Este lunes apareció publicada en Excélsior una columna de Ciro Gómez Leyva; la primera después de años de no hacerlo en medios impresos. Fue una columna breve, de apenas 209 palabras titulada “Un mes en su escondite”, donde sin mencionarlo por su nombre, habla de Andrés Manuel López Obrador y de su encierro tras dejar la presidencia de la República.
“Pasaron cuatro semanas, nada sabemos de él. Ninguna declaración, cero fotos, ni un post. Así es que, independientemente de lo que haga y planee y de en qué habitación se esconda, sigo creyendo que, por capacidad reflexiva o lo que fuere, avizoraba que, a partir de octubre, se hundiría en la fase del poder en que no se progresa, por el contrario. Y que lo menos dañino sería apagarse en una finca de días mojados, bochornosos, según el meteorológico”, dice el periodista en las últimas líneas de su texto.
Y en efecto, nada se sabe del tabasqueño que después de entregar la banda presidencial estuvo 24 horas en su casa de Copilco y luego puf… se esfumó.
En lo personal, pensé que emularía a Luis Echeverría que se sintió en la obligación de enmendarle la plana a su sucesor José López Portillo, hasta que éste lo envió a las Islas Fiji.
Y es que después de cinco años y diez meses de pararse de lunes a viernes frente a un micrófono, creí que sentiría la necesidad casi fisiológica de seguir hablando para justificar sus pifias, abusos de poder y sus mentiras. Pero no, el tipo simplemente se desvaneció.
Nadie lo ha visto en su rancho ni merodeando en algún café o centro vacacional. Nadie lo vio en Los Ángeles o en Nueva York viendo perder a los Yankees los tres primeros juegos de la Serie Mundial.
Aunque una cosa es que físicamente no esté visible y otra bien diferente que esté ausente.
Andrés Manuel está presente en el abandono del gobierno a Culiacán donde los asesinatos se cuentan por cientos desde el 17 de septiembre; en el desplazamiento de miles de chiapanecos que han tenido que abandonar sus hogares porque el gobierno estatal continúa abrazando a los delincuentes que siguen asesinando impunemente; en los hospitales donde falta casi de todo y en las farmacias donde el desabasto de medicamentos sigue matando a niños con cáncer.
Sigue presente en cada hogar de los 199 mil 621 hombres, mujeres y niños asesinos de manera violenta; en los hogares de los más de 50 mil desaparecidos y de los 7 mil secuestrados que se contabilizaron en su malhadado gobierno.
Como Dios que todo lo mira desde el cielo, el tabasqueño está presente en la refinería de Dos Bocas, el AIFA y el Tren Maya, tres obras en las que se tiraron a la basura de manera casi literal, 996 mil millones de pesos. Pero de las que sus tres hijos mayores se despacharon con la cuchara grande.
Andrés Manuel está en las carreteras cuarteadas y llenas de hoyancos, en las escuelas abandonadas a su suerte y en los cinco millones de mexicanos que dejaron de ser pobres porque subieron para abajo y ahora viven en pobreza extrema.
Pero sobre todo, el mejor presidente que ha tenido el país está en el salón Tesorería de Palacio Nacional, concretamente en las mañanas, detrás del desdén de Claudia Sheinbaum por los casi 2 mil asesinatos contabilizados en los primeros 28 días de su gobierno y detrás de su empecinado afán porque avance la reforma judicial que le dará el tiro de gracia a nuestra democracia.
Que no asome la cabeza es una cosa, pero de que sigue presente en la vida de México es una verdad tan grande como una catedral.
Andrés Manuel, “El invisible” sigue presente, más presente que nunca y en lo suyo: destrozando al país y sus instituciones; utilizando el poder presidencial (otorgado a una señora que está resultándole una excelente asistente) para vengarse de quienes lo mal vieron cuando fue opositor y de los jueces que votaron por su desafuero.
Si su invisible presencia sigue causando daño a millones de mexicanos, eso es algo que simple y sencillamente lo tiene sin cuidado.
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