Como muchos chilenos, tras el golpe de Estado, Raúl Gutiérrez tuvo que salir de su país. En esta entrega nos narra su recorrido por varias ciudades europeas, Nueva York y Cuba:
Amb un somni a l’espatlla
Cuando vino el golpe de Estado, cerraron el conservatorio de Santiago; además, me tocaba hacer el servicio militar, así que hui con mi primo; cruzamos la frontera de Perú y nos fuimos en un barco a Barcelona, porque mi padre vivía en España. Todavía estaba Franco.
En ese barco conocí a una muchacha alemana que fue mi esposa; ya me divorcié, pero tengo dos hijos con ella.
Barcelona es una ciudad maravillosa y cuando desembarqué había un gran movimiento de jazz. Conocí la famosa Plaza Real, el Jamboree. Me puse a trabajar en un drugstore de Barcelona y empecé a involucrarme con el incipiente taller de músicos de la ciudad, que ahora es una de las mejores escuelas de jazz en Europa. Ahí conocí a Tete Montoliu y a otros músicos importantes, como Francesc Burrull, que fue el orquestador de Serrat. Estuve un tiempo ahí y después decidí irme a Francia.
Tercera Residencia
En Francia me metí al conservatorio y descubrí algo maravilloso: un club de jazz que se llamaba el Hot Club de Lyon, cuyo presidente honorífico era Louis Armstrong. Era un club que estaba en un sótano; era pequeñito, pero tenía un bar y una programación maravillosa; abría jueves, viernes y sábado y, por ejemplo, los jueves había free jazz, los viernes, swing o bop, y los sábados, que era el día que más se llenaba, eran de dixiland.
Era un club de jazz de verdad, no era un restaurante como los que hay aquí, que al dueño le gusta el jazz; no, ese era un club de jazz donde la gente se sentaba en un banco, con su cervecita o su copa de vino, y lo pasábamos muy bien. Cuando había conciertos de estrellas americanas o europeas invitaban a Louis a ir a echarse el palomazo.
Entre la comunidad de músicos había un señor que se llamaba Raoul Breucker. Te recuerdo que la ciudad de Lyon, en Francia, históricamente vivía del diseño y la fabricación de seda, incluso hay un museo de la seda ahí; ya luego llegaron la Renault y otras cosas.
Este señor, por tradición familiar, era diseñador de seda, tenía mucho dinero y, de manera amateur, tenía un grupo que se llamaba Raoul Breucker y sus Siete Hermanos; tocaban los temas hit del repertorio de Count Basie, Illinois Jacquet y Duke Ellington; te estoy hablando de Take The “A” Train, C Jam Blues, Flying Home, Stompin’ at the Savoy, Crazy Rhythm, Sweet Georgia Brown, etc.
No sé cuál de los dos te dicta esta página
Yo, con mi chip anti guerra de Vietnam, con mi lado contestatario, empecé a tocar con los grupos de free jazz; pertenecí a un grupo que aún existe, La Marmita Infernal, con el que hacíamos conciertos de free. Ahí conocí al que ahora es un gran representante de la música avangardista francesa, Louis Sclavis, tenemos la misma edad. Junto con ellos fui fundador de la Asociación a la Búsqueda del Folclore Imaginario, la ARFI, en Lyon. Todas esas personas eran igual que las de mi época en Chile; para ellos, todo lo establecido era reaccionario y burgués; yo repetía, “ah, no, sí, claro, son burgueses y reaccionarios porque tocan tal y tal cosa”, pero en el fondo me hubiera gustado tocar como ellos.
Michel Portal, un gran representante del avangard francés, dijo una vez que él hacía free jazz porque nunca pudo aprender a tocar blues de verdad, y sí, yo era feliz, pero no estudiaba mis escalas y, en el fondo, tenía una gran añoranza de poder tocar standards, tocar Body and Soul como Coleman Hawkins; entonces era como dos personas, una que tenía un discurso y que tocaba un free vomitivo con el saxofón tenor, y otra oyendo a los grandes próceres del swing. Pensaba: “ah, qué lindo como tocan, me gustaría tocar así”.
