Fernando Azuara es xalapeño, pero nació en Tabasco y fue creciendo a lo largo del país. Desde niño ha vivido en Xalapa, donde se formó como músico entre iglesias, conservatorios, talleres y huesos, muchos huesos. Fue bajista del Combo Ninguno durante 22 años, y hace diez años formó una orquesta infantil de música latina: la Big Band Latin Veracruz.
De Alto Cedro voy para Marcané; llego a Cueto, voy para Mayarí
Yo nací en Villahermosa, Tabasco, pero fue un accidente geográfico. Mi papá era agrónomo y trabajaba en el antiguo Banco Ejidal, que ahora es Banrural, y lo mandaron a abrir una oficina a Tabasco, donde vivieron cerca de tres años y yo nací ahí, pero cuando tenía un año, mis papás tuvieron que mudarse y comenzó un recorrido por todo el país, por la misma razón. Vivimos en Las Choapas, Pánuco, Tempoal, San Luis Potosí, el DF, y cuando llegamos aquí, a Xalapa, mi mamá dijo: “¿Sabes qué?, si tú quieres seguir, allá tú, yo aquí me quedo”, porque mi hermana mayor estaba a punto de entrar a la universidad y mi otra hermana a la prepa, entonces mi mamá ya no quería moverse, y nos quedamos aquí.
Mis papás vivieron en Emiliano Zapata, Tabasco, y se hicieron muy, muy amigos del ingeniero Heberto Cabrera, el papá de Javier Cabrera. La amistad fue tan estrecha que nosotros nos decimos primos, no por lazos de sangre, sino por los lazos afectivos de nuestros padres.
Yo le agradezco mucho a mi papá que me haya inculcado la música de manera inconsciente, porque él era un gran melómano y su frustración más grande fue no tocar un instrumento, entonces vivía rodeado de música. Yo recuerdo despertar en las noches o en las madrugadas y oír música; todo el tiempo había música. En aquel tiempo había unos señores a los que llamaban “cancioneros”, que tocaban la guitarra y se sabían todas las canciones, y mi papá tenía contratado uno, casi de planta, casi vivía en la casa. Cada fin de semana había reuniones de bohemia en mi casa, con locutores y varios invitados que declamaban, cantaban, y todo eso.
No lo van a impedir las golondrinas…
Cuando ya vivíamos en Xalapa, Javier Cabrera se vino a estudiar acá, y como no tenía dónde hospedarse, llegó a vivir con nosotros. Vino a presentar examen para el conservatorio, en aquel tiempo todavía no era Facultad de Música. Yo estaba en cuarto año de primaria y también me dieron ganas de presentar el examen.
Presenté el examen para piano porque el piano, el violín y la guitarra son los instrumentos que uno conoce de chamaco y los agarra por default; además, mi papá me había comprado un órgano melódico, de esos que se pusieron de moda en la época de Juan Torres. Mi papá siempre quiso que alguien tocara; en la casa siempre hubo flautas, guitarras, órganos, porque como él no tocaba nada, quería que alguien tocara.
Presenté el examen y lo aprobé, pero no me queda claro por qué razón no entré, quizá porque mi mamá nunca estuvo de acuerdo; no quería que hubiera un músico en la familia, a pesar de que ella en su juventud estuvo en una compañía de danza de Bellas Artes y mi abuelo era también un súper bohemio que tocaba la guitarra y cantaba.
¿Conoces el camino a San José?
No entré al conservatorio, pero se me quedó el gusto. Empecé a tocar guitarra aprendiendo con las revistas de Guitarra Fácil. Pasó el tiempo, y ya en la adolescencia, unos amigos me invitaron a entrar a un coro de iglesia; tengo que reconocer que nunca he sido muy devoto, el atractivo era que tocaban con instrumentos eléctricos, tenían guitarra, bajo, batería y nosotros nunca habíamos tenido acceso a eso. Era el coro de la Iglesia de San José, que ha sido cuna de muchísimos músicos xalapeños. Ahí conocí el bajo y empecé a tocarlo de oído. Yo siempre he dicho que el bajo es como el patito feo, porque nadie sabe qué es; es así como la guitarrota, y normalmente le entras al bajo cuando ya estás grande y ya pasaste por la guitarra o por algún otro instrumento.
De los graphos a los bajos
En ese tiempo se hacía el propedéutico y yo entré a estudiar el prope para la Facultad de Arquitectura, porque mis papás, mi mamá sobre todo, decía que si quería, que aprendiera a tocar un instrumento, pero que debía estudiar una carrera. Cuando terminé el propedéutico entré a trabajar con el arquitecto Antonio Cárcamo, como dibujante, y ya que estaba yo ahí, sentado en el restirador y que tenía que ir todos los días, me di cuenta que yo no podía pasar el resto de mi vida en un restirador, o sea, eso no era para mí. Recuerdo que fui a buscar a Javier Cabrera al café de La Parroquia, que era el centro de reunión de los artistas de Xalapa, y le dije: “¿Sabes qué?, yo no puedo seguir ahí, en la Facultad de Arquitectura”, y me dijo, “pues salte”. Entonces tomé la decisión y fui a la Facultad de Música, pero ya estaba pasado de la edad, tenía como 18 años. El director era el maestro Enrique Velasco, guitarrista, y me dijo: “mira, si quieres presenta el examen, no pagues el arancel, y si lo pasas, te inscribes. Pero, obviamente, te vamos a poner un examen más complicado que el de los niños”. Total que presenté el examen, lo pasé, me inscribí, y fui a buscar otra vez a Javier y le dije: “ahora, acompáñame a decirle a mis papás que ya no estoy en Arquitectura, y que ya estoy en Música”. Javier lo recuerda y se ríe mucho porque fue como el gran caos en mi casa, yo creo que fue peor que si una de mis hermanas hubiera salido embarazada (risas).
