El regreso a la universidad era tedioso, sucumbía en un “debo” más que en un “quiero” llegando tarde a la clase y atrayendo las miradas de todos al rechinar la puerta. Era incómodo, pero inevitable. Luna se adentró con ganas de irse, de volver al parque a ver si Marco aparecía, aunque después de tantos meses la esperanza se deslizaba en la nada haciendo de ella un pequeño y mudo llanto que se ahogaba entre el colectivo, las presentaciones en el café y el eco del recuerdo.

La memoria, sabia, guardaba la mirada de él siendo cada vez más borrosa y distante, Luna estaba consciente de que desaparecería algún día, de que, una mañana cualquiera de cualquier mes, abriría los párpados queriendo recordarlo sin poder, se le olvidarían fragmentos de su cara, los detalles de sus manos al mover las ruedas de su silla y, por último, olvidaría su voz. La codena a recordar a los fantasmas era una convicción irracional, como quien le llora a los muertos que muertos están sin que al llanto acudan, ni a los gritos ni a las ofrendas ni al copal. A veces divagaba en su memoria si quizá aquella carta mediocre había llegado a él, si al pasearse con sus enfermeras de diferentes rostros la recordaría a ella, si seguiría pisando las mismas calles, si ya estaría con alguien. En ese día de puertas incómodas y aulas llenas también lo pensaba, hasta que una voz sutil le interrumpió, “disculpa, estás en mi lugar”. Luna alzó la mirada algo molesta mirando a un sujeto alto y de cabellos alborotados pidiéndole que se quitara, era eso su primer mal augurio para el inicio de semestre.

—Disculpa, es que no vi tu nombre en él. —Dijo altiva refiriéndose a la silla.

—Sí, bueno, es que no sabes cómo me llamo.

Él era irritante, sí, mas en su irritabilidad yacía una curiosidad al verle ahí de pie con su chaleco negro y con sus muñecas plagadas de pulseras multicolor. El aroma a cigarro le perfumaba impregnándose en la nariz de Luna, quien de inmediato se puso en pie para sentarse hasta atrás del salón, junto al hombre delgado y moreno, Carlos.

Ella no sabía quién era Carlos, pero quedó anonadada al ver a aquella piel morena y a esas pestañas largas que le miraban con el morbo en fuego, ahí no dudó en sentarse quedando hipnotizada desvaneciéndose cualquier vestigio de dolor bajo el engaño del deseo.

—¿Nueva?

En él había un toque de coquetería mezclada con cinismo, como aquel que sabe que obtendrá lo que quiere.

—¿Quién eres?

—Carlos. Bienvenida.

A partir de aquel “bienvenida” pocas veces cruzaban palabras, miradas o gestos coquetos para insinuarse muchas cosas, un moreno ardiente con rasgos autóctonos y dedos largos metía curiosidad en ella; esa nariz gruesa, los ojos rasgados, todo lo que en general no le atraía de un hombre él lo tenía: una virilidad hipnótica. La universidad entonces parecía no ser tan mala entre su inmadurez e inexperiencia que deseaba saciar con él dejando de lado, tan sólo un poco, el recuerdo de aquel Marco, un Marco que empezaba a carecer de sentido, un nombre que se volvía cada vez más como un eco, un nombre que comenzaba a silenciarse entre los sueños, y era Carlos el culpable.

No estaba enamorada, no era el mismo sentimiento que Marco ejercía con autoridad y dominio, era más un deseo de carne con carne, aquello mismo de lo que Luna tantas veces había huido la estaba alcanzando, ahora se sentía un poco más como Manuel o Valeriano, quienes le decían que estaba bien experimentar, que ya estaba grande para entender que el amor no necesitaba estar de la mano con el sexo. Sexo era la palabra que Luna no quería usar, pero lo mismo que, sabía, era inevitable.

Y no pasó mucho tiempo para el calor se apoderara de lleno de la ciudad, temperaturas de más de 30 grados hacían incontrolables a las mañanas encerradas en el aula con el sudor de Carlos escurriéndole en las sienes hasta sus pronunciados pómulos, y en Luna sucumbía la idea de lamerle la gota de sal. Carlos sabía que ella lo miraba y ella sabía sentía el deseo en él, no obstante, los días habían transcurrido sin tomar cartas en el asunto salvo la coquetería sutil siendo compañeros de banca, aunque nada dura, por tanto, sólo faltaba un centígrado más para que la tentación se explayara, como en ese miércoles en el que el calor era sofocante y la clase de literatura erótica ayudaba a hacerse de todo tipo de pensamientos y fantasías, hasta que Carlos salió hacia el baño. Luna se levantó de golpe tras él, sin embargo, el tipo de chaleco llevaba ese mismo tiempo mirándole ver a Carlos, y así, sin pudor, se paró tras Luna.

Era una cadena de Carlos despistado yendo al baño, Luna tras él y Julián tras de Luna. Ella intentaba no correr, pero tenía claras sus intenciones: tomarlo. Ese intento desesperado por tomar la carne morena de Carlos habría quedado sólo como un vago deseo al ser alcanzada por Julián, quien la sujetó del brazo para detenerla en el camino.

—Yo te conozco.

Julián, aun en su agitación por haberle seguido el paso, yacía satisfecho al haberla logrado detener de su enmienda.

—¿De qué hablas?

—Sí, ¿no me recuerdas? Eres la mimo del parque, a la que le tomé fotos.

Entonces Luna caviló su memoria hasta encontrarlo en ella. Era, en efecto, el mismo tipo que la había retratado meses atrás.

—Ya… te recuerdo. Bueno, ¿y para eso me seguiste?

—¡No!, para nada. Te seguí para que aceptes tomar un café conmigo.

—Sí, pero no hoy. Hoy tengo algo que hacer.

—¿Sales con Carlos?

—No.

—Entonces, ¿puedes el próximo miércoles?

—Sí, supongo, pero no lo tomes como una cita.

—¿Cita? No, es un café. —Rio con sarcasmo y muy dentro suyo, con la felicidad e haber frustrado el intento de Luna para llegar a Carlos.