La historia sobre la última morada de los expresidentes de México es larga, de la casa de Ávila Camacho al Centro de Estudios del Tercer Mundo o La Colina del Perro o el majestuoso Centro Fox donde, por cierto, hay actividades muy loables.

Enrique Peña Nieto y su esposa están frente a lo que puede ser su gran tropiezo. Le llaman La Casa Blanca y todo el mundo espera una explicación convincente. Pero no se ve fácil.

Quizá es el patrimonio de ella, después de una exitosa carrera, pero aun así las descripciones de la mansión hablan ya de una pérdida de sensatez, pues el inmueble es popular por sus dimensiones. Es la casa de una familia rica, muy rica. ¿Desean que esa sea la imagen que perdure? Triste herencia.

Pero, por si fuera poco, en la propiedad está inmiscuida una de las empresas que resultó beneficiada por la gestión de Peña Nieto como gobernador y que, además, forma parte del consorcio que pujó por la concesión del Tren de Alta Velocidad a Querétaro. Hay un potencial conflicto de intereses. La empresa que vende la casa a la familia Peña Rivera estaba, y todo indica que estará, en tratos con uno de los proyectos insignia de la gestión. ¿Por qué meterse en este lío de lodo? ¿Cómo entender este error mayúsculo en quienes, hasta ahora, han mostrado sensibilidad?

Al regresar el PRI al poder, la consigna de los opositores y el temor de la ciudadanía era precisamente que las viejas mañas de corrupción priista se reinstalaran. Peña Nieto se acerca apenas al primer tercio y ya abundan los rumores sobre manejos opacos y turbios en una gestión en que habrá muchísimos recursos para obra pública. Ahora estamos frente a un escándalo, un enjambre que costará mucho trabajo aclarar, eso en caso de que exista esa posibilidad.

Muchos expresidentes latinoamericanos han dado ejemplo de que la probidad es el mejor seguro para la supervivencia pública larga. Belisario Betancur, Julio María Sanguinetti, Ricardo Lagos, Fernando Henrique Cardoso, Óscar Arias, Michelle Bachelet, el propio Zedillo. Ellos son raras avis del inmenso poder del ejemplo que, por desgracia, Enrique Peña ya perdió.

La Presidencia de la República es un patrimonio común necesario para la cabal conducción de México. La Presidencia no le pertenece a un partido, a una familia, estará allí en 2018 y en 2024, renovada en las caras y personajes pero, al fin y al cabo, será la misma institución que nadie tiene derecho a poner en duda, a degradar, a manchar. Se dirá que las instituciones no se corrompen, pero se les puede prestigiar o desprestigiar y hay herencia.

Qué tristeza tirar así un patrimonio; qué coraje que no podamos superar esas debilidades. En el horizonte, la grandeza austera de Ruiz Cortines crece y crece.