Santiago, en su Epístola, afirma que quien domina su lengua domina su persona. Santiago dice que la lengua, aunque pequeña, puede mucho, que es como una llama que puede arder bosques. La lengua es un fuego que puede manchar a toda la persona y la vida. La lengua puede servir para bendecir, pero también para maldecir y es como un veneno. La lengua refleja a la persona, lo que hay en su corazón, su sabiduría y su templanza.

Por otro lado, en la “Ontología del Lenguaje” se asume que la forma como vivimos remite a la forma como hablamos. El lenguaje puede transformar la realidad: hablar es actuar, el lenguaje es acción. Con mi palabra cambio el mundo. El lenguaje es transformador, generativo, creador. El lenguaje genera realidades: identidades, relaciones, compromisos, posibilidades.

La filosofía moderna, desde Nietzsche, Heidegger, Buber, Austin y Wittgeinstein, interpreta a los seres humanos como seres lingüísticos y que vivimos en el lenguaje. El lenguaje tiene un carácter activo y generativo: no sólo describe, también hace que sucedan cosas. Por eso el lenguaje es generativo. Los seres humanos nos creamos a nosotros mismos en el lenguaje. Cuando hablamos actuamos. Actuamos con nuestras afirmaciones, declaraciones, juicios, promesas.

En los últimos años ha circulado un libro que se ha vuelto muy popular, “Los Cuatro Acuerdos”, que curiosamente retoma lo que ya venía, desde hace dos mil años, en el Antiguo Testamento. Uno de esos consejos es el de “ser impecable con tus palabras”.

Digo todo esto porque en las últimas semanas hemos sido testigos o, mejor dicho, seguimos siendo testigos, de que la lengua y las palabras pueden ser armas y venenos que no sólo lastiman, sino que producen realidades que nos alejan de principios de convivencia humana.

Ahí están por ejemplo las hordas de la ultraderecha británica destruyendo la paz pública por su enojo contra los inmigrantes y las políticas de asilo, donde el problema no es la manifestación pública, sino el odio y enojo que están atrás de sus expresiones y lenguaje racista. Ahí también están las medias palabras y medias mentiras de un ególatra Trump que como energúmeno las avienta a una candidata negra y todo lo que ello produce y daña en una nación dividida no por la política, sino por el odio racial. Ahí está una escena artística en la inauguración de los Juegos Olímpicos que desata una pléyade de insultos y de intolerancias de todo tipo. Ahí está también, magnificado y extrapolado, el odio ya no sé si misógino, homofóbico, etc., hacia una persona por su apariencia, sexo, color, género, etc., en los casos de una boxeadora argelina o de una judoka mexicana. O la estulticia de alguien que vandalizó una pintura italiana de una atleta negra al cambiarle el color de la piel. Y ahí tenemos y padecemos impunemente a un omnipotente Elon Musk atizando a través de “X” (Twitter) a diestra y siniestra el odio racial, misógino y conservador de poblaciones y países enteros.

Todos estos son ejemplos de cómo hoy en día el lenguaje crea realidades a través del internet y de las redes sociales que se proyectan como verdades en las personas y sociedades.

La humanidad estamos transitando una nueva era. Así como fue el cambio del nomadismo a la agricultura, el cambio con la invención de la escritura y los alfabetos, el pensamiento griego, la invención de la imprenta, la revolución industrial, las invenciones de la era moderna en medicina, comunicaciones, etc., hoy vivimos sin marcha atrás un nuevo tipo de ser humano inmerso en la era del internet y de la inteligencia artificial.

Parafraseando a Marshall Berman en “Todo lo sólido se desvanece en el aire” como una perpetua desintegración del mundo en la vorágine de la modernidad, hoy vivimos en una permanente y esquizofrénica hiper-integración de miles de realidades e interpretaciones simultáneas que compiten por nuestra atención, captación, interpretación, en la que el lenguaje y las palabras, aunque efímeras, provocan reacciones inimaginables en las personas y en el mundo unido simultáneamente por la palabra y la lengua de una o de millones de personas.

Recientemente ví una extraordinaria película: “Freud’s Last Session” (La última sesión de Freud) basada en el libro “The Question of God” (La cuestión de Dios), escrito por Armand Nicholi y protagonizada por Anthony Hopkins y Matthew Goode. Trata del encuentro y conversaciones entre C. S. Lewis y Sigmund Freud. En realidad, no se sabe si ese encuentro sucedió, pero los biógrafos de Freud señalan que poco antes de morir, Freud se reunión con un académico de Oxford, y que probablemente se trató de C. S. Lewis.

Los dos genios intelectuales del siglo XX son referencias obligadas sobre la reflexión del poder de las palabras, del lenguaje, y la película registra y refleja muy bien esa capacidad intelectual de ambos. Para mí, la película, más allá de la fuerza intelectual e histórica de estos dos extraordinarios pensadores, plasma maravillosamente el poder del lenguaje en la búsqueda de los seres humanos por el sentido y significado de la vida y de la creencia en la existencia de Dios. No es un debate solamente moral o moralista, es un debate íntimo y personal sobre lo que nos hace humanos, lo que nos hace las personas que somos.

Para mí, en este momento de la humanidad, si las palabras y el lenguaje no van acompañados de una reflexión profunda sobre el sentido de la vida, de la existencia, de la muerte, de la realidad y, sobre todo, de la humanidad, se vuelven vacías, sin contendido, sin sentido, sin amor. Somos responsables de nuestras palabras y de nuestro lenguaje, más hoy en día que vivimos enganchados en aparatos inteligentes en un mundo no muy inteligente.