«Soy memoria y la memoria que de mí se tenga» escribió, me parece, Elena Garro, creo que en La casa junto al río. No lo recuerdo con precisión y no puedo corroborarlo porque no tengo el libro a la mano, pero sí tengo el Libro de la risa y el olvido de Kundera, novela que compré el 24 de diciembre de 1988 en Mérida, Yucatán, lo sé porque tengo el hábito de poner fecha y lugar de compra a mis libros. Releí el inicio, cito la entrada del segundo capítulo:

«Estamos en 1971 y Mirek dice: la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.

«Quiere justificar así lo que sus amigos llaman imprudencia: lleva cuidadosamente sus diarios, guarda la correspondencia, toma notas de todas las reuniones en las que analizan la situación y discuten sobre lo que puede hacerse».

Después me quedé dormido y soñé que alguien plantaba un árbol que fue creciendo poco a poco, lluvia a sol, invierno a primavera. Cuando alcanzó un metro de estatura dio su primer fruto, un fruto pequeño, muy dulce, con un sabor que extrajeron las raíces de los ingredientes de la tierra y del agua del subsuelo. Siguió creciendo, al año siguiente medía dos metros y dio tres frutos. Eran más grandes y más jugosos porque las raíces también habían crecido y alcanzaban nutrientes más profundos. Así pasaron los años y el árbol fue creciendo y dando más y mejores frutos.

Un día, alguien tundió el tronco a machetazos y rompió la conexión entre las ramas y las raíces. El árbol ya era muy alto y los frutos muy grandes y carnosos, pero fueron perdiendo su sabor y su sustancia. Recibían nutrientes del subsuelo pero lo ignoraban y se volvieron arrogantes, creían que estaban ahí nada más que por sus méritos, por una grandeza que les fue dada porque eran elegidos, iluminados, tocados por los dioses. Y no quisieron volver a mirar el suelo. Y en ese viaje sin sentido, perdieron la memoria y memoria nunca fueron.

Y cuando desperté, ya no estaban ahí.

La semilla fue el Combo de Guillermo Cuevas, quinteto de jazz que debutó en 1966 en el extinto Café Cristal que se ubicaba en la esquina de las calles Primo Verdad y Zaragoza, en el edificio ocupado actualmente por la Fundación Dondé. Al año siguiente nació otra rama, THNB, banda que fructificó de 1967 a 1969. En 1970 apareció Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, agrupación de gran formato conformada para una única actuación, un congreso nacional de escuelas de arquitectura realizado en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Veracruzana. En diciembre de ese mismo año, la agrupación simplicó su formato y su nombre, y se presentó como Orbis Tertius, quinteto integrado por Guillermo Cuevas en el piano, Rafael Jiménez en la trompeta, Humberto León en la guitarra, Lucio Sánchez en el bajo y Rodolfo Rodríguez en la batería. En 1975, Orbis Tertius se integró formalmente a la Universidad Veracruzana; como sabemos, sobrevive hasta la fecha y es el grupo de jazz más longevo del país.

Entre los años setenta y ochenta estalló un boom, se formaron muchos de esos grupos efímeros que si bien duraron poco, colaboraron al desarrollo del movimiento. Cuatro décadas después, en 2008, nació JazzUV, institución que ha tenido un gran crecimiento en solo una década y hoy se ubica entre las mejores escuelas de jazz del país.

Conozco todos estos datos porque he indagado durante décadas, recogido testimonios orales de los protagonistas, convivido con ellos, seguido de cerca el movimiento. He publicado muchas entrevistas, algunas crónicas y otras cosas, pero acaso son insuficientes para mantener la conexión entre las raíces y las ramas que se multiplican de manera cada vez más vertiginosa.

En 1987 se produjo el primer testimonio palpable, el disco Festival, un acetato de 33 revoluciones por minuto grabado por un octeto que formó Lucio Sánchez para interpretar su música. He preguntado a muchos jóvenes si lo conocen y no he tenido una sola respuesta afirmativa. No sé cuántos ejemplares anden por ahí, en las colecciones de los tercos o de los nostálgicos, no sé cuál será su destino, ignoro qué lugar ocupa el disco en la memoria de una ciudad melómana y diletante.

A nadie le importa, ni siquiera a mí, la fecha y el lugar exactos en que compré El libro de la risa y el olvido, pero el dato está ahí por si algún biógrafo de la novela, o de ese ejemplar, lo requiere. Le pregunté a don Google si acaso recordaba aquella línea de Elena Garro, como es un señor tan memorioso me dio la cita exacta:

«Aquí estoy, sentada sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra. (…) Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga»

Es el íncipit de Los recuerdos del porvenir, no pertenece, como yo mal recordaba, a La casa junto al río. Tenía la certeza de que había brotado de la pluma de una escritora mexicana, pero pude suponer que correspondía a Balún Canán o a algún relato de Ciudad Real de Rosario Castellanos, a El libro vacío de Josefina Vicens, o a cualquier novela de Luisa Josefina Hernández. Pude poner una cita falsa que alguien convirtiera en «meme» y multiplicara el error y la ignorancia. Para mi fortuna, hubo una fuente que impidió el dislate. Por eso es importante resguardar la memoria en documentos, porque la lucha contra el olvido es la la lucha contra la opresión, porque somos —como entes individuales y como entes sociales— nuestra memoria y la memoria que de nosotros quede.

La historia de Festival se tiene que decir y muy pronto —lo sé de buena fuente— se dirá. Por acá se los haré saber, estén pendientes.

 

 

 

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