9

Mateo se alistó para salir, enseguida quería contarle a Jimena lo que le había sucedido. Les dio de comer a sus perros, cogió su teléfono y en él vio un mensaje de Alondra con la dirección que le había pedido, su sonrisa se desplegó de oreja a oreja. Salió de su casa y ya lo estaban esperando, esa vez se quedó a responder una que otra pregunta sobre su libro, tuvo la paciencia que jamás les había tenido, pero el hecho de saber que la mujer del sombrero lo admiraba, le daba el impulso para tratar de hacer las cosas un poco mejor.

El sol había salido, en las calles, él ya no se preguntaba dónde estaba el codo que había buscado, tampoco miraba a esas mujeres solitarias de largas y delgadas piernas, no pensaba en Valentina; no se reconocía a él en aquel día. Su pensamiento se adentraba en la voz de la mujer, en sus palabras, en sus ojos, en el trasfondo de ella y en la imagen quimérica que tuvo. El perfume de la trenza rondaba en su nariz, Mateo se decía «todos los días voy a olerla y en veinte años le voy a enseñar que todavía la guardo». Ella era una desconocida, no sabía todavía su nombre, él era un desconocido para ella, sin embargo existía una sensación de correspondencia, de conocerse desde siempre y esa confianza que la gente tarda en crear durante años, entre ellos había surgido de la nada y lo volvía loco, más de lo que podría estar. Se sentía bien, las banquetas ya no eran tan amplias ni los semáforos en rojo tardaban tanto, las miradas ajenas no le causaban temor, la ola de las personas lo mantenía inmutable en ese estado de paz que no recordaba haber sentido desde su muy pequeña infancia. Le emocionaba pensar lo que Jimena le diría, pese a que lo primero sería un «están lejos», pero la distancia era lo menos importante, creía que el verdadero acto mágico había sido primeramente coincidir, después ser aceptado y de ahí cada eslabón pretendía ser mágico por sí solo, desde el amor de esa mujer por Rinaldi hasta el pasado tormentoso que ambos tenían. «¿Habré encontrado a una cabeza que me entienda?», pensaba, pues no cualquiera podía adentrarse en los misterios de su pensamiento ni comprender el motivo de su llanto por la muerte de Lennon o el hecho de hablar repentinamente solo cuando hacía algo mal, la sensación de que a veces su sangre no era suya, sus arranques de ira, sus ideas arrebatadas en celo o el miedo tan profundo que le causaba la muerte. Esa mujer lo había hecho sentir a salvo, no juzgado y aceptado con sus demonios.

Iba que no le daban los pasos para llegar a la tienda, y cuando miró a Jimena, más aceleró sus pisadas para entrar, mirarla de frente recargando con ímpetu sus manos en el mostrador y lanzarle una sonrisa que hacía tanto ella no veía en él.

—Me ama.

—¿Qué? —preguntó con rareza.

—Que me ama, ella me ama ¡Te lo juro!

—¿Valentina?

—¡No! ¿Y ésa quién es? —dijo haciendo una enorme mueca—. ¡La del sombrero!

—¡Ah! ¿cómo está eso? —puso sus codos sobre el mostrador con su cara llena de atención hacia él.

—Pues así, ya ves ¿eh?, Jime, acá yo sigo teniendo mis encantos —bromeaba con orgullo alzando el cuello de su abrigo—. Para que veas, no soy nomás alcohol y tristezas. Estuvimos platicando por teléfono un rato.

—¿Pasas a sentarte? ¿Te paso el banquito?

—No, no, hoy quiero estar aquí, al frente.

—¡Qué te han hecho! Mira ese cambio en el famosísimo Rinaldi, ¿toloache?

—¡Toloache! Bueno fuera, pero no. Esa mujer tiene algo que me hace caer redondito, es una bruja.

—Sí, ya vi. Una bruja… bueno, y qué, ¿te va a venir a ver en su escoba o cómo piensas hacerle?

