a desafiar al gobierno de la cuarta transformación. Esa es la realidad.

Por más que el Presidente y los oscuros narradores de la cuarta transformación insistan en que la violencia está controlada y que estos asesinados abominables son resultado de los estertores del viejo régimen, lo cierto es que no es la política la que está detrás de estos homicidios, sino la delincuencia organizada. Lo obvio parece imposible de entender para el gobierno morenista y sus clientelas sociales.

Hasta ahora, López Obrador y sus agoreros han atribuido la violencia lo mismo a los ex presidentes que a la corrupción, pero no han tenido el valor –es necesario conocer las razones- de señalar directamente a los responsables. Dos días después de la masacre en Minatitlán, el Presidente no había dicho una sola palabra sobre este crimen, acaso sólo para arremeter nuevamente contra sus adversarios políticos. Ni una palabra a las familias, ni un compromiso por resolver el caso, ni una esperanza de otorgarles justicia, solamente un tuit que alienta el encono.

Si Peña Nieto nunca quiso hablar de la guerra contra el narco y sacó el tema de la agenda nacional cancelando la Secretaría de Seguridad Pública, hoy López Obrador ni siquiera usa la palabra delincuentes o asesinos, salvo para referirse algunos de sus enemigos políticos. Pero los capos, los sicarios, pueden estar tranquilos porque ha dicho que no se les perseguirá, tal vez por ello no forman parte del lenguaje presidencial.

Al presidente le interesa, más que cualquier otra cosa, desmantelar al viejo régimen y someter a su autoridad personal a todas las instituciones del Estado para mantener el poder. Por eso es que ante la evidente y sangrienta espiral de violencia, la culpa no es de los criminales sino del cochinero heredado por el viejo régimen, de instituciones de justicia que no la garantizan y de leyes que son injustas al criterio del mandatario.

Por supuesto que López Obrador y su gabinete de seguridad conocen el origen de esta lucha por los territorios, la identidad de los cárteles y sus capos; saben también que, producto de la descomposición de las fuerzas de seguridad, tampoco podrán acabar con la violencia como habían prometido. Por eso es mejor llevar las culpas al terreno donde no tienen oposición: la política.

Y eso lo ha aprovechado la delincuencia organizada. La violencia que vive el país no es sólo por herencia sino por la debilidad institucional del gobierno. López Obrador no pretende resolver el problema de fondo, sino dejar que las cosas se acomoden por sí solas. En tres meses ya se dio cuenta que eso no va a suceder, por eso busca culpables en la política.

Pero en Veracruz la cosa está aún peor. Un mandatario que gobierna desde su tuiter, como lo hacía Javier Duarte; un Secretario de Seguridad Pública que informa sobre operativos utilizando fotos de archivo, y un fiscal bajo sospecha, incapaz de entender que la impunidad que ha garantizado a los ex funcionarios será, tarde o temprano, la razón de su propia tragedia.

La violencia en Veracruz es tema internacional, como lo registró el influyente diario español El País en su edición digital del sábado. Desgraciadamente, el Presidente “tiene otras cifras” y los mandos policiacos aseguran que se trata de hechos aislados. Los medios internacionales, ajenos al encono aldeano de autoridades, sólo registran los saldos de la barbarie. Eso es lo que se sabe de Veracruz en el mundo.

Ojalá y lo que pasó en Minatitlán nos haga pensar sobre nuestros propios actos, la defensa perversa de intereses políticos, nuestra indolencia social y el encono inútil al que hemos sido sometidos por el nuevo gobierno. Ignorarlo sólo multiplica las posibilidades de que un día cercano la tragedia también toque a nuestra puerta.

Las del estribo…

  1. Sólo para documentar el optimismo oficial. Según el gobernador Cuitláhuac García, los resultados en materia de seguridad se verán en dos años más. Si la cosa sigue como va, con un promedio de 500 homicidios en un trimestre -2 mil al año-, para cuando el mandatario cumpla su promesa habrán sido ejecutadas más de 4 mil personas, se habrán cometido alrededor de 400 feminicidios y casi mil secuestros.
  2. Aunque el Presidente tenga otras cifras, el primer trimestre de su gobierno ha sido el más violento en toda la historia del país. Hoy Veracruz será el punto de reunión del gabinete de seguridad nacional y la “mañanera”, en medio de la crisis provocada por el multihomicidio en Minatitlán. Sin embargo, por la respuesta que dio ayer López Obrador, escucharemos los mismos lugares comunes. La violencia –y no la política- devorará a la 4T.