Obcecados por el frenesí de la marcha del domingo, el Presidente y su gobierno decidieron ignorar la gravedad el asesinato del general brigadier José Silvestre Urzúa Padilla, coordinador de la Guardia Nacional en Zacatecas, durante un operativo antisecuestro. Es el militar de más alto rango asesinado en este sexenio.

El general murió justo el día que cumplía un año en el cargo. Apenas unas semanas antes habría llegado a aquella entidad como responsable del Plan Zacatecas II para intentar pacificar uno de los estados más violentos y convulsos del país. El jueves pasado perdió la vida a manos de presuntos policías municipales acusados de secuestro.

A pesar de que el mando militar tenía bajo sus órdenes a 1 mil 995 efectivos, su asesinato fue consecuencia de una estrategia tan absurda como temeraria: que sean los mandos militares quienes encabecen los operativos contra los delincuentes. La muerte del general no hizo cambiar de opinión al Presidente.

‘A todos nos conviene’ que el Ejército siga en labores de seguridad aseguró López Obrador apenas en septiembre pasado. Desde el inicio de su gobierno y hasta el 28 de agosto de este 2022, la Sedena registró 939 agresiones a personal militar, en las que habrían sido abatidos 51 elementos, según los informes de la propia Secretaría.

El Presidente ha dado poder político y económico a las fuerzas armadas, pero ha mermado su capacidad de inteligencia, logística y operación. No sólo les ha entregado el monopolio del combate a la violencia –incumpliendo su falsa promesa de regresarlos a los cuarteles-, sino que también los convirtió en el mayor poder fáctico del Estado mexicano.

Les ha entregado desde los megaproyectos de infraestructura -el aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y los Bancos del Bienestar-, las tareas más diversas como la administración de los puertos y las aduanas, hasta el reparto de las vacunas contra la COVID. Son militares los médicos que cuidan de su salud e incluso los que se ocupan del mantenimiento de su casa.

Sin embargo, el asesinato del general Urzúa Padilla vuelve a desnudar el fracaso de la política de “abrazos y no balazos” del presidente, frente a una delincuencia organizada convertida en metástasis en el territorio nacional.

Amplias regiones del país no han podido ser pacificadas a pesar del despliegue de las fuerzas armadas; los grupos criminales han demostrado tener igual –o incluso mayor- capacidad de fuerza que las instituciones del estado y ahora la vida de los mandos militares ha sido expuesta en un intento presidencial de justificar su estrategia de seguridad.

Este asesinato también reabre el debate sobre la militarización de la Guardia Nacional -cuando al ejército se le dan tareas de seguridad pública y se nombra a oficiales militares en esos puestos-, y la extinción de cualquier institución civil encargada de la seguridad pública federal.

La militarización tampoco ha logrado la recuperación del control territorial en áreas donde el Estado está perdiendo soberanía frente a actores criminales.

Hoy sólo queda ofrecer un réquiem por el general brigadier José Silvestre Urzúa Padilla.

 La puntita

La contramarcha de ayer podría resultar premonitoria de lo que sucederá en el 2024: ante la posibilidad real de perder el poder, el Presidente y su movimiento empiezan a ensayar su papel de oposición.