La mañana del viernes, después de enterarme lo que pasó con los ocho estudiantes que fueron brutalmente violentados, me sentí aturdida, estupefacta… De por sí, desde el año pasado no ha habido mes en tregua sobre noticias de abusos policiales o militares, de las tranzas de los partidos, moches a funcionarios, alianzas de políticos con el narco, tráfico de influencias, despilfarro de dinero público, déficit presupuestario y culpables libres… Apenas lograba articular el discurso que daba vueltas por mi cabeza.

A mí me educaron (mediante palabras y un ejemplo intachable) con altos valores respecto de la honestidad y la conciencia social. Todo mi esquema, la realidad que busco día con día y el futuro de mi hijo y el de tantos otros, siento a veces que se me van haciendo pedacitos. Mi corazón también. Y no puedo negarlo: la rabia, la tristeza y el enojo han llegado a rebasar mis límites.

Pero el miedo y la violencia combinados son la mejor arma para quien quiere el control de forma ilegítima.

¿Cuántos jóvenes más veremos morir o acabar desfigurados por un constante abuso de autoridad, que justifica sus acciones y carencias culpando a sus víctimas sin siquiera llevar ni respetar un proceso debido? ¿Cuántas voces más veremos callar ante la terrible realidad de una sociedad que comienza a conformarse con destruirse a sí misma? ¿Cuántas mentiras más vendrán a contarnos los gobiernos locales y los medios? ¿A cuántos vecinos seguiremos escuchando que todos estos “revoltosos” se lo merecían? ¿Cuánto falta para aceptar que funcionamos como una dictadura? ¿Cuánto falta para que estalle una revolución?

Hago un simple ejercicio de mirar a mi entorno inmediato y esto, pese a todo, me da esperanza, pues aunque en cada rincón de nuestra sociedad se reflejan todas nuestras patologías, también veo gente tratando de no rendirse ante la podredumbre social que se expande permeando casi cada rincón donde interactúa. Yo no quiero este presente violento, corrupto, cínico; no lo merezco, ni mi hijo, ni tantas personas que en verdad buscan un mejor manera para vivir; aquellos que fuimos –o están siendo- educados y formados para buscar el bien, la belleza, la justicia, la colaboración. Aquellos que crecimos bajo la premisa de que la vida es sagrada –tanto la propia como la ajena- y que de ello depende nuestro bienestar individual y colectivo.

No podemos conformarnos, no podemos callarnos, no podemos permitir que al vecino le pase lo peor…no debemos. Y no solo porque mañana nosotros o la gente que nos importa podemos ser los siguientes, sino por simple ética y conciencia. Porque como dice la filósofa norteamericana Judith Buttler: “En el momento en que la gente ya no puede confiar en la ley, la ley ha emancipado a la gente para crear su propio futuro político. Cuando una ley es un régimen violento, uno tiene que oponerse a esa ley para oponerse, paradójicamente, a la violencia.”

Que no nos extrañe, entonces, que aquellos que han llegado al límite traten de impedir las elecciones por la fuerza, quemen sedes de partidos, participen en movilizaciones cada vez menos pacíficas, mientras se asimilan la cotidiana violencia que pareciera querer incrustarse en nuestra cultura y sociedad para quedarse. No nos extrañe que cada vez más gente se venda por unos pesos o que cada vez más gente le entre a proteger criminales bajo una amenaza o recompensa. No nos extrañe que nuestro futuro, incluso inmediato, pueda pintar tan negro como los peores episodios de la historia… A menos que logremos articularnos como sociedad para evitarlo.

Uniendo nuestras voces, coordinándonos en acciones concretas, tratemos de cambiar nuestros paradigmas sociales. Yo sé que no es fácil, pero no veo otra salida a corto, mediano, ni largo plazo.

En los comicios de ayer nos dimos cuenta de que sí somos capaces de tumbar los paradigmas y los mitos políticos y electorales, nos dimos cuenta que pese al horrendo sistema partidario tan antidemocrático, también podemos mandar un mensaje claro y contundente: ya no somos tan manipulables, tan comprables, tan indiferentes. Somos capaces de escucharnos, de apoyar a ciudadanos como nosotros y de dar un voto de confianza a quienes aún tienen ética, sean o no parte de esta partidocracia.

Lo que el tiempo y mi observación me han enseñado es que dejarnos llevar por la rabia no resuelve las cosas de fondo, además de sólo darles pretextos a quienes buscan aterrar e intimidar a los ciudadanos para seguir aplicando prácticas violentas y sin respeto por los derechos humanos. Necesitamos aprender a escucharnos, a ser más solidarios y cooperativos, a seguirles rompiendo sus esquemas mediante la acción civil, en cada ámbito de la vida pública. Y creo que así como hay que ser solidarios y respetuosos entre vecinos, también hay que mantenernos en contacto con nuestros representantes, seguirles de cerca, pedir cuentas y que se nos tome en cuenta. De otra manera cada esfuerzo se diluye en la nada. Podemos no coincidir en muchas cosas de nuestra ideología, en lo estoy segura que coincidimos la mayoría es en que queremos un mejor país, con ciudadanos responsables, capaces de trascender el individualismo, mediante el consenso y la colaboración.

No puedo maldecirte, mundo,

porque te quiero,

aunque me duelas.

Comprendo la dignidad de la vida,

que trasciende más allá

del ego y la maldad.

 

No tornaré violenta

mi naturaleza amorosa,

ni lamentaré rendida

mi humana condición.

 

Más bien te bendigo, mundo,

y bendigo a tu gente.

Bendigo la vida y bendigo la tierra,

porque muchas maldiciones

pesan ya sobre ellas.

 

A ti te bendigo entero,

porque así quiero,

con todo y nuestras penas.

Patricia Ivison (junio 2015)