Después abandoné Lyon y me fui a París.
¿Encontraría a la Maga?
En París había un grupo de un pianista que se llama Francois Tusque; también era como una propuesta cultural, como un taller musical donde se acercaban músicos de free, americanos, y músicos alternativos; entre ellos estaba Jo Maka, un saxofonista de Camerún; Adolfo Mingled, que tenía nombre alemán, pero era togogués; lo que pasa es que Togo fue la única colonia alemana en África. Estaba Bill Dixon, músico de free; también llegaba Don Cherry. Ahí conocí a Alain Brunet, que ha estado varias veces en Xalapa. Me involucré con todos ellos, pero fue Jo Maka el primero que me recomendó un libro de escalas. Me hice su amigo y le confesé mi dualidad; él me dijo que una cosa no excluye a la otra, y me recomendó un libro de Andy McGee, un profesor de Berklee. Aún tengo ese libro, dedicado por Jo Maka.
En París nació mi hija. Yo vivía de tocar en el metro; la única escuela de jazz que existía era muy cara y yo tenía que vivir. Fui tan feliz tocando ahí, porque en el metro de París conoces a músicos de diferentes partes del mundo; ahí conocí a los músicos que huían de los países comunistas que estaban detrás de la cortina de hierro; a músicos búlgaros que tenían una métrica rarísima; conocí gente de Madagascar; músicos de la reunión; músicos africanos; músicos árabes que llegaban con sus darbukas. Fue algo maravilloso y ahí empecé a abrir mi mente y a salir de la gaveta segregacionista que tenía yo con respecto a que esto es bueno, esto es malo, etc.; y ahí, alguien me mostró un disco de salsa; fue una etapa completamente loca. Incluso en la actualidad, escucho un disco de Archie Shepp y digo foooo; después escucho a Bobby Hackett y a Chucho Valdés, y luego oigo música de swing; al final me gustan tantas cosas, tanta música.
La Torre de Babel
En 1981 sucedieron dos hechos fundamentales para mi vida. Uno: que formé un grupo de salsa que se llamó Irazú, junto a Héctor Martigon, un gran pianista colombiano que ahora vive en Nueva York; César Granados, de Panamá, timbalero; Ramón Plaza, de Chile, bongosero; Imred Baica, de Hungría, bajista que, por cierto, no era el bajista de la agrupación, el titular era un negro de Aruba, Duli Richardson, que tocaba muy bien, pero era tan irresponsable; cuando se encontraba a una novia era capaz de desaparecerse y dejar todos los “huesos” tirados. Un día me dijeron que no iba a llegar a una tocada y dije “¿cómo?, sin bajista no podemos tocar”, entonces me presentaron a un bajista húngaro, con el cual aún conservo una gran amistad, y no dio ni una, no pudo tocar la música cubana, la música portorriqueña; la salsa le era muy difícil. Todos mis amigos querían comérselo; yo les decía: “el hombre está haciendo todo lo posible, es su primera vez, denle una oportunidad”. Hablé con él, se llevó los papeles, los estudió y duró como 10 años con nosotros. Eso fue porque yo traía en la memoria mis vivencias en París; el aperturismo y la convicción de que las músicas convergen.
Los géneros musicales son lenguajes que hay que aprender. Es como aprender un idioma; cuando uno lo aprende a temprana edad, es porque vive en la calle donde se toca ese lenguaje. A un rumbero cubano o a un niño que nació en Nueva Orleans, en Story Ville, obvio que se le va a hacer más fácil, porque es lo que está oyendo desde chiquito. Otras personas, como yo, aprendemos el lenguaje más tarde, pero lo importante es quererlo. En Irazú también estaba Roberto Manduzzato, de Italia. Eran las Naciones Unidas esa orquesta, y era muy divertido porque a veces ni nos entendíamos entre alemanes, húngaros, colombianos, chilenos, panameños. Teníamos un cantante, Guillermo Marchena, que era una cosa fenomenal; era de Curazao, su idioma materno era el papiamento, que es el patuá de Curazao; su segundo idioma era el idioma de la madre patria de ellos, es decir, como colonia holandesa, era el holandés; como vivía en Alemania, hablaba perfectamente alemán; hablaba inglés, por supuesto, porque en esas islas el inglés es el medio principal para comunicarse; y hablaba perfectamente el español. Era baterista de heavy metal, pero le gustaban la salsa y el bolero, es decir, era un tipo fabuloso.
