En la noche que me cubre,
negra como el abismo de un polo a otro,
agradezco a los dioses que puedan existir,
por mi alma inconquistable.
En las crueles garras de las circunstancias
nunca me he lamentado, ni llorado en alto.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas,
donde yacen los horrores de la sombra,
la amenaza de los años, sin embargo,
me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el camino,
cuán cargado de castigos el viaje…
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.
Es el poema Invictus, del poeta inglés William Ernest Henley, que dio fortaleza a Nelson Mandela en las casi tres décadas que pasó prisionero.
Mandela llegó a la presidencia de la república —el primero de raza negra en la historia de Sudáfrica— en 1995. Cuando asumió el poder, lejos de hacerlo con un afán revanchista —la oligarquía a la que había derrotado en las urnas lo mantuvo preso en diversas cárceles desde 1962 hasta 1990— se esmeró en unificar un país que había estado polarizado desde su fundación en el siglo XVII. La instauración del apartheid por el Partido Nacional en 1948, institucionalizó el racismo. Entre otras atrocidades, se decretó que solo los blancos tenían derecho al voto; solo los blancos podían viajar libremente por el país; los blancos debían cobrar más que los negros por el mismo trabajo; los negros no podían coexistir en el mismo espacio con los blancos, debían vivir en zonas alejadas; los negros no podían asistir a las mismas escuelas que los blancos, y su educación debía ser básica; y muchas otras.
Dos gestos, especialmente, tuvieron impacto positivo para la reconciliación nacional.
Uno: el rugby era el deporte de los blancos, por lo tanto era aborrecido por los negros, quienes lo consideraban un símbolo de la opresión. En 1995 se celebraría el Mundial de Rugby. El equipo nacional se llamaba Springboks, Mandela se reunió con el capitán, François Pienaar, le propuso que recorrieran el país para promover el deporte y que los jugadores del equipo dieran clases a los niños negros. En esa reunión, le regaló una copia del poema Invictus.
Pienaar aceptó y convenció a sus compañeros, todos blancos excepto uno, que era mestizo. El 24 de junio de 1995, en el estadio de Ellis Park de Johannesburgo, los Springboks derrotaron a la selección de Nueva Zelanda, favorita para llevarse el título. Era la primera vez que Sudáfrica ganaba esa contienda, el milagro había sucedido. Mandela se presentó ataviado con la camiseta de la selección, con el número del capitán, y le entregó la copa. Pienaar pronunció unas palabras que quizá ni él mismo hubiera pensado que saldrían de su boca apenas un poco tiempo antes: «No hemos ganado para los sesenta mil aficionados que hay en el estadio, hemos ganado para los cuarenta y tres millones de sudafricanos».
Dos: el himno oficial del país era Die Stem van Suid-Afrika. Nkosi Sikelel ‘iAfrika es una canción religiosa compuesta por un pastor metodista en el siglo XIX. En la época del apartheid se convirtió en el himno de los oprimidos, cantarlo implicaba un desafío, un grito de protesta. Cuando asumió el poder, Mandela decretó que ambos serían himnos oficiales en tanto se elaboraba un tercero a partir de elementos de los dos. En 1997 se presentó el nuevo himno, la letra está escrita en cinco idiomas, cuatro sudafricanos e inglés.
Nkosi Sikelel ‘iAfrika es símbolo de la inclusión y la tolerancia, condiciones sine qua non para la construcción de la paz y la convivencia fraterna; conviene tenerlo muy presente en estos tiempos en los que en una ciudad llamada La Paz —primera paradoja— y escudándose en la Biblia —segunda paradoja— se queman las banderas de los pueblos indígenas; y en los que en nuestro país —que tiene entre sus valores más preciados la solidaridad y la hospitalidad con que se acoge a los extranjeros caídos en desgracia, sea cual sea la causa de ella— se vociferan tantos improperios, tantas expresiones de odio, tanta maledicencia, tantos discursos antipáticos en los que nuestro pueblo no debe reconocerse jamás. La nobleza nos agranda, la abyección nos sume en las honduras más recónditas del drenaje de la historia y, peor, de nosotros mismos.
Ayer hablé de Miriam Makeba, veámosla hoy entonando este himno de la grandeza.
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