Desde que era presidente electo, a Andrés Manuel López Obrador se le metió entre ceja y ceja encarcelar a los expresidentes Carlos Salinas y Felipe Calderón. A Salinas porque era para él el ejemplo más acabado de la corrupción imperante en el país. Y a Calderón porque nadie le quita de la cabeza que el michoacano le “robó” la presidencia en 2006.
Es tanto su encono por ambos que desoyó el consejo de sus asesores. “Una medida de esa naturaleza puede sentar un mal precedente ya que en seis años usted podría ser el próximo en ir a prisión”, le habrían dicho.
A ver, ¿cómo está eso? ¿Encarcelar al presidente más honrado y honesto que ha dado este país? Por Dios, ¿quién se atrevería a cometer tamaña injusticia?
Basado en esa premisa, López Obrador ordenó una discreta pero efectiva investigación sobre sus enemigos, pero contra lo que pudiera suponerse no les encontraron nada en firme como para armarles unas carpetas de investigación que los privaran de su libertad.
Los sabuesos del tabasqueño supieron que Salinas se quedó con la totalidad de la partida secreta, esos millones de pesos que cada sexenio reciben los presidentes para gastos varios, pero que no son gravados por el fisco ni aparecen en los egresos de la Secretaría de Hacienda.
Millones y millones que no están contabilizados, luego entonces no existen. Y si no existen, ni modo de culpar a nadie si desaparecen.
López Obrador se olvidó de Salinas al que dejó de mencionar en sus mañaneras, pero no de Calderón que se ha convertido en su patológica obsesión y sobre el que tiene enfocadas sus baterías desde hace 18 años.
Pero a Felipe no le encontraron ni una multa de tránsito sin pagar y para colmo, la investigación arrojó que ha sido uno de los presidentes más honrados en la historia del país, lo que enfureció al tabasqueño.
Su oportunidad de enchiquerarlo fue cuando se vio obligado a hacer aquella “consulta popular” donde le preguntaron a la raza de bronce si los expresidentes deberían ser juzgados (y eventualmente encarcelados), por actos de corrupción cometidos en sus gobiernos.
La raza votó abrumadoramente porque los juzgaran, pero a López Obrador le dio frío porque si encarcelaba a Calderón tendría que entambar a los cuatro expresidentes restantes, entre ellos a Enrique Peña Nieto, el único priista que verdaderamente lo ayudó a llegar a la presidencia.
A la espera de una mejor oportunidad, el tabasqueño se entretenía golpeando verbalmente a Felipe, mientras Felipe contestaba a los ataques desde sus redes. Pero se puso en guardia cuando Rosario Robles fue enviada injustamente a prisión por una venganza personal de Andrés Manuel.
Sólo cuando detuvieron en Estados Unidos a Genaro García Luna y López Obrador vociferó que Felipe era su cómplice, fue cuando éste hizo maletas y se fue a España. Más adelante contaría a un amigo que no quiso exponerse a que por una injusticia, el presidente lo enviara a prisión.
Frustrado y colérico porque en efecto quería encarcelarlo con cualquier pretexto, Andrés Manuel desquita su furia gritándole desde su tribuna matutina corrupto y narco presidente. Y lo ha hecho responsable de la violencia que existe en el país.
¿Tiene pruebas? Ninguna. De ser así ya habría solicitado su extradición.
Quienes al parecer sí tienen pruebas de presuntos malos pasos de López Obrador, son el Departamento de Estado de los Estados Unidos, el FBI y la DEA. Y estarían a la espera de que entregue la banda presidencial para “invitarlo” a que visite ese país en calidad de urgente.
Es decir, lo que no pudo hacer el tabasqueño en seis años y con todo el poder contra su más enconado enemigo, podría hacerlo con él la justicia norteamericana antes de que termine el año.
¿Será?
Quién sabe. Pero, qué cosas tiene la vida.
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