—Me gusta que hables, abres la boca y sale magia, y no entiendo cómo lo logras, cómo es que logramos coincidir en un mundo tan inmenso y lleno de locos, de imbéciles yendo y viniendo, esta sincronicidad es nuestra, solo tú y yo.

—¿Sabes?, a veces me da la impresión de que eso de las vidas pasadas es verdad —tomó su mano—, he tenido sueños tan, tan extraños que me hacen sentir vulnerable, y es en ellos cuando siento que a lo mejor tú y yo nos conocimos en otro lugar. Y sé que sueno bien loco, has de pensar que «éste» ya perdió la cabeza, pero no, o bueno, sí, sabemos que sí, pero lo que te digo sobre mis sueños y este sentimiento de familiaridad contigo es real.

Ella le apretó la mano sin verlo como un demente.

—Te creo, Mateo. Yo te creo porque también lo siento, cada vez que tú dices lo que yo pienso me rectifico que seguramente ya nos conocíamos. Con nadie me había pasado esto, es que puedo verme en ti, eres mi alter ego. Dime, ¿en cuál color pienso?

Mateo se sonrió, eso, su juego, ahora frente a ella le causaba la sensación de familiaridad.

—Amarillo.

Ninguno dejaba de sorprenderse con ese tino para acertar sus pensamientos aun con la ya cotidianidad.

—A ver, te toca a ti decirme en cuál número del 1 al 10 estoy pensando.

—Sí, pero —le tomó la cara con sus manos acercándose, ojos con ojos, muy cerquita hasta poderse respirar en el aliento del otro— no dejes de mirarme.

Las pupilas chocaban entre las miradas inciertas, ella quería adivinar el número y Mateo ansiaba pegar su boca contra la de ella, sin embargo, el miedo profundo lo congelaba sintiendo que podía cometer otra torpeza, anticipando sus pensamientos a imaginar la mano de la mujer golpeando su mejilla, entonces tuvo que avisarle con un espontáneo «voy a besarte». Las palabras dejaron de florecer, los dos sabían que aquel beso iba a pasar, ella se acercaba lentamente a esa boca delineada como el borde de una hoja hasta sentir la calidez de la saliva entre las lenguas. Tantas veces ese beso fue imaginado, dibujado con las hebras del pensamiento y del anhelo que, al tenerlo al fin tangible, culminarlo parecía no ser una opción, por lo que se separaban un poco para tomar aliento y volver a unir labio con labio, con la saliva como hilo de seda, delgada, casi imperceptible, y el sabor siendo el mismo que a la vainilla, sonando a Devendra Banhart, a jacarandas cayendo por calles húmedas, a noches infinitas de párpados abiertos entre llamadas interminables y a 56 canciones más 50 películas y 60 páginas de historia en 122 días. A eso sabía el beso entre la mujer del sombrero y el hombre triste de la ciudad gris, era lo que sucedía cuando las casualidades, el hado y el karma se unían en una sola acción, así se sentía la divinidad del azar y del destino trabajando en conjunto cuando esos dos, solitarios por naturaleza, tomaron el mismo camino hacia el mismo lugar a la misma hora en la misma ciudad de altos edificios.

Con lentitud se comenzaron a separar saboreando sutilmente el beso y queriendo continuar, así que una mano jugaba entre el borde de la ropa, cerca del pliegue. Entre los botones y bajo el sostén, la mano sentía a la piel erizada, en el seno el corazón latía cada vez más acelerado. Las ropas pronto cayeron al piso, las carnes desnudas se juntaban y el deseo iba aumentando a la par que el tacto, y ni la música de Neil Young ni la luz encendida tenían importancia, eran solo ellos dos siendo uno en un clímax de libélulas incandescentes, de cascadas escurridizas por la entrepierna y en mares de altos oleajes en esa, su noche. Ella no recordaba haber sentido una piel como la de él, blanca y tersa, parecida al terciopelo, y sus ojos, esos ojos que podían tragarla, la miraban perdiendo pudor; mil estrellas en su noche por piel. En esa vida, quizá no tan larga, jamás había sido tocada de la manera en la que él la estaba tocando, no estaba segura de qué pensaba Mateo, pero sabía, porque podía sentirlo, que aquello era, si no la expresión del amor, algo muy parecido.