De la tierra de las flores, yo les traigo este cantar; con trinos de ruiseñores y con arrullos del jazz
Cuando entré a la Facultad de Música ya conocía el Orbis Tertius e iba a los conciertos; en esa época estaban el maestro Memo Cuevas, Franco Bonzagni, Humberto León, Lucio Sánchez, Adolfo Álvarez y Javier Cabrera. Por Javier había conocido los proyectos de Camaleón, Mefistófel y todos esos grupos.
Además de la facultad, yo quería tomar clases con Lucio y me presenté con él. Hay que agradecerle a Lucio que jamás le ha cobrado un peso a nadie; siempre que alguien le pide clases, su respuesta es: “claro que sí, nada más te pido que seas cumplido”.
Empecé a tomar clases con Lucio y un día me dijo: “oye, hay un grupo de salsa que necesita un bajista”, pero yo nunca había tocado salsa, ni la conocía, y le dije yo no sabía tocar salsa; me contestó que él tampoco, pero estaba tocando ahí. Fernando Natarén, el bajista del Combo Ninguno se había salido del grupo y Lucio había entrado a cubrir el puesto, mientras conseguían un bajista de planta. Por cierto, Fernando Natarén es también es de los músicos que salieron del coro de la iglesia de San José.
Algo muy chistoso que me dijo Lucio, que aunque él dice que no se acuerda, a mí me funcionó, fue: “mira, no quiero que quedes, pero si no vas a probarte, yo ya no te sigo dando clases; paso por ti tal día y vamos”.
El ritmo que nos mueve el corazón
Pasó por mí en ese carrote negro que tenía, que parecía batimóvil; iba con él Marcelo Dufrane, que en ese tiempo era violinista del Combo. Cuando llegamos, Leonardo Ortiz me preguntó si sabía leer y le dije que sí, pues yo leía en la facultad. Me puso un papel y comenzamos a tocar, y nada, cero; o sea, sí leía yo, pero encerrado en un cubículo, con el metrónomo y lo que se hace en la Facultad de Música, pero ya en el “hueso”, pues no. Antes de eso yo ya había tocado en un grupo de baile, el Dos más Uno de los hermanos Perea, pero ahí te daban el disco y te pedían que sacaras las piezas de oído; pero ya leer un papel, pues no, resulta que no leía.
Cuando me presenté en el Combo Ninguno y no pude leer en el primer ensayo, todos los músicos, excepto Chucho Hernández, dijeron: “nosotros no ensayamos con él, hasta que ya tenga puestas las canciones”. Debo agradecer a Leonardo que me echó la mano; no sé si porque no había bajistas o porque realmente me quería ayudar. Todos los días ensayaba con Leonardo Ortiz y con Chucho Hernández, hasta que me quedé en el grupo.
Una vez surgió una gira a Oaxaca y a Cancún, y había que estar dos o tres meses fuera; entonces me di de baja temporal en la Facultad de Música y me fui, pero después de esa gira apareció otra, y otra, y otra. En esa época la salsa no pegaba aquí en Xalapa, entonces había que salir a buscar trabajo a los centros turísticos.
Pasó el tiempo y seguí en el Combo, y tuve la fortuna de que ahí había muy buenos músicos de los que aprendí mucho, como Jaime León, El Marro, que me enseñó lo de la clave. Un tiempo estuvo Sergio Martínez, El Picos; en esa época me entró la cosquillita de escribir arreglos, y él me dio muchos consejos y me empezó a enseñar y a decir cómo hacerlo. Alguna vez me tocó compartir la habitación con Marcelo Dufrane, que es un violinista muy disciplinado para estudiar; él se levanta y se pone a estudiar, entonces, por imitación, yo también empecé a hacerlo. También estuvieron Javier Cabrera, Helio García, en fin, se me escapan nombres. Tuve la fortuna de entrar a un grupo en el que yo era el novato, el que no sabía, y había muy buenos músicos de los que aprendí. Al mismo tiempo, seguí tomando clases con Lucio.
Lo de los arreglos lo aprendí de manera casi autodidacta, pero con el apoyo, la asesoría y los consejos de muy buenos músicos; estuve un tiempo tomando clases con Franco Bonsagni; después tuve un acercamiento con Luis Martínez, que ahora es director de la Orquesta de Salsa, y que también ha escrito muchos arreglos.
Estuve 22 años en el Combo Ninguno, de 1988 a 2010.
(Continuará)