Fue el primer caso que conocí de Sida, de eso murió. Cuando tiempo después fui a tocar con Afro Cuban All Star a Curazao, alguien del público se acercó y me dijo: “yo soy tía de Guillermo Marchena”. Le pregunté dónde estaba enterrado y me llevó al cementerio de ahí, de Curazao.
Con Irazú grabamos nuestro primer disco; de invitado estelar estaba un percusionista cubano, Tata Güines. Luego yo hice más discos, invitamos a Amadito Valdés, que fue la gran estrella del Buena Vista Social Club.
El jazz latino y su alfombra mágica
La otra cosa maravillosa que me cambió la vida en ese 1981 fue que yo estaba de gira con un grupo brasileiro, tocando el saxofón, y en la batería estaba un chileno, mi amigo Alfonso Valdés. Llegamos Finlandia, a un hotel que se llama Hotel Hesperia.
Los finlandeses celebran el carnaval de invierno, y llevaban salseros y grupos latinos; vi que íbamos a compartir, en la programación de ese carnaval, con la Big Band de Tito Puente. Conocí a Tito Puente, platiqué con él y me dijo: “oye, me falta un saxofón alto, siéntate ahí”, y me sentó en la orquesta; era la primera vez en la vida que yo me sentaba en una big band, y era de salsa. Fue como cuando a un niño lo sientan en una alfombra mágica, fue maravilloso. Ahí conocí a grandes músicos como Jimmy Frisaura, José Madero; había un bajista que era muy divertido, porque se quedaba dormido tocando el bajo, Milo Sierra; luego lo vi en Nueva York. Fue algo maravilloso y de ahí es que se me metió el bichito de hacer una big band de música afrocubana; por cierto, el destino me dio, con el tiempo, ser director de la Xalli Big Band aquí, en Xalapa, Veracruz.
Un rubí, cinco franjas, y una estrella
Con la Orquesta de Tito Puente me fui a Nueva York, estuve un tiempo ahí y me regresé a Alemania. Estando ahí visité Cuba por primera vez, obviamente me cambió la vida porque ahí conocí músicos como Amadito Valdés, Tata Güines; un gran orquestador que es el actual director de la Orquesta del Tropicana, Horacio González, el eterno desconocido; muchas veces la gente toca su música y no sabe que detrás de eso está la obra de un gran creador. Conocí a algunos de los grandes de la historia de la música cubana, como Rubén González, Luis Valiente Betún, Teresa García Caturla, Omara Portuondo; Omara me invitó a grabar con ella un disco que se llama La Novia del Filing, antes de que se hiciera famosa.
Me regresé a Chile en el año 95 y me puse a dar clases en la Escuela Moderna de Música, y un día recibí una llamada de Amadito Valdés, que me dijo: “Oye, Raúl, tienes que estar pasado mañana aquí, porque la orquesta de Buenavista Social Club se dividió en tres; yo me quedé en la banda que se llama Afro Cuban All Star, y el tenorista que tenían pensado, Carlos Averhoff, ex Irakere, no lo va a hacer porque decidió emigrar de Cuba, se exilió en Miami, y yo te propuse a ti; tráete el barítono”. Me fui para La Habana y me pasé siete años con Afro Cuban All Star. Estuvimos dos veces en Japón, dos veces en Australia, en muchos lugares; en fin, siete años, hasta que fue el atentado de las Torres Gemelas, ahí estuvimos parados algún tiempo.
En Cuba licenciaron los discos de Irazú, y yo tengo el orgullo de tener los discos de Irazú en un catálogo cubano, siendo una orquesta donde no había ningún cubano. Yo tenía los másters porque yo era el productor de los discos.
(Continuará)