Hacia finales de los años setenta, yo estudiaba en la Ciudad de México. Vivía en la Colonia Juárez, en una casa de pupilos en la que compartía la habitación con un amigo de la infancia que ahora es periodista prominente e inédito poeta. Teníamos 17 años, la edad en que todos somos poetas. Para invocar a las musas reuníamos, de inimaginadas maneras, los 17 pesos necesarios para agenciarnos un par de cafés y una cajetilla de Viceroy en el Vips de la esquina (cuando la buena fortuna acudía a nuestro encuentro, alcanzaba para una orden de molletes que pedíamos en dos platos), ahí pasábamos noches enteras fatigando cuartillas con nuestros versos adolescentes, adolecientes.

Después se cambió de casa y dejamos de vernos durante mucho tiempo. Yo no conocía el Parque Hundido, él me había recomendado especialmente el Audiorama, un lugar muy apacible, casi solitario, sonorizado con música clásica, el espacio idóneo para leer y para dar rienda suelta al bolígrafo de a peso. Empecé a visitarlo esporádicamente para combatir el letargo de las tardes con la universalidad de Whitman, la profundidad de Eliot, el erotismo de cummings, la estridencia de Allen Ginsberg.

Un día me dirigía a CU por la Avenida Insurgentes, al pasar por el parque, tras la ventanilla del camión atiborrado entreví un ángel amarillo, se trataba de una estatua viviente, de esas a las que recientemente les ha dado por ornar la calle Enríquez y el Parque Juárez. Me gustó mucho su pelo.

Un par de días después, volví al parque y en la entrada estaba la estatua. Era una mujer joven. Estaba sentada en una banca azul, ataviada con un saco, un gran moño de frac, guantes, un bastón, una bolsa colgando del brazo, sombrero y lentes oscuros, todo en tonos sepia, casi dorados. A su lado había un letrero: Un domingo de abril. Pensé en la pesadumbre dominical tan atinadamente descrita por José Emilio Pacheco: el domingo culpable. Recordé el verso más célebre de Eliot: Abril es el mes más cruel, y concluí que, efectivamente, un domingo de abril tendría que ser crudelísimo y su actitud de tedio lo confirmaba. Aunque la soledad se vista de seda, soledad se queda, pensé, y me fui al Audiorama. Todos los Pessoa iban conmigo. Cuando salí, ya no estaba.

Volví al tercer día, esa vez era azul, tenía el rostro craquelado y el pelo cubierto con un paño. Pude ver los ojos que la vez anterior camuflaron los lentes, eran verdes, muy grandes y tenían una expresividad anómala.

Pensé que el gran reto de un escultor es darle vida a los ojos pues, en buena medida, la vida de una escultura está en la veracidad de la mirada y me pregunté si una estatua viviente no tendría, por el contrario, que luchar por quitarle brillantez a sus ojos para ser más pétrea, más inhumana, pero ella, evidentemente, ni lo intentaba, más bien se valía de ellos para decir lo que le estaba vedado a la boca. Aunque estaba totalmente maquillada, se sabía que era una mujer muy bella: era alta, esbelta, se notaba que su piel era muy blanca y su pelo castaño, quizá muy claro. Blues, rezaba el cartel que estaba a su lado. Como la vez anterior, la representación era perfecta: tenía el color de la nostalgia, las grietas del dolor, la honda mirada del sufrimiento; era el blues.

El tercer encuentro fue impactante, estaba tumbada en el pasto, en posición fetal, maquillada en negro, con unas mallas que la hacían parecer desnuda. Con sus manos cubría la región púbica, que estaba manchada de rojo, y su mirada era desgarradora, era la mirada del horror. La Violación, decía el letrero.

La Prisión fue la escena del día siguiente, nuevamente representaba el papel de una negra. Asía un par de barrotes imaginarios y sus ojos dibujaban la representación más vívida que he visto del rencor. Por primera vez tuve el valor de enfrentar su mirada, pero era tan fuerte, tan desgarradora, que tras unos segundos se volvió insoportable y la evadí.

A partir de ese día, acudí con asiduidad. Invertía, cotidianamente, un par de horas vespertinas para verla, sólo para verla, cambié el quehacer de la lectura por el de la absorta contemplación.

