—Sí, esto ya se volvió un verdadero infierno, don Chepe, con todas esas oficinas y calles tomadas ya no se puede vivir en Xalapa —la señora ya ha vivido sus buenos años, pero muestra una elasticidad propia de otras jovialidades, y un cuerpo fuerte, asentado en unas pantorrillas de atleta forjadas en tantos años de subir y bajar las escarpadas calles y los imposibles ángulos de esas calles que serían inadmisibles en otros lugares.

—Tiene usted razón, vecina, qué le vamos a hacer…

El que responde, con un dejo resignado, es un señor también de años maduros, en el filo seguramente de la tercera edad o la adultez en plenitud. Usa un traje aún no raído pero ya víctima del paso de los años. Se nota que se ha podido conservar gracias al excelente casimir con el que está hecho y al extremo cuidado con el que lo porta su dueño, que no da un paso sin prever las consecuencias gravitacionales y evita cualquier movimiento brusco que afecte las ya vetustas aunque cumplidoras costuras de su atuendo.

La mujer, sin embargo, no muestra la misma mansedumbre y al hablar muestra en su rostro y sus acciones la iracundia en que la mantienen tanta molestia y tantas interrupciones a la vida cotidiana.

—Hace unos años se perdió la decencia en las calles, con tanto pelafustán que de palabra y de obra nos agredían con sus insinuaciones. Pero de ahí, señor, fuimos perdiendo todo. Perdimos la seguridad, con tanta violencia y tanto asalto en plena calle que hacen tan peligroso salir hasta de día. Qué nos íbamos a imaginar que tendríamos que vivir entre policías y militares así de armados, y que nos tocaría ver balaceras delante de nosotros, en nuestras calles, casi en nuestras casas.

Se llama Victorina, pero todos la conocen como doña Víctor, o como le dicen los más flojos al hablar: “doña Vítor”. Ha vivido siempre en el barrio reo, presa ella del arraigo que le inculcaron sus padres. Puede dar cuenta de las malas andanzas y los esplendores que tuvo esta zona de la ciudad, en las últimas cinco o seis décadas.

—Y si antes el miedo a que nos asaltaran hacía que nos quedáramos escondidos en nuestras casas, hoy permanecemos adentro porque ya no hay forma de salir. ¿A dónde va a ir una si los pocos camiones que pasan apenas pueden avanzar unas cuadras y se topan con cualquiera de los bloqueos que ya crecen por todas partes?

—Debo reconocer, doña Víctor, que es desesperante tanta toma de avenidas y de oficinas. Si de por sí la situación ya está tan difícil, con el dinero que no alcanza para nada y, peor ahora que terminaron por quitarnos también las calles por las que nos trasladábamos de un lugar a otro de la ciudad.

—Eso es lo que digo. Se acabó la decencia, se terminó la seguridad y ahora ya no tenemos ni movilidad. Vamos a acabar todos escondidos entre cuatro paredes, y no sé cómo le vamos a hacer para comprar las cosas con las que hago la comida de los hijos y el marido.

La señora arquea una ceja, en un gesto histriónico que recuerda las mejores épocas de Dolores del Río y María Félix, y culmina como despedida:

—Bueno, que le diré… tampoco dan muchas ganas de salir porque ya casi no hay nada que ver o que disfrutar, ¿no ve que ya todo se lo llevaron esos ladrones del Gobierno?

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