Sabía que tarde o temprano Jimena tocaría el tema de la distancia, no quería quedar como estúpido ni que pensara que era como un adolescente de secundaria que se emociona con la imposibilidad, más todavía, que idealiza y sueña con la utopía de romper barreras y fronteras por amor, ¡en absoluto! Sabía que sería horrible y difícil una relación así, y le extrañaba que Jimena no recordara su negatividad para la vida.

—Está lejos, sí, ya tengo su dirección, pero, ay, Jimena… Jime, ¿qué no me conoces? Con dinero en mano me largo a verla y ya, sí, ya sabes que me hago ideas a cada rato, pero esta vez voy a intentar controlarme, es más, ni alcohol voy a beber de ahora en adelante, vas a ver, aunque me mires así. En tres meses vas a decir «este cabrón lo hizo».

—Ojalá, eh. No me vayas a salir con la chingadera de que la cagaste o de que ella no era lo que buscabas. Ya tienes casi cuarenta, ya aterrízate.

—¡Ah! Cómo no va a ser ella a la que buscaba. Mira, igual y me sigas tomando a loco como sé que a veces me tomas, pero me vale. Quiero contarte algo que me pasó.

—Yo no te tomo a loco, yo sé que estás loco.

—Bueno, Whatever… es que tuve una revelación eclesiástica —Jimena enseguida lo miró con desconcierto cuando lo vio alzar sus brazos al aire como quien dibuja un nimbo angelical—, era ella visitándome como Espíritu Santo.

—¡Dios! Mateo, ahora sí creo que te perdí.

—¡No! Al contrario, ¡me he encontrado! Ella estaba sentada en una mecedora y traía puesto un vestido azul, era hermoso, como de tela suave, parecida al lino.

—¿Lino? Tú no sabes nada de telas.

—¡Me vale! A lo que iba es que, en esa visión, parecía estar arrullando a un bebé, se mecía y tras ella, la luz de una ventana la hacía ver como una virgen inmaculada. Ella me miró y esbozó una sonrisa, en ese momento me sentí en paz, dejé de tenerle miedo a la muerte.

—¿Estabas borracho?

—¡No, carajo! Te dije que no voy a tomar. Estaba sobrio, como ahorita, mírame, huéleme —le echó su aliento—, sobrio.

Ella torció la boca mirándolo fijamente.

—No sé, Mateo. Desde que te conozco, según tú, has amado a todas, todas cuando llegan son tus musas, todas son las indicadas, ¿y luego? Terminas dejándolas, ¿qué pasó con Valentina?, ¿no que mucho amor?

—¿Por qué no me crees? Con ella es diferente a todas, ni con Valentina me he sentido como me siento hoy.

—Bien, carnalito, espero lo mejor para ti y para ella.

Mateo se sonrió asintiendo con la cabeza. Jimena no mentía al decir que de todas se había enamorado. Cada mujer que había pasado por su vida, a las semanas, eran ya su verdadero amor, pero, al cabo de un mes dejaba de verlas con encanto, las hacía a un lado y volvía a hundirse en su miseria abandonándolas sin importarle lo enamoradas que ellas estuvieran de él, haciendo caso omiso a sus ruegos y llamadas, su única excepción había sido Valentina. Valentina no podía decepcionarlo ni romperle su idealización porque ni siquiera le había dado la oportunidad de conocerla más allá de la cama, así que para Mateo eso era amar a una mujer.

 

 

10

Ese día, su casa no estaba en silencio como casi siempre, pues yacía sentado en el piso mirando las portadas de sus acetatos mientras uno sonaba en un viejo tocadiscos. Más acetatos se encontraban regados por todas partes, sus perros los olfateaban y se sentía más como un hogar. Revisaba disco por disco eligiendo las canciones que le hacían pensar en ella, entonces tomó el de Lennon, lo pensó mucho porque tenía miedo de regalarle un pedazo tan valioso de él con una de esas canciones, pero lo decidió, detuvo el tocadiscos para cambiar de acetato y al empezar a sonar el álbum Imagine, cayó al suelo extendido de piernas y brazos dejándose llevar a través de esa calma que era siempre su refugio contra el mundo. Llegó la canción 7, comúnmente, cuando escuchaba Oh my love se le hacía un nudo en la garganta porque de manera inconsciente llegaban a él las imágenes del accidente, de su abuelo, de los maltratos y las violaciones, pero, para ese momento, su mente quedó en blanco de manera inexplicable y a quien vio en su memoria fue a la mujer del sombrero, apenas y hubo un bosquejo de ese recuerdo, abrió los ojos exaltado y se enderezó de un brinco. Su canción había dejado de ser suya, ahora estaba condenado.

