Experimento cierto desasosiego cada vez que voy a mi librero en busca de uno de esos compañeros a quienes no he visitado en años pero que tengo presentes por la huella que dejaron en mí, y descubro que ha desaparecido. Entonces el sentimiento de pérdida me provoca un vacío imposible de llenar, una soledad recién inaugurada que me acongoja, eso me sucedió el jueves pasado cuando, tras enterarme de la muerte de Laco Zepeda, descubrí que el volumen que buscaba ya no estaba ahí. Me refiero a Benzulul, el libro de cuentos que publicó la Universidad Veracruzana justo el año en que nací, 1960. Aunque somos contemporáneos, debimos esperar un par de décadas para conocernos, acaso para nuestro encuentro era precisa la mayoría de edad.

No sé cómo transcurriría la infancia de Benzulul, la mía fue normal y muy corriente, jamás cesó su loca carrera suicida, parecía tener prisa en entregarme a su sucesora, la adolescencia.

No sé si marqué algo en su vida, solo sé que desde la primera lectura me cautivó como me cautivó la voz de su autor que descubrí por esas mismas fechas, cuando tenía un programa en Radio Universidad Veracruzana que se llamaba Conversa, ¿cómo resistirse a esa manera tan amena de narrar, a esa voz tan dramática, tan de su tierra, y a esa fantasía tan desparramada?

En una charla que impartió en algún lugar que ya no vive en mi memoria le oí hacer la diferencia entre cuentista y cuentero; el cuentista, explicó, es un literato que urde, desde su escritorio, historias compactas y eficaces mientras el cuentero es una especie de juglar que anda por el mundo inventando historias y narrándolas a quien se le ponga enfrente. Él se declaraba cuentero, decía que se le ocurría una trama e iba probándola con distintos públicos, la narraba en cantinas, en velorios, en reuniones con familiares o amigos y que ahí, en el campo de batalla, con las reacciones de los espectadores iba creciendo, madurando, haciéndose mayor de edad. Le quitaba o agregaba elementos a medida que la contaba y cuando sentía que estaba terminada la escribía y en ese momento, cuando la pasaba al papel, la mataba, eso dijo pero quienes lo leímos antes de escucharlo sabemos que no, que tenía una virtud que muchos anhelan pero pocos tienen, esa cosa tan difícil que es escribir como se habla.

En su artículo Viaje a la ficción, Mario Vargas Llosa recuerda una expedición a la región del Alto Marañón a la que fue invitado. Los expedicionarios eran lingüistas, entre ellos estaba el matrimonio formado por Wayne y Betty Snell, «esta pareja de lingüistas había pasado ya varios años –él desde 1951 y ella desde 1952– conviviendo con una pequeña comunidad machiguenga, en la región limitada por los ríos Urubamba, Paucartambo y Mishagua, que, hasta la llegada de ellos a ese paraje, había vivido sin contacto alguno con la “civilización”.» (Mario Vargas Llosa, El viaje a la ficción)

En una cena, Wayne narró un episodio que lo dejó impactado:

«Estaba solo [Wayne] con los machiguengas porque Betty había salido de viaje, tal vez a la central de Yarinacocha. Advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaban todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan exaltados? Le explicaron que iba a llegar ‹el hablador›. (Wayne Snell pronunció una palabra en machiguenga y dijo que el equivalente podría ser eso, ‹hablador›.) Los machiguengas lo invitaron a escucharlo, junto con ellos (…) Wayne Snell no tenía un buen recuerdo de aquella noche entera –sí, entera– que pasó, sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos los machiguengas de la comunidad, escuchando al hablador. Lo que él recordaba sobre todo era la unción, el fervor, con que todos lo escuchaban, la avidez con que bebían sus palabras y cuánto se alegraban, reían, emocionaban o entristecían con lo que contaba. Pero ¿qué era lo que el hablador les contaba? Wayne Snell ya sabía la lengua pero no comprendía todo lo que aquél decía. Sí lo bastante para entender que aquel monólogo era un verdadero popurrí u olla podrida de cosas disímiles: anécdotas de sus viajes por la selva, y de las familias y aldeas que visitaba, chismografías y noticias de aquellos otros machiguengas dispersos por la inmensidad de las selvas amazónicas, mitos, leyendas, habladurías, seguramente invenciones suyas o ajenas, todo mezclado, enredado, confundido, lo que no parecía molestar en absoluto a sus oyentes, que vivieron aquella larga noche –a diferencia de Wayne Snell, a quien le dolían todos los huesos y los músculos por la incómoda postura, pero no se atrevía a partir para no herir la susceptibilidad de los demás oyentes– en estado de incandescencia espiritual. Luego, cuando el hablador partió, en toda la comunidad siguieron rememorando su venida muchos días, recordando y repitiendo lo que aquél les contaba.»

La pérdida de Benzulul fue ligeramente mitigada cuando encontré una antología más reciente, un volumen de la serie ¿Ya leissste? hecha por esa institución de salud a principios de siglo. Bajo el nombre de Los pálpitos del coronel y otros cuentos agruparon seis portentosos relatos: El mudo, Los trabajos de la ballena, Capitán Simpson (Q.E.P.D,), Don Chico que vuela, Los pálpitos del Coronel y De la marimba al son. Tres de ellos, Los trabajos de la ballena, Don chico que vuela y Los pálpitos del Coronel los conozco casi de memoria porque fueron grabados por la UNAM en la serie de discos de vinilo llamada Voz viva de México.

Los tengo registrados, además, con voz; no cabe duda, Laco era un hablador, un hombre que oyó, seguramente desde muy temprano, la convocatoria que algo le hacía desde algún lugar remoto de su interior y siguió el mandato; alguien que nació para poner palabras a los sueños propios y a los ajenos, y dispersarlos luego, ya transfigurados en materia prima para las manos artesanas de la imaginación.

Aunque hizo otras cosas en la vida, contando es como inventó la mejor versión de sí mismo y, al hacerlo, nos inventó un poco a sus escuchas y a sus lectores; narrando fabricó un universo al que luego nos condujo como expedicionarios que van a poblar una tierra ignota y cautivante. Quienes acudimos al llamado descubrimos una forma nueva del asombro y lo amueblamos, colgamos cuadros en sus paredes, objetos de arte en todos sus rincones y un tumbón mullido al que volvemos, cuando nos sentimos solos, para mitigar un poco los embates de esta cotidianidad que nos asfixia.

Hoy que se ha ido, ese universo permanece no solo intacto sino creciendo porque una vez que la imaginación se echa a rodar, no hay cadena que pueda detenerla. Hoy que ha partido a inventar otras historias en vaya usted a saber cuáles galaxias, no me queda sino decirle gracias, entrañable Laco, muchas gracias, de veras.

Ver también: Eros y jazzeros │Laco Zepeda y el mar


https://www.youtube.com/watch?v=Gi4-ibqz-YY

 

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