El sonido para terminar había sido sutil, ahogado entre la carne misma, enterrado en la espalda con las uñas de ella y profundo en el hálito de él. Acabaron para mirarse y reconocerse, sin duda, ya no eran los mismos que antes, ahora uno vivía en el otro por tiempo indefinido, se pertenecían más desde ese momento y, pese a que los dos lo sabían, permanecieron en silencio mirándose desnudos en el piso, agotados y llenos de tibieza. Ella entonces recorrió con el dedo la nariz de Mateo, esa nariz suya que tanto odiaba, la que quería arrancar de un golpe u ocultar tras sus lentes, la misma nariz que para ella era, al igual que los ojos, dedos y labios, una parte del hombre que amaba. La recorrió hasta la frente y de la frente a la cabeza, pasaba sus yemas por los cabellos enredándolos y desenredándolos una y otra vez, mirándolo contemplarla como nadie la había mirado jamás, queriendo saber qué significaba aquella mirada, qué le quería decir él, quien tenía un miedo profundo a perderla de nuevo, a que amaneciera o al instante de tener que volver, pues era tan solo un niño de dos años frente a un imponente mundo de incertidumbre y paz, de aquella paz que no había vuelto a sentir desde el regazo de su madre y que ahora sentía en ella, la mujer de la que ni su nombre conocía. Qué más daba, creía, siempre y cuando fuera ella. No recordaba haber estado con alguna mujer así o, más bien, no recordaba haberse sentido así con alguna mujer, ya que sentía que podía dormir sin miedo a soñar, que podía despertar sin querer beber, que podía desintoxicarse de su demencia, se sentía poderoso e ilimitado.

Las carnes desnudas comenzaban a enfriarse luego de que sus corazones se desaceleraran, aquel frío era parecido a los fríos de las madrugadas de enero; penetrante y seco.

—¿Quieres bañarte conmigo? —le preguntó a Mateo, levantándose antes de que él pudiera responderle.

Se dirigió directo al baño siendo seguida por Mateo, quien al entrar miró a los cristales empañados por la calidez del agua, casi hirviendo, dejándole a la mujer la piel enrojecida. Él entró al agua bien abrazado a ella, el frío al fin había desaparecido al igual que los miedos, que el tiempo, la locura y el sentimiento de abandono, ahí, bajo el calor del agua no existía el mundo, eran ellos dos y nada más.

—Eres tersa —le besaba el hombro con suavidad—, podría quedarme aquí toda mi vida y no necesitar jamás del alcohol.

—Cuidado, Mateo. Mucho cuidado con lo que dices porque no sabemos si el día de mañana esto se vuelva realidad y vivas una y otra y otra vez aquí en la regadera, conmigo, tersa hasta hartarte y quererme áspera.

—¿Qué de malo tendría?

—Que te aburrirías de mí, de esto, de nosotros, ¿no?

Mateo se sonreía besándole las manos sin darle ninguna respuesta, tomándola por la cintura para girarla y tenerla de frente. Ella lo sabía, sabía que sus ojos eran hermosos, pero viéndolos de cerca y sin sus lentes, con el agua empapándole las pestañas, notaba que en sus ojos reposaba el universo, Horus. Ojos tan bellos, tan distintos a la mirada que había conocido en él, tan absurdos porque sentía que miraban callados teniendo tanto que decir.

—Me he derrumbado tantas veces ante la grandeza de los atardeceres, cegada por las noches azules y estrelladas, pero jamás me había sentido tan vulnerable como ahora que me miro en ti. Amor, tus ojos son infinitos y no quiero despertar sin verlos en mí.

Él, sin comprender eso, extrañado y a la vez maravillado, no supo qué hacer entrando en nerviosismo, y es que nunca le habían dicho palabras así, era eso lo que para Mateo significaba el sinónimo de libertad; el no buscar esas palabras ni esos halagos y que ella los dijera a diestra y siniestra, recibiéndolos, sintiéndose no tan merecedor, pero correspondido. No se sentía obligado a responder ni obligado a huir, simplemente, cuando la mujer hablaba, sentía que podía ser él sin temor. Siguieron abrazados con el único ruido de la regadera, el silencio no era incómodo, los minutos se pasaban así en un momento tan epifánico como los sueños de Mateo, quien se sentía en la misma revelación divina que la primera vez que soñó despierto entrando del enamoramiento al terror, al imaginario de dejarse, del abandono, entrando al terror de que en su vida no hubiera de esos finales felices que tanto detestaba y que, ahora, imploraba tener. Podía no tratarse de un Burroughs ni de Bukowski, «a la mierda la literatura», pensaba, «no soy snob, sino un pendejo pudriéndose en egocentrismo».

—Grábatelo, grábatelo bien —susurró al oído de ella—, este cielo, que es el mismo para ti y para mí, nos anuncia que todo estará bien, y recuerda siempre que tú y yo somos, somos y seguiremos siendo una conjunción entre nosotros, donde sea que estemos vamos a ser, incluso, si algún día no volvemos a vernos, mientras este cielo sea para ti el mismo que veo y sin que tu noche sea mi día, nada estará perdido.

