Cuando alguien decide dedicarse al periodismo, que es algo que sucede por lo general en los inicios de la juventud, la elección por lo general va acompañada de los mejores deseos de informar con veracidad y apegado a la realidad.

Difícilmente un mentiroso crónico, que los hay, toma el camino de la vocación periodística, porque ésta exige honestidad, ética, moralidad.

Ser reportero o editor o columnista o articulista (para enumerar las subdivisiones del ejercicio periodístico en orden de importancia y aparición) infiere que hay un apego a ciertas reglas del juego de la comunicación de masas, y que la más importante es decir siempre la verdad, lo que se aplica también para la comunicación más íntima o privada.

Le doy vueltas al asunto porque en esta época navideña y de reflexión he andado pensando cómo es posible que haya personas que se dicen profesionales del periodismo y sean solamente unos charlatanes, que venden su pluma a cualquier postor, siempre y cuando sea más o menos jugoso el soborno.

No, afectuosa lectora; no, afectado lector… no pienso seguirme aquí por el camino de las buenas intenciones fabuladas, y menos me atrevería a tratar de hacerme pasar por un ángel de la guarda de la verdad periodística, sobre todo porque se me hace algo aburrido e inútil. Pero sí puedo afirmar que nunca he publicado algo que no crea que es verdadero, aunque haya podido equivocarme.

Puedo afirmar que en todo el tiempo que he dedicado al periodismo sin dejar de hacerlo un solo día (no es lo mismo ser periodista durante 40 años que haber sido periodista hace 40 años) he tratado -al menos en el terreno del propósito- de buscar la verdad, de hallar la verdad, de decir la verdad, de revelar la verdad.

La experiencia que me ha quedado en todos estos años, es que finalmente cualquier comunicador termina diciendo “su” verdad -“porque todo es según el color del cristal con que se mira”, que dijera Campoamor-, pero siempre su verdad y nadamás que su verdad.

Y esos son los más y esos son los exitosos y esos son lo que acuñan el tesoro mayor que se puede alcanzar en este oficio:

La credibilidad.

Trato de imaginar cómo piensa, cómo se justifica, cómo se perdona ese seudoperiodista que es capaz de inventar lo que sea con tal de alcanzar notoriedad.

Nuestro oficio trata de ser relatores de lo que sucede, de contar a los demás la realidad. Así que si inventamos algo y decimos que sabemos lo que no vimos, estamos yendo en contra de la naturaleza intrínseca de nuestro arte.

Y ahí se pervierte la razón de ser de la profesión, y quienes hacen este tipo de engendro no se pueden llamar profesionales, sino solamente escritores de libelos, libelistas.

Bien decía Voltaire en francés, porque hablaba ese idioma: “Les honnêtes gens qui pensent, dit-il, sont critiques, les malins sont satiriques, les pervers font des libelles” (en versión libre al castellano, pero apegada: “La gente honesta que piensa son críticos, los malignos son satíricos, y los perversos escriben libelos”).

Yo no sé cómo pueden vivir así con su conciencia. O más bien pueden vivir así porque no tienen conciencia.

Pero lo cierto es que la realidad y la historia terminan por ponerlos en su lugar, aunque crean que se merecen la inmerecida fama de que por poco tiempo disfrutan… y por sus obras los conoceréis.

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