Fue hacia la repisa de su sala para tomar la grabadora y un casete virgen, mientras tanto, Lennon seguía sonando. Volvió a sentarse y a sus pies llegaron sus perros, quienes le lamían las botas, sacó de su caja el casete y en un papel comenzó a escribir una lista de canciones que serían las mismas que en esa tarde grabaría para ella y que, a la mañana siguiente, le mandaría. El envío tardó menos de dos semanas en llegar, en esos días se habían escrito para ponerse al tanto de sus vidas, al principio no eran pláticas demasiado profundas y tampoco extensas, sólo un saludo, un poema, una película recomendada, pero, sin darse cuenta, con esas palabras estaban forjando un vínculo tan fuerte que al despertar sabían que leerían un «buenos días». En ocasiones se asombraban porque pensaban en algo y el otro lo decía, entonces, cuando se dieron cuenta de ese tipo de sincronía, comenzaron un juego en el que uno pensaba en un color y el otro lo decía, pensaban en un número y el otro le atinaba, incluso llegaron a preguntarse el color de su ropa interior siendo asertivos. Era asombroso encontrarse con un ser espejo, con una persona reflejo con quien perder la cordura sin miedo y matar a la cotidianidad en la distancia. Por las noches era cuando más conversaban, no había temor en ellos para contarse cosas de su pasado, tampoco tenían pudor, la timidez y la vergüenza se habían hecho a un lado para platicarse de todo, no existía el prejuicio. Cada día la sensación de haberse conocido antes aumentaba, así como las visiones, las cuales, Mateo no sabía si era parte de su locura, pero se repetían una y otra vez en cualquier momento, era esa mujer sin sombrero, con otro tipo de peinado y con vestidos de noche. No se detenían en pensar acerca de la distancia, ninguno frenaba el ritmo acelerado que iban llevando.

Eran cerca de las cinco de la tarde cuando tocaron a su puerta, ella no esperaba ningún paquete, así que se sorprendió cuando miró al repartidor quien le entregó una caja con remitente de un tal Mateo Fernández, ahí fue que supo que Rinaldi era sólo un seudónimo. Cerró la puerta y postró al paquete en su restirador yendo a sentarse en su cama sin despegarle los ojos, tenía curiosidad, pero quiso aguardar un rato más con esa emoción antes de abrirlo. Pensaba que, si él era así en días comunes, Navidad podría ser la mejor de las fechas a su lado, pues ella odiaba a la Navidad por ser tan bastarda melancólica, y con Mateo se la imaginó algo parecida a un cuento de Dickens. Permaneció sentada mucho tiempo hasta que empezó a oscurecer, fue entonces cuando se levantó determinada y abrió la caja, rompió su envoltorio en varios pedazos arrojándolos al suelo y de ahí sacó un pequeño reproductor de casete color naranja y junto a éste se hallaba el casete. Estaba asombrada de cómo algo tan viejito podía estar en sus manos, ese tipo de cosas sólo las había conocido en Mateo, por esos detalles era que la tenía prendida de él. Abrió el casete, lo puso en el reproductor y lo encendió. Agarró la lista de canciones mientras sonaba la primera:

