No recuerdo que alguien me forzara a hacerlo. En cierto punto comprendí lo necesario de enfrentarme conmigo y por tanto, con él. O bien de enfrentarme a mí misma a través suyo. Quizá por eso él me causaba rechazo en un principio, tal vez por la misma razón quise abandonar el tratamiento cientos de veces. Sin embargo, ahí estaba yo con mis 30 pastillas diarias, los kilos de más y una vida mayormente en cama.

Y llegué para quejarme, por supuesto. Por aquella época tenía la impresión de que mis padres pagaban un especialista solo para que yo me desahogara. Así que procedí a hacer lo debido: me quejé, me quejé y me seguí quejando. En algún momento de la charla, R. frenó mi autocompasión para entonces sí confrontarme:

-Y entre tanto que te disgusta y aborreces, ¿qué es lo más bello en ti?

-Lo que puedo hacer con las palabras. -Le respondí. O lo que ellas han hecho conmigo, reflexioné luego de un rato.

Me miró entre el desconcierto y el desafío porque algo dentro de él supo que yo no mentía. La chica de lentes y torpeza finalmente había dicho un dictamen a su favor, debió pensar. Hizo un gesto de ligera satisfacción.

-¿Y qué puedes hacer con las palabras? ¿Qué han hecho las palabras contigo? -me preguntó.

Por toda respuesta, opté por mirar el techo y después el suelo. Con el tiempo me acostumbraría a su forma de trabajo y llegaríamos a reír, a ser cómplices durante una o dos horas (según las condiciones en las que yo estuviera). Sin embargo, en ese instante solo pensaba en una película en la que una terapeuta le señalaba a su hija lo imprescindible para ejercer tal profesión: Pregúntale al paciente «Y usted, ¿qué siente con todo esto?».

Se hizo el silencio entre nosotros y la memoria me condujo a los escabrosos terrenos de mi infancia. Recordé las tardes que pasé escribiendo diarios cuando niña, el primer cuento hecho de mi puño y letra en primer grado de primaria, los libros que mi madre dejó en mi mesita de noche y que devoré con avidez como si nunca más me fuese a ser permitido leer. Rememoré los concursos de cuento y poesía durante la adolescencia, el sentimiento de alienación que por aquellos años caracterizaba mis venas y todo lo que de mí emanaba. Me sentía ajena, profundamente lejana al presente de mi cotidianidad.

Pensé también y de forma inevitable en la hecatombe ocurrida durante mis años de universidad, cuando las calles de Xalapa eran las grandes protagonistas de mis múltiples historias. El caos fue la constante, no hubo mayor presencia que la dejada por los rastros de ausencias de las personas que iban de paso y de prisa por mis días. Hacían constar su estancia al contar el relato de mi vida.

-Es que no comprendes. -Le dije. Ya no me es posible escribir, ya no brotan las palabras de mí. Estoy en época de absoluta sequía.

-Entonces, dedícate a leer.

Durante las siguientes semanas me fui a la cama con varios hombres: Ray Bradbury, Benedetti, Evelio Rosero y no recuerdo qué otros autores.

Despertaba con ellos, iba a dormir tras su lectura. De nueva cuenta comencé a encontrar mi esencia y sus ideas me recordaron que yo también tenía algo qué decir. Así fue como la idea de R. funcionó y de a poco retomé la escritura, comencé a salir de una depresión terrible y dejé atrás las últimas pastillas del tratamiento del Lupus.

Ahí estaba yo: varios kilos de más, la miopía que me caracteriza y la torpeza en el andar pero con la esperanza fincada en las palabras y el porvenir que ellas abrían a su paso. Una frase tan común como sabia echó raíces en mí y causó eco en mi interior: Lee y cambia tu perspectiva. Escribe y cambia la perspectiva de los demás.

-Escribo porque es una manera de estar en el mundo. Escribo por necesidad y en el peor de los casos, por necedad. Me sé inconstante y desordenada pero comprendo que mis palabras llegarán a las personas adecuadas en el momento indicado. Soy un eterno cúmulo de emociones que desembocan en el llanto.

-¿Y por qué tantos altibajos en tus emociones?

-Por eso estoy medicada. -Esa siempre ha sido mi respuesta ante R. Como si me salvaguardara de cualquier prejuicio externo. «Así soy, déjenme en paz». Fui diagnosticada con ciclotimia (una forma de bipolaridad) algunos meses atrás.

Escribo por definición, por defecto y por default, para cruzar mis puentes y domesticar mis abismos. La vida me escribe en el proceso y yo guardo silencio porque comprendo la belleza que se anida en lo no dicho. Bajo su manto, las palabras se acurrucan antes de ser dadas a luz. He aquí las mías que hoy he parido en un jueves cualquiera de un enero cualquiera. Florecen en silencio. Se encuentran en mi espera.