Hoja de Ruta

Por Pedro Manterola

Es la corrupción la que ha parido todo esto. Su uso, su espectáculo, su impunidad, su frecuencia, su siembra y su cosecha. Se da en la política, a través de diezmos, gratificaciones, primas, prestaciones, bonificaciones y recompensas. En cámaras, palacios, secretarías, ayuntamientos y dependencias adquiere carta de naturalización. Pero empresarios, profesionistas, comerciantes, agricultores, financieros, profesores, pastores, militares, policías, amas de casa, taxistas, burócratas, meseros, aduaneros, cadeneros, constructores, herederos, periodistas, actrices, cantantes, anarquistas y automovilistas no sobreviven exentos de esta lamentable y extendida violación de las leyes y las normas.

Se hace de manera voluntaria, aunque por ser práctica usual y reincidente en ciertos casos parece obligatoria. Con su uso se busca obtener algún beneficio personal o evadir alguna sanción que parezca inevitable. La corrupción es un atropello, una transgresión, una mentira, un delito. Pervierte, contamina y sistematiza un modus operandi que perjudica a terceros y humilla a la sociedad. La desprecia, la injuria. Y luego la hace cómplice. Nadie compra lo que no se vende.

La corrupción ha parido engendros dedicados a la administración privada y al servicio público, a la dirigencia partidaria, a la tarea sindical, al ejercicio periodístico, a la educación, a la burocracia, al desarrollo social, a la gobernabilidad, a la representación política, a la palabra de Dios, a la construcción de calles, trenes, casas y carreteras, a la venta de láminas, pisos, monederos, juguetes y despensas, a la adjudicación de elogios, críticas, contratos, votos y candidaturas. No respeta colores, sexos, ideologías, edades, afectos, inclinaciones ni creencias. No todos son iguales, pero en eso todos tienen sus equivalentes, cocineros de un manjar viscoso y maloliente.

Corromper pudre, descompone, malogra, envicia, seduce. Es la matriz de una criatura deforme, desfigurada y encumbrada. Es raíz de un árbol pútrido de frutos empalagosos, es origen de un destino que encumbra al putrefacto y premia con impunidad sus habilidades. Es la manzana carcomida por la serpiente. Es el origen, manantial y cauce enfangado del río de cansancio, sangre e indignación que hoy nos tiene hasta el cuello. El mosto de un vino de cepa que sabe a vinagre. El eje que sostiene el armazón de un sistema que hace agua mientras sus tripulantes gritan “¡Al abordaje!”

La madre de leche de una criatura ajena, adueñada del hogar que debería ser común. Madre política y madrastra, la mera madre de todo hijo antinatural y putativo de empresas, gobiernos y partidos engrandecidos por voracidad y avaricia. Viven y están a toda madre, porque atiborrarse ilícitamente les vale madre.

Mientras por acá hay que buscar partirse la madre para sacar lo indispensable, obtener lo necesario, laborar honorable y meritoriamente, estos no tienen madre. Y seguir así, ni madres. Porque continuarán así hasta que no les pongamos en su madre, ahora que decimos estar hasta la madre de su tanta poca madre.

Miden su triunfo por las fortunas que han cebado, recolectado y despachado, no por las formas y mecanismos para obtenerlas. Hijos del capricho como su propia voluntad, ajenos al castigo, someten al consumidor, al socio, el usuario, al ciudadano, hasta hacerlo aceptar un mandato distante a la razón, obligados a acatar decisiones ajenas que destruyen y maltratan el entorno propio, la circunstancia personal. La corrupción sujeta nuestra voluntad, y nos impone conductas que otorgan lucro y usufructo a los poderosos. La ley y la norma no se cumplen, y si se acatan es por cuenta y riesgo de cada uno de nosotros.

El corrupto es inconsciente de que los bienes públicos y colectivos no se endosan a su patrimonio personal. Actúa sin respeto, sin miramiento, sin vergüenza ni remordimiento. La costumbre de la impunidad frente a la corrupción viste de normalidad la vida cotidiana, se convierte en rutina, y rodea al corrupto de auras de obediencia y devoción ante quienes tienen por vocación la docilidad y el servilismo. Su deseo no es acabar con ellos, sino imitarlos, porque la falta de castigo hace del abuso algo aceptable, deseable, codiciado.

Somos tolerantes y benevolentes con el corrupto. Es claro ejemplo de que violar la ley reditúa ascensos en el escalafón político, personal, social y familiar. Predispone al fraude y minimiza la posibilidad del castigo. Si alguien los descubre, siempre queda el recurso de corromperlo y pedirle voltear para otro lado.

El corrupto es egoísta, vanidoso. Se piensa infalible, se siente invulnerable, se cree inmune, se vuelve temerario, jactancioso. Se dedica a ostentar la apariencia del sujeto exitoso, no le interesa servir de ejemplo efectivo de valores éticos y cívicos. Su único principio es la permanencia, la huida antes que la renuncia.

La convivencia del corrupto con los otros se basa en la satisfacción de su ego. Estatutos, códigos y reglamentos no son requisito, sino obstáculo. No acepta que hace un mal, pregona que reproduce lo inevitable. Viven convencidos de que son seres superiores. Exigen admiración, no necesitan respeto. Lo suyo es la arrogancia, al fin y al cabo criaturas egoístas. Su estrategia es primitiva, elemental, ordinaria. Manipular, explotar, usar, aprovechar, plagiar, violar derechos de otros y poner su ambición por encima de la ley y los derechos de los demás. La culpa siempre es del otro, y si se sorprenden descubiertos, se avergüenzan de no haber sabido evitarlo, no por la pública exhibición de sus perversidades. Si se arrepienten de algo, es de no haber sido más corruptos.

Son individuos tan rutinarios como anormales y patológico. Una transgresión de la ley que enferma a la sociedad, síntoma de una convivencia enfermiza, antisocial, trastornada por la especulación, la mentira y la ambición como incentivos para obtener metas y objetivos. Una sociedad custodiada por la corrupta madre de todos estos males.