SEGUNDA ENTREGA
Esa tarde no había comido, el mareo de la noche anterior aún le sacudía haciéndolo sentir sed y enojo hacia sí mismo, de nuevo iba la promesa de no lo vuelvo a hacer, la misma mentira que se echaba cada que la resaca le llegaba y veía las mil llamadas a los números desconocidos más el desastre de su casa, el cochinero de las botellas, el vómito y los mensajes no contestados enviados a Valentina. Entró a la tienda medio recorriendo de reojo las películas y tomó el mismo lugar detrás del mostrador, encogido por el escalofrío.
—Llegas antes, ¿por qué?
—Me iban a llamar, estoy seguro, y si no contesto se aparecen en la casa.
—¿Sí? Qué perseverancia, parecen unos malditos enfermos. Ay, no… —Jimena puso mirada de angustia en cuanto sonó la puerta abriéndose— No… no, otra vez esa mujer.
—¿Cuál mujer? —Mateo estaba algo confundido, entonces alzó su cabeza buscando a la mujer— ¿la del sombrero?
—Sí —respondió en voz baja—, siempre que viene se está como mil horas, elige películas y nunca se lleva nada, termina dejándolas aquí y tengo que ir otra vez a acomodarlas.
Él miró a la mujer y hubo algo que le hizo sentir que necesitaba correr, pero sus piernas no se movían, permanecía quieto fijando sus rasgados ojos en esa cara pálida, en toda ella quien con su dedo recorría título tras título agarrando películas y echándolas en la canastita azul. Valentina, la resaca y el frío desaparecieron en ese lapso en el que sólo podía contemplarla rogando que no se diera cuenta. En esa mujer miró Desayunos en Tiffany´s, Sabrina, Mi bella dama y Amor de tarde, era imposible, se decía.
—Te gustó, ¿eh? ¿por qué no le hablas?
—¿Qué? No, no, es más, me voy para atrás. —Agachado y casi sin hacer ruido se pasó a sentar al banquito detrás de la cortina, donde estaba el almacén, desde ahí seguía viéndola prestando atención a cuáles películas escogía, todas las que iba agarrando él ya las había visto, y no se explicaba por qué nunca, en el tiempo que llevaba de visitar a Jimena, se había encontrado con ella.
La mujer se acercó al mostrador poniendo la canastita repleta, Jimena la miró como disimulando que sabía lo que iba a pasar, tomó la canastita y pasó película por película en el checador de precios comentando cosas como «oh, ésta es buena», «¿ya viste la precuela?», «¡huy! Un clásico», Mateo la miraba sabiendo que lo hacía únicamente por compromiso, entonces, llegaba el momento de pagar; la mujer sacaba con seguridad su cartera, la revisaba unas dos veces y con la misma cara de sorpresa que siempre ponía exclamaba: ¡mierda!, y eso quería decir que, como cada vez que iba, se le había olvidado su tarjeta de crédito y no llevaba efectivo, sacudió aún con más fuerza su bolsa hasta que, del zangoloteo, cayó un libro a los pies de Jimena, quien lo miró perpleja.
—Te gusta Rinaldi, ¿eh?
—¿A mí? Sí… este, sí… —dijo apenada mientras fingía seguir buscando el dinero y apenada tomó su cartera para volver a guardarla.
—¿Y te parece guapo?
—¿Eh? —seguía hurgando ahora en su bolsa—¿Rinaldi?, ¡ah! No sé, nunca lo he visto.
Jimena se extrañó incomprensible de su respuesta.
—¿Te gusta Rinaldi y jamás has visto su cara? ¿Cómo es eso?
—Pues —al fin detuvo su mano y dejó de buscar, pareció calmarse un poco acomodando su sombrero rojo—, es que, cuando un escritor me gusta prefiero no conocerlo porque si lo conozco termino imaginándome su cara en sus personajes, si describen a un asiático, pero el escritor no lo es, entonces, jamás puedo imaginarme a su personaje, es más, si es escritora me cuesta el doble de trabajo, es que… es mi cabeza, mi cabeza siempre lo hace. —Volvió a lo suyo buscando y buscando en la bolsa.
—Sin dinero, ¿verdad?, bueno, no te preocupes, ahí deja todo y luego las acomodo. —La mujer no dijo palabra alguna y salió de la tienda aprisa.
—¿Ves?, eh, ¿te diste cuenta? Pinche loca, nada más me hace perder mi tiempo. ¿Mateo? Te hablo. —Pero él no prestaba atención.
—¿Eh? Ah, perdón. Todas fueron buenas —se levantó dirigiéndose al mostrador para verlas—, mira, ésta es clásica, cómo no se la llevó…
—Pues no, nunca se lleva nada. Estaba pensando en no dejarla pasar más, pero sentí pena por ella, quién sabe por qué lo hace y quitarle esto que se ve le gusta, pues no, no está bien.
