—Tengo la edad suficiente para salir contigo, además, ¿qué podrías hacerme?, ¿correr detrás de mí con un cuchillo?

—Más lo segundo que lo primero. —Suspiró mirando sus piernas paralíticas.

—¿Entonces?… —Lo miraba manipuladora y tierna.

Marco lo pensaba sin despegarle la vista a su frazada roja sintiéndose indeciso y más que indeciso, comprometido; no quería lastimarle los sentimientos a una niña, porque Luna eso parecía, una niña caprichuda de carácter fuerte.

—¿Y a dónde te llevo?

—Más bien, ¿a dónde te conduzco yo?

Y ambos rieron. Las mejillas de Marco se coloraron inmediato aún mirando sus piernas.

—Soy paralítico, no manco. Puedo manejarme solo. Además, esta madre tiene turbo, así que si no te pones a correr, yo ahí te dejo.

Le agradaba, ella estaba presenciando cómo la barrera comenzaba a bajarse habiendo estado desde el principio segura de eso, de que él algún día le mostraría su verdadera cara. No importaba ir a algún lugar o quedarse ahí porque todo lo que quería era a Marco, lo demás era sólo circunstancial.

—¿Cuál libro es el que siempre traes?

A Marco le pareció simpático escuchar esa pregunta pues nadie se había interesado en eso. Notaba que Luna tenía el encanto de prestarle atención a las nimiedades, lo cual le maravillaba, le causaba un sentimiento de ternura como el mirar a las estrellas y, también, una sensación de compartir, como el mirar a las estrellas diciéndole “míralas conmigo”.

—Es de Rinaldi. ¿Te gusta leer?

—Sí, pero antes me gustaba más. Ahora sólo leo lo que me piden que lea en la escuela, y la mayoría son lecturas que no disfruto.

—¿Estudias literatura?

—Y teatro.

—No me fío mucho de las teatreras, echan puro cuento. Y bueno —lanzó un suspiro profundo—, ¿a dónde vamos a pasear? Yo te sigo, sé mi lazarillo.

—Pasamos de paralítico a ciego. Me gusta.

Luna sabía que debía ir al café, pero no quería ni deseaba que conocieran más a Marco porque creía que podrían juzgarla otra vez por desear estar con él y no con cualquier otro, cualquier otro que pudiera caminar sin importar sus ojos o sus palabras, sus ideas ni su manera de ser. ¡Qué más daba!, siempre y cuando no fuera el paralítico. No obstante, pensaba “¿por qué carajos no si nadie está regañando a Oswaldo por María?”, sin embargo, era también muy egoísta queriendo guardar ese día para ella y nadie más como esos atardeceres que uno ve a solas guardándolos en secreto dentro de la remembranza.

No había palabras, sólo lo seguía a un lado de la silla que rechinaba un poco al avanzar. Notaba entonces que las manos de Marco eran calludas por el roce de las ruedas, en esas manos estaban los años de lucha por intentar avanzar solo, sin aquellas enfermeras de ceños fruncidos, sin la ayuda ajena, únicamente él empujándose a sí mismo por la vida, y parecía ser tan difícil… Las sirenas lo notaban, sabían el sentir de Luna mirándolos por las calles moradas gracias a las jacarandas que caían fallecidas en las banquetas casi invernales, mas el otoño no moría, parecía ser eterno en esa ciudad rodeada de montañas. La pequeña Luna estaba enamorada, nada, ni las sirenas, pudieron evitarlo. Qué más hubieran querido las sirenas astronautas advertirle sobre la fatalidad del amor a su corta edad, ya que el desamor devendría de forma inevitable a los dieciocho años así como a los veintitrés, porque el amor recorría los tiempos perpetuos acomodándose en la madurez de las flores y jamás permaneciendo en el polen temprano por más de un invierno.

—¿Por qué te gusta leer?

Mateo lo pensó menos de un segundo esbozando una sonrisa.

—Creo que nadie me lo había preguntado. Me gusta porque hace que me olvide de mi realidad por un momento. En mis libros puedo volar y sin ser pretenciosos, caminar. Pero ¿a ti qué te gusta, Luna?