La mujer se aferró con fuerza a él, muy dentro de ella, luego de escucharlo, sabía que en algún momento llegaría a perderlo y que ambos lo sabían, tenía congoja al pensar en estar destinados a eso, a perderse mil veces, a reencontrarse y volver a perderse. Ahí, en esa regadera, todos sus temores salían guardándoselos, tratando de evadirlos entre más fuerte lo abrazaba creyendo que sí, que de algún modo podía retenerlo, frenar lo inevitable, detener el futuro.

—Mateo, quiero siempre volver a encontrarme contigo.

Él le beso la cabeza acurrucándola entre sus brazos, sintiendo que el tiempo estaba por terminar.

—Siempre nos seguiremos encontrando, yo te lo prometo, donde sea que esté te volveré a encontrar, pero por ahora no pensemos en eso, solo quiero estar acostado contigo, abrazándote, ¿vamos?

Cerraron la regadera yéndose aprisa a la cama, donde, empapados, se acurrucaron entre la colcha roja y las sábanas azules, ahí el frío poco a poco se iba desvaneciendo mientras que el sueño los envolvía cálidamente, entonces, entre la profundidad de la noche y la serenidad del abrazo, Mateo vio a la mujer del vestido de lentejuelas parada frente a él en el mismo sueño del hotel.

 

 

 

15

—No lo hagas, ¡no puedes hacerlo!

—Calma, no pasará nada, no pensemos en eso —respondió con serenidad.

La mujer bebía de su coñac envuelta en nervios, una parte suya se hallaba enojada y confundida por haberse desviado de sus planes, por conservar las mancuernas de él dentro de su alhajero y por recordarlo siempre antes de irse a dormir, mientras que la otra anhelaba el momento en el que Emma supiera que ahora era ella la amante de su futuro esposo.

—Se acerca el día de tu boda y yo no sé si pue, si pue… —el llanto se apoderó de ella antes de terminar la oración derrumbándose al piso y derramando el coñac sin querer.

Mateo corrió hacia ella ayudándole a no desvanecerse, la tomaba entre sus brazos tratando de ponerla en pie, pero era inútil, esa mujer se encontraba desecha.

—No hagas esto más difícil, por favor, sabes que no puedo cambiar mi decisión. Yo siento por ti cosas muy fuertes, créeme, pero no puedo detenerme, no me lo pidas.

El tiempo, en aquel sueño, había transcurrido entre Mateo y su ahora amante, las hojas secas de los árboles volvían a retoñar entre el canto de las golondrinas y el ruiseñor, pronto las decisiones iban a ponerse sobre la mesa y traerían, en la mujer del vestido de lentejuelas, dolores nunca antes conocidos. La torpeza de ella salía a flor de piel cuando de él se trataba, en su vida un hombre la había desequilibrado tanto como Mateo, por quien había dejado de lado su infantil idea de la venganza pasando a asuntos de adultez como el ensueño del enamoramiento, roto varias veces por la realidad cruel de estar con un hombre que se rehusaba en dejar a su novia, Emma, y a un bebé que no era suyo ni nacido. Al principio, cuando la frondosidad de los árboles parecía aún lejana, ni él ni ella prestaban atención a las consecuencias que traerían sus noches desnudos entre la ebriedad y el sudor, ellos habían enterrado a la realidad bajo un mundo suyo creado por utopías en el que los dos se pertenecían sin nadie más entre ambos, en su mundo eran felices y carecían de pudor y de dolor, en él, Mateo era libre de leerle sus poemas sin temor a ser juzgado o rechazado como con Emma, pues la mujer le prestaba oídos embelesándose por cada palabra que de su boca salía, fuera un poema o una novela, pues para ella él era un gran escritor, y con él también podía ser libre de cantar, de contarle sus miedos y decirle abiertamente que no conocía mucho de literatura sin ser tomada a burla, pero también podía decirle sin vergüenza que amaba al cine tanto como lo amaba a él.

—Te amo tanto como amo al cine, y un poquito más —le decía mientras fumaba de su boquilla, eso antes del día de la catástrofe en el que se desvaneció.

Antes de ese día ellos eran felices, no tocaban el tema de la boda ni les interesaba saber lo que pensaba Emma al no ver ni a su esposo ni a su amiga. Les daba lo mismo si sospechaba algo porque al tenerse, todo lo demás parecía relativo.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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SEGUNDA ENTREGA         DÉCIMA SEGUNDA ENTREGA
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CUARTA ENTREGA         DÉCIMA CUARTA ENTREGA
QUINTA ENTREGA         DÉCIMA QUINTA ENTREGA
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