Mateo miraba una película tras otra lamentando que las hubiera dejado y ayudándole a acomodarlas para regresarlas a su lugar.
—Oye, si tanto te pudo que las dejara, ¿por qué no se las compras?
—¿Yo? ¿De qué hablas? —respondió sorprendido dejando caer la película.
—Pues que se las compres, digo, es un detalle bonito, ¿y no viste que traía un libro del famosísimo Rinaldi? Yo digo que deberías comprarle las películas.
—¿Y luego?, ¿se las compro y qué?
—Se las compras y las puedes dejar aquí o mandárselas a su casa. La primera vez que vino dejó apartadas unas tres y tuve que pedirle su dirección, por si acaso, y hasta dejó su teléfono. —Él al principio creía que era una broma, pero al cabo de unos minutos notó que Jimena le hablaba en serio y su semblante pasó de las risas a la confusión.
—¿Quieres que yo…? No, definitivo, no. —Movía la cabeza de un lado a otro con el labio fruncido.
—Mateo, cabrón, hazlo. Si no se las compras te juro que no la volveré a dejar entrar, ya me tiene hasta la madre.
—¿Harías eso? ¿De verdad ya no la dejarás venir?
Jimena asintió con seguridad y, aunque él no estaba convencido, decidió aceptar su propuesta con la única condición de que dejara pasar a la mujer del sombrero las veces que quisiera, además de que todo eso fuera de manera anónima dejándole las películas ahí y no directo en su casa, y es que Mateo temía que pudiera asustarse, creer que tenía un acosador. Por más que Jimena le intentara convencer de que era casi improbable que ella se espantara porque alguien le había querido comprar la sarta de películas que había dejado, él no salía de su postura hasta que las cosas se hicieron como él dijo. Tomó su cartera y le pagó la deuda.
—Bueno, ¿y cómo se llama?
—Ni idea, o sea, solamente viene y hace el mismo relajo que hace rato, no creas que nos ponemos a comadrear. Oye, ¿sí me escuchaste cuando te dije que traía un libro del grandísimo Rinaldi?
Él sonrió disimulado y sonrojándose, acomodaba sus lentes porque resbalaban y trataba de no alzar la vista mirando a las películas que recién había pagado. En su mente divagaba la ansiedad de lo que diría cuando se enterara de lo que acababa de hacer, casi siempre se imaginaba los peores escenarios, su mente trabajaba increíble, pero comúnmente le jugaba tretas como la vez del torneo de ajedrez en donde su jugada iba a ser perfecta, sin embargo, estaba jugando contra el tío de Verónica, y ella llevaba tiempo gustándole, ¿cómo podía dejar en ridículo a su tío? Y ahí iba de nuevo su mente poniéndole el pie, armándole fantasmas que lo empujaron a fingir que perdía solamente para agradarle a Verónica, pero ella realmente no estaba interesada ni en el ajedrez, tanto si hubiera ganado su tío como si hubiera ganado Mateo le terminaría siendo irrelevante, a duras penas entendía lo que era el dominó y odiaba jugar lotería. Luego fue Violeta, con ella se vislumbraba una oportunidad, desde primer semestre había quedado anonadado con su belleza y creía que alguien como ella nunca se fijaría en él, empero, las cosas en ese momento fueron tan favorables que lo invitó a una pequeña fiesta en su casa, cuando Mateo llegó notó que era el único que no llevaba ninguna bebida ni botanas, así que su mente volvió a hacerlo, «¿qué van a pensar de ti? De seguro van a decir que eres pobre, mejor vete», y Violeta sólo lo vio entrar e irse. Esa noche había planeado llevárselo a su cuarto, al menos, eso fue lo que le dijo a Alicia y lo que Alicia le dijo a Esmeralda y lo que Esmeralda le contó a Rebeca y Rebeca a Juan y Juan a Mateo.
Esta vez no era muy diferente a las anteriores, ya se imaginaba saliendo en las primeras noticias como un acosador, así que, por más que quisiera hablar con la mujer del sombrero rojo, prefería permanecer en anonimato. Ella regresaría, entonces, trataría de llegar más temprano para esconderse tras la cortina y volver a verla. No todo era tan sencillo en su vida, se la pasaba escapando para que ellos no lo encontraran, era como estar jugando a las escondidas con la canción de jugaremos en el bosque mientras el lobo no está, lo querían cazar, aunque nada sería impedimento para salir de su casa un poco antes de lo habitual e ir con Jimena, daba igual tenerse que escabullir entre las personas, entre las inmensas calles, entre el tránsito, verla de nuevo sería su recompensa…
(CONTINUARÁ)
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