Entre mis aficiones está la fotografía. Hace algunos años tomé un curso de fotografía en la calle, género que se diferencia del fotoperiodismo en que, mientras el fotorreportero va tras un objetivo específico, el fotógrafo de la calle anda por la ciudad, cámara en mano, en busca de lo que Cartier-Bresson llamó ”el momento decisivo”. Quien camina por cualquier ciudad con los ojos bien abiertos descubre una gran cantidad de escenas de la cotidianidad, dignas de ser fotografiadas; yo he presenciado muchas y otras tantas me han sido referidas por amigos a los que siempre termino envidiando; una de ellas me la regaló Adolfo Álvarez, hace ya varios años. Se trata de una imagen absolutamente cinematográfica que le he pedido que me repita, para que las inevitables distorsiones propias de la memoria, emanen de la suya, no de la mía.
En la espalda de la mujer de Lot
En una ocasión, cuando estaba en el Cuarteto Mexicano de Jazz, tuvimos un paquete de giras inolvidables, maravillosas, en los años 75-76; fueron 200 audiciones que nos compró Bellas Artes para hacer en dos años. Es la única vez que me he sacado la lotería porque era lindo, emocionante y bien pagado; y nos divertimos mucho. Eran por todo el país, fue un convenio entre Bellas Artes y Comisión Federal de Electricidad, era muy interesante; se suponía que iríamos por zonas pero, gracias a nuestra muy mexicana manera de planear, a veces nos tocaba hoy Tijuana y mañana Campeche y después Mexicali; entonces era un viajar impresionante.
En una de esas giras, recorriendo Baja California, llegamos en avión a La Paz, de ahí bajamos a Los Cabos, regresamos a La Paz y nos dieron una camionetita, que nosotros mismos manejábamos, para subir hasta Tijuana; sin ser deportistas hicimos la famosa Baja 1000, pero tocando jazz, en 1976; entonces pues era muy interesante. Aquello era el desierto, no había lo que hay ahora ni de gente ni de infraestructura, ni nada.
Esa gira fue un tanto alucinante, para nosotros era un poco como andar en la luna, y las ballenas y paisajes desérticos de horas. Cuando llegamos a las salinas de Guerrero Negro, a la gente que tenía que organizar el concierto le había llegado un telegrama o un radiograma o alguna cosa así; una información de que ese día íbamos a llegar y que íbamos a tocar ahí para toda la gente de las salinas de CFE y ellos dijeron, “bueno, pues si vienen a tocar, pues toquen, bienvenidos”; pero no había ni dónde; por ahí salió un ingeniero que dijo que ya que les mandaban algo desde México, pues había que hacer un escenario y le puso un toque de magia al asunto. Dijo: “bueno, pues si aquí lo que tenemos es sal, pues hagamos un escenario de sal” y con las máquinas maravillosas que tienen ahí, hechas de manganeso, de aluminio o de no sé qué para que no se oxiden, armaron un bloque de sal que tenía como 10 por 10 metros y como un metro de alto, después lo regaron con agua de mar, lo dejaron al sol y, un rato después era un grano de sal de ese tamaño y ahí subimos con nuestros instrumentos, y ahí tocamos.
(CONTINUARÁ)