1.- Two of the lucky ones, The Droge & Summers Blend

2.- Harvest moon, Neil Young

3.- Pink Moon, Nick Drake

4.- Beautiful Tango, Hindi Zahra

5.- First song for B, Devendra Banhart

6.- Love, John Lennon

7.- Oh, my love, John Lennon

Empezó a escuchar la primera canción y de nuevo llegaron a ella esas ganas de bailar sin saber moverse, pero quería bailar, olvidarse de dónde estaba e imaginar que lo tenía frente a ella, entonces cerró sus ojos, despojó de sus pies sus zapatos y en la alfombra gris empezó a moverlos de un lado a otro sin mucha coordinación. Bailaba entre el lino colgado, los lienzos y los dos caballetes, el ritmo la llevaba sola alzando las manos, sacudiendo cabeza, dedos, muñecas y ahí, entre la oscuridad de sus párpados, lo veía, pero no era el mismo a quien había conocido, sí era Mateo, sólo que algo de diferente tenía él. No sabía por qué lo había relacionado así, pero, en definitiva, debía convertir ese instante en un óleo. Podía casi sentirlo, podía casi olerlo, casi besar su aliento como el aliento mismo que había saboreado aquel día en que lo conoció, y lo que sentía era mejor que ver un primer beso en una película que enchinaba la piel.

Cuando la canción fue terminando, detuvo el casete completo corriendo por manta, acomodándola en el caballete, teniendo sus cosas listas volvió a poner la misma canción una y otra y otra vez para no borrar su imagen de la cabeza, pues deseaba que quedara idéntico en el óleo. Ella no prestaba atención a las cosas mundanas, vivía en un mundo onírico en el que tener imágenes como ésa no estaba fuera de lo común, era lo que le permitía pintar como lo hacía, por ello es que creaba dimensiones fantásticas que la habían llevado a conseguir el trabajo en la galería, lo que no sabía en ese instante era que, en el lugar en donde ahora vivía, las galerías ya tenían a sus artistas y ninguna podía pagarle lo que cobraba por su trabajo mientras que, en la galería de la ciudad gris, estaba por llegar un pintor igual de bueno pero más barato, entonces sería sustituida quedando en la quiebra a los pocos días de esa tarde.

Mateo le había dicho en una de sus pláticas que cualquier cosa que ella necesitara, monetaria y no, podía pedírsela, ya que contaba con el dinero suficiente tanto para irla a ver por si tenía una emergencia, para prestarle lo que necesitara para lo que fuera, pero a ella jamás le había gustado pedir; así estuviera en hambruna, nunca pediría dinero y menos a él porque creía que las cosas no deben pedirse, esperaba siempre que los regalos llegaran por sí solos, odiaba la necesidad de pedir y no únicamente cosas materiales, también odiaba mendigar afecto, aunque estuviera necesitando un abrazo, una palabra, un cariño, odiaba pedir las muestras afectivas que tanto le hacían falta.

Las cosas para esa mujer no eran fáciles, además de que vivía en un lugar en el que no conocía a nadie y donde no había hecho el mínimo intento por socializar, al mes y medio de haber llegado seguía con las puertas de las galerías cerradas, una alacena casi vacía y un alquiler sin poder pagar, lo poco que iba teniendo de sus ahorros lo gastaba en más óleos y tela, hasta que dejó de tener dinero, telas y óleo. Algo de eso le había mencionado a Mateo, sin que él indagara más sobre el tema, pero era irrelevante si no prestaba atención a ese tipo de cosas porque llenaba un aspecto más importante: el emocional. Mateo se dedicaba día y noche a saber cómo estaba, le mandaba fragmentos de poemas, canciones, películas, cuentos y la hacía sentir hermosa física e internamente, elogiaba su forma de ser, sus defectos, sobresaltaba las virtudes que podía tener y parecía admirarla, y lo más importante de todo eso era la reciprocidad que existía. Ella tenía abierto su corazón y su mente para él, pasaba horas escuchándolo, algunas ocasiones él se quejaba del mundo, en otras había llorado por teléfono recordando a sus fantasmas, sin embargo, ya no se sentía solo, podía compartir su dolor con una persona real y no con Lennon, quien nunca contestaba. Ella tenía las palabras adecuadas.

 

(CONTINUARÁ)

 

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