Ella entraba en pánico luego de varios segundos sin saber qué responderle porque qué podría parecerle interesante a un hombre tan interesante. A su altura, las cosas que hacía eran irrelevantes, ¿cómo asombrarlo al decirle que le gustaba lo mismo que a él?,  ¿qué de emocionante tendría? Y lo único que podía ser verdaderamente increíble estaba prohibido pues era ilícito platicarle que amaba subir a Saturno a pescar restos de meteoritos o volar a la luna para columpiarse un rato en las estrellas mientras platicaba en Rhümé con unas sirenas con cascos de astronautas.  ¿Qué era impresionante para una persona como él? Entonces lo supo, su cabeza recordó un documental que había visto hacía unas semanas.

—Estaba leyendo hace unos días sobre la teoría de las Membranas cuánticas y la manera de combinarse con la teoría de las supercuerdas y las 11 dimensiones, luego me pasé a ver un vídeo acerca de psicofonías y salió la teoría de que pueden ser vibraciones que se quedan atrapadas en dimensiones cuánticas. Así que, en resumen, pensé que la muerte podría ser una vibración más en una frecuencia que quizá no conocemos, podría ser algo parecida a la de 432 hertz, por lo que los fantasmas pudieran no serlo, sino ser entidades en distintas vibraciones en una dimensión que se mezcla con la nuestra, o quizá sólo sean pensamientos cuánticos echados al universo. Un pensamiento tal vez se repita una y otra vez incluso hasta que la persona quien lo pensó «muera», o trascender sea transmutar cuánticamente y seguir naciendo porque realmente no se sabe con certeza cómo funcionan los saltos cuánticos, y he ahí que surgen las psicofonías, en esta dimensión quizá creamos que son fantasmas, y ellos, personas dando saltos, se rían de nosotros.

Hubo un silencio de consternación en Marco, quien no sabía hacia dónde mirar ni qué decirle porque esos temas no le gustaban. No era creyente de los fantasmas ni de las teorías creadas por locos, según decía, que eran simples soñadores frustrados. Hasta que al fin habló: ¿te sientes frustrada?

Luna no tenía ninguna respuesta, no entendía qué había fallado en sus cálculos preguntándose por qué no parecía sorprendido.

—¿Frustrada? Claro, ¡claro que sí! Y en estos momentos más.

—¿Qué te frustra?

—Todo. Me frustra no tener un trabajo estable, pero también querer no tenerlo. Me frustran mis ideas porque parecen conspirar contra mí y también abrirme paso a nuevos caminos; mi carrera, querer expresarme sin poder. Me frustra pensar en lo que el amor es, en su concepto  y en su verdad; la muerte, la vida, ¿por qué siguen embarazándose? Me frustran mis anhelos porque sé que muchos no podré tenerlos sino hasta que sea grande y empleada justo como lo que tampoco quiero.

Mateo reía escuchándola a la par que admiraba las calles grises con la brisa ligera cayendo en su frazada.

—¿Estás segura de tener veinte? Porque todo lo que dijiste pude escucharlo en una adolescente, pero en ti, mujer de veinte años…

—No te hagas el maduro conmigo. Estoy segura de que también tienes tus frustraciones.

—Claro que las tengo, Luna —respondió con serenidad—. Tengo muchas frustraciones. Me frustra ser codependiente de mujeres a las que ni conozco y en su primer día de trabajo deben verme desnudo porque van a bañarme. Es incómodo, no sé por qué no me ponen enfermeros. También me frustra tener ganas de ir al baño sin poder hacerlo hasta que me socorran, o desear andar de nuevo en moto. Me frustra no poder ir a donde yo quiera sin ir con alguien como mi sombra, y no, no lo digo por ti, de nuevo lo digo por las enfermeras, ahora imagínate cuando al principio me tocó una enfermera físicamente hermosa quien tuvo que llevarme al baño, me estaba muriendo de vergüenza, pero para ella yo fui un paciente más y ya, sin embargo ¿quién piensa en mis emociones? Por eso es que aprendí a no tener debilidad hacia ninguna mujer, y al decir “ninguna” es ley sin excepciones. Hay que ser duros con uno mismo porque, si no, llega alguien y te hace mierda. No faltan los malditos insultos, las humillaciones… Me ha frustrado el no poder acercarme a una mujer sin que me mire con lástima, y eso es lo que a ti te hace diferente, a ti no te importó mentarme la madre. Pero el mundo es muy jodido, así que hay que ser fuertes, cosa que también me frustra: me frustra intentar ser fuerte porque en el fondo sé que no lo soy, sólo me auto engaño —pasó un lapso—. No digas nada.

Luna se le acercó hasta rosarle el hombro sin decir palabra alguna, sólo iba acompañándolo en esas calles sin fin.