Por Luis Daniel Lagunes Marín

Tres meses antes de la desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, levantados en Iguala y trasladados a Cocula, el ejército anunció que habían muerto 22 delincuentes en un enfrentamiento contra elementos del 102° batallón de infantería, los hechos habían ocurrido en Tlatlaya, Estado de México. Tuvo que pasar más de mes y medio para que Squire, prensa extranjera, diera a conocer el caso e hiciera eco de las voces mexicanas que denunciaban el encubrimiento de una ejecución: los militares asesinaron al menos a 11 de las 22 personas en Tlatlaya fuera de todo enfrentamiento, después de que se habían rendido y entregado.

La cobertura de este hecho fue significativa, sin embargo no suficiente para su magnitud; dentro de una organización como el ejército mexicano existe una cadena de mando muy definida que tiene como cabeza al jefe de las fuerzas armadas: el presidente de la república mexicana; los mecanismos internos de control hacen posible que en la cadena de mando todos puedan enterarse de cómo ocurrieron los hechos, la elaboración de documentos y toma de fotografías son un requisito en el parte que diariamente entrega quien está a cargo de los patrullajes. Es decir, un militar que acciona su arma contra una persona fuera de un enfrentamiento, se debe a que tiene la orden de uno de sus superiores en la cadena de mando o a que sabe que será encubierto.

El acceso a información sobre el caso es complicado, los documentos de uso interno del ejército están siempre protegidos por candados legales y reglamentos internos, no es difícil que lleguen a declararse inexistentes como una estrategia para impedir que se llegue a la verdad. Esto a la par de una estrategia para influir a la opinión pública sobre el caso Tlatlaya: presentar a los ejecutados como delincuentes y al ejército como héroes; supuestos familiares de los militares detenidos salieron a marchar con pancartas, mientras que en las redes sociales se difundieron cadenas donde se defendía la ejecución ante la tardanza e ineptitud del sistema judicial para imponer penas de cárcel. En estos argumentos se apela al rencor de la sociedad, sin embargo padres de las personas asesinadas por el ejército declaran que sus hijos estaban secuestrados por la delincuencia obligándolos a trabajar con ellos, es decir, eran víctimas también. Esto además del derecho de toda persona a ser juzgada.

En la desaparición de nuestros compañeros de Ayotzinapa las autoridades han negado sistemáticamente la participación del ejército, sin embargo han caído ya en múltiples contradicciones: la omisión del auxilio, el recorrido a los hospitales posterior al asesinato de varios estudiantes y la localización del batallón a menos de dos kilómetros de los hechos son tres de las principales; a partir de que el ejército tiene facultades en materia de seguridad pública tiene una responsabilidad respecto de resguardar a la población civil, por ello estaban obligados a ofrecer auxilio inmediato a los estudiantes y su mera inacción los hace responsables por ser conocedores de lo que estaba sucediendo.

 A esto sumémosle el aprendizaje histórico: la participación de las fuerzas armadas en la matanza de estudiantes del 68 y el 71, las desapariciones forzadas realizadas por el ejército en Guerrero durante los setentas contra líderes sociales y distintas confrontaciones de civiles contra militares en la región. Ante esto, el argumento de un ejército moderno sin estas prácticas es imposible: ahí está Tlatlaya como ejemplo.

Ante las dudas expresadas de varios sectores y la postura de los padres de los 43 de involucrar a los militares, es necesaria la creación de una comisión de la verdad y transparentar todos los archivos en poder del ejército y las corporaciones armadas.

En Tlatlaya como en Iguala: #FueElEstado #FueElEjército.

*Secretario Estatal de Jóvenes PRD Veracruz
Coordinador de las Juventudes de Izquierda en Veracruz.
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