Cuando alguien se aproximaba a darle una moneda, aprovechaba el momento para agradecer y cambiar de posición, la operación tardaba unos segundos, lapso en el que nos veíamos fugazmente. Yo sentía que quería decirme algo, no estaba seguro, pero sí era evidente que se había establecido una suerte de complicidad. Era viernes, el fin de semana estuvo ausente.

El lunes la encontré vestida de blanco, con un tocado de gardenias y un micrófono en la mano. Representaba a una cantante negra. Harlem, decía el letrero. Ese día pasó algo especial, en el momento del cambio de posición, me señaló con la mirada un sobre que estaba colocado en la banca azul. Lo tomé antes de partir y la ansiedad me hizo abrirlo en el camión que me llevaba a la Glorieta Insurgentes. Contenía una letra “D” que había sido recortada en cartulina y forrada, a manera de collage, con materiales muy diversos: tenía recortes de revistas, un pedacito de papel terciopelo, el envoltorio de un dulce, un pedazo de lija y un pétalo seco. El objeto me provocó una gama de sensaciones, era muy visual pero también muy táctil, parecía formar parte de un braille secreto.

El martes volvió el horror, había colgado una soga de la rama de un árbol, en un extremo había una gaza que colocó sobre su cuello. Representaba a un ahorcado, también negro. Sus ojos estaban cerrados y su expresión corporal era sorprendente, realmente parecía pender, flácidamente, sin vida. Me llamó mucho la atención el título: Extraño Fruto. Ese día no hubo mirada ni hubo letra.

A partir del miércoles volvieron los sobres: me fue entregando una “l”, una “t”, una “g”.

El fin de semana las ordené respetando el orden en que me habían entregadas. Formaban una palabra sin sentido: “Dltg”

El lunes siguiente no apareció, tampoco el martes. El miércoles me preocupé e hice toda clase de conjeturas: pensé en una enfermedad, pensé en un accidente, en fin, pensé mil cosas. Evidentemente faltaban letras, sentí que debía encontrarla, que algo había quedado trunco y debía completarlo. Recorrí los lugares donde pensé que podría estar, fui a Coyoacán, fui a CU, fui a la Alameda. Caminé por todos los rincones del pajar en busca de una aguja que no volvió a dejarse ver. Nunca más supe de ella.

Al año siguiente decidí venirme a estudiar a Xalapa y no volví a la Ciudad de México en muchos años. Al cruzar la última caseta de cobro, tuve esa sensación agridulce de la mudanza, caminaba, excitado, hacia mi propia reinvención pero dejaba amigos, vivencias y, sobre todo, en esa ciudad desmesurada se quedaba un gran misterio expresado cuatro letras: “Dltg”. ¿Qué letras faltaban?, ¿cuál era el mensaje que quedó inconcluso?, ¿qué debí hacer? Ya no importaba, las luces de la ciudad se alejaban difuminándose a mi espalda. La pérdida se consumaba.

Seis o siete años después empecé a interesarme por el jazz y a escudriñar las biografías de sus hacedores. Hasta entonces supe que la estatua había representado la vida de Billie Holiday, pero jamás tuve el menor indicio del mensaje cifrado.

Llegué a Xalapa hace treinta y cinco años, desde entonces la he habitado en todos sus rincones. Cuando uno llega es trashumante consuetudinario. Las cuarterías, las casas de pupilos, los departamentos paupérrimos siempre están llenos de inconvenientes, uno los habita dos o tres meses y se va en busca de otro y otro y otro. Los abandona con la certeza de que siempre hay baratijas disponibles y con la facilidad de que, en esos días, una maleta basta para contener el universo. Después son dos maletas y algunas cajas, y un día requerimos un camión porque, sin darnos cuenta, nos hemos llenado de cosas que jamás imaginamos. Entonces despertamos sitiados por objetos que atesoramos, aunque muchos de ellos sean innecesarios.

He acumulado muchas cosas, he perdido otras pero las letras de la estatua me han acompañado durante estos treinta y cinco años y han envejecido conmigo, han perdido su brillantez y su epidermis ya no es lozana pero siguen ahí y algunas de esas madrugadas en las que el insomnio libera mis fantasmas, vuelvo a ellas con la convicción de que algún día, no sé donde, voy a encontrar las que faltan.

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