Los días que corren son intensos por la cantidad y hondura de los temas que ocupan la arena pública. Desde el enorme y ríspido debate en torno a las reformas electorales realizadas en lo que se conoce como el famoso Plan B y lo que en su caso resolverá la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la constitucionalidad o no de lo aprobado por los senadores; la pertinencia de participar o no en la marcha de este domingo 26 en la que todos los opositores al presidente López Obrador cierran filas en la supuesta “defensa del voto” y el rechazo a las reformas señaladas; o las implicaciones y debates entre partidos y partidarios luego del veredicto del jurado que declaró culpable de los cargos por narcotráfico y protección a grupos del crimen organizado  a Genaro García Luna, ex secretario de seguridad del gobierno federal y cercanísimo al ex presidente Felipe Calderón, tema que le pega duro y a la cabeza al PAN, son asuntos de interés general de los que todo el mundo habla.

Son cuestiones de las que se opina muchas veces sin tener mayores elementos de información, sin conocer con precisión los contenidos de iniciativas de reforma, el trasfondo de asuntos graves y que requieren reflexión y ponderación en el juicio, como el debate en materia electoral, por citar un ejemplo.

Es claro que la vida democrática exige reflexión, espíritu crítico, juicio. Somos consumidores de información y en un mundo interdependiente y con un nivel tecnológico impresionante como el que habitamos, nunca podremos consumir tantas noticias como se producen. Si dedicáramos la vida entera a informarnos, ésta no nos alcanzaría para estar realmente informados.

Sin embargo, lo que conocemos por los medios o a través de las redes sociales, ese nuevo y portentoso vehículo de información o de socialización de temas aparentemente de interés general ¿Es lo trascendente, lo que nos brinda verdaderos elementos de juicio? ¿Existe objetividad en lo que se difunde? ¿La información está desprovista de intereses de poder y por ende de manipulación? ¿Es real o cuenta con un mínimo de veracidad lo que se lee y comparte en redes y lo que masivamente vía los teléfonos inteligentes se divulga?

Información es poder hemos escuchado muchas veces y esta frase encierra un hecho contundente: la especulación con la información y su utilización para influir en las decisiones ha hecho de ello un componente indisociable del poder y de la capacidad de control. De ahí que los medios de comunicación tengan un peso tan importante en la formación de la opinión pública. Sin embargo, de ser originalmente un contrapoder hoy los medios se han transformado en un verdadero poder y nuestra democracia cada día se transforma más rápidamente en una mediocracia.

La democratización de la información característica de la multiplicación de canales de información con que cuenta el ciudadano en la actualidad en lugar de procurar una mayor racionalización y un saber más confiable y amplio ha sido la puerta de entrada de la demagogia y la banalización de la opinión pública en cuanto a percepciones y argumentos sobre los asuntos de interés colectivo.

Los medios y las redes sociales son los espacios en los que se decide lo que existe o no en el mundo contemporáneo.

Nuestro conocimiento de lo que acontece diariamente se limita al sentido de la experiencia personal, a saber, o atestiguar aquello que pasa ante nuestros ojos como testigos o protagonistas, es decir, lo que vivimos. Lo demás, lo que ocurre más allá de nuestra calle, de nuestro trabajo o de los lugares que visitamos, lo sabemos o creemos saber a través de los medios o por las redes sociales. Son ellos quienes nos muestran al mundo. ¿Pero lo que nos informan es real, es lo realmente relevante o pasan otras cosas que nos ocultan?

Ese es el quid de la cuestión. Los medios y las redes nos informan o nos desinforman y lo hacen atendiendo a intereses específicos. No se limitan a mostrarnos la “realidad” tal cual es para que el ciudadano la comprenda y cuente con un saber mínimo de su mundo y su tiempo, sino que nos dan ya esas interpretaciones en el contexto de la propia información, sea con intención o por omisión.

Además, ¿cuál es el criterio de selección de lo que vale la pena ser informado? ¿Realmente se destaca lo noticioso o se da más peso a lo espectacular? En este punto valen las distinciones sobre la subinformación y desinformación, que van de la reducción en exceso hasta el falseamiento de hechos y la franca manipulación del auditorio.

Es este punto el que entraña los más graves peligros para las democracias, puesto que la “fabricación” de una opinión pública al gusto del cliente, llámese un medio, cadena televisiva o un gobierno o quien lo encabeza y que utiliza a esos medios y a las redes sociales, es una realidad.

Se imponen temas y narrativas, se arman escándalos, se crucifica al adversario, al político caído en desgracia o al enemigo potencial, igual que marean al repetir hasta la saciedad la propia visión. Todo lo cual nos lleva a concluir que la formación de opinión pública contiene múltiples taras y convenientes sesgos que en muy poco ayudan a ese espíritu crítico y reflexivo que define al ejercicio de la ciudadanía.

En esa auténtica Torre de Babel, lo más grave es que con el bajísimo nivel cultural y educativo que tenemos la ciudadanía concurre a las elecciones, a un referéndum o plebiscito sobre asuntos de interés general, es consultada en los sondeos de opinión, o se le invita a utilizar los mecanismos legales de acceso a la información pública. Y ya sabemos lo que sucede.

Los resultados de todas estas formas de participación ciudadana son fácilmente predecibles y legitiman decisiones estatales que con base en la manipulación perpetúan el estado de cosas. Nada más desalentador y alejado del ideal democrático.

Donde no hay libertad de expresión ni derecho a la información no hay democracia. Donde el debate público es muy pobre o inexistente la democracia no puede consolidarse.

Una sociedad democrática es necesariamente, una comunidad informada. Ese es un asunto nodal en la agenda pública, el que precisa de la responsabilidad y compromiso de los propios medios, del poder público y del ciudadano que utiliza las plataformas digitales para informar e informarse.

Un poder más y mejor vigilado, un ciudadano atento y al día, que racionalice el cúmulo de información que recibe, deben ser y son ayudas potentísimas para la democratización de la sociedad y de su instrumento, el Estado.

No puede haber una genuina deliberación de los temas que nos atañen como sociedad sin una ciudadanía demandante, crítica e informada.

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