Lucha sucesoria y hartazgo social
No hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. Y tras las elecciones del pasado domingo en el Estado de México y en Coahuila, tal como se anticipaba, hemos entrado de lleno a la recta final de la sucesión presidencial.
Morena, el partido en el poder, adelanta las piezas y fijará este próximo domingo las reglas para elegir a su candidato, lo que conlleva la renuncia o solicitud de licencia de quienes aspiran a la nominación, situación que comienza a darse como todos sabemos y que a partir del lunes 12 deberá estar solventada. Mientras que la coalición opositora aún sigue pensando cómo va a afrontar este crucial proceso, sin ponerse aún de acuerdo en los términos, reglas y perfiles al interior de cada fuerza política.
Los ánimos se encienden, la lucha política se calienta y los afanes de los grupos y corrientes son ostensibles en el objetivo de lograr la tan ansiada candidatura presidencial que presentarán a la ciudadanía para buscar su respaldo para los comicios del próximo año.
Es un fenómeno que se repite cada sexenio con características y matices diferentes desde luego, donde se conjugan las ambiciones personales, la búsqueda de afianzar proyectos de grupo o como ahora, donde se pretende arraigar un pretendido proyecto alterno de nación. Es la temporada cumbre de las fuerzas políticas, de aspirantes y suspirantes a “sacrificarse” por el interés mayoritario. Es la fiesta de los políticos, pues.
En tanto, la sociedad observa a los entusiastas y ve de lejos sus luchas, la guerra mediática que protagonizan, las disputas en redes sociales y la consecuente ola de discursos, mensajes, ofertas, pintas, espectaculares y demás parafernalia. Ellos en lo suyo y el grueso de la población en su lucha diaria por la vida, por la subsistencia o trabajando de acuerdo a los particulares intereses de cada quien. Son dos mundos: el de la sociedad política y la sociedad civil, o el de gobernantes y gobernados, como quiera usted verlo.
Quizá esta separación y la brecha que separa a cada esfera, que se ha ido haciéndose cada vez más grande, pese a los discursos y la utilización de la pobreza para sacar raja política vía los programas sociales, que ha sido la tónica de los últimos años, y que en este sexenio ha adquirido rango sacramental, explicaría en todo caso –y contra los pronósticos- una baja participación electoral.
Ello quedó acreditado en las elecciones del pasado fin de semana en Coahuila y el Estado de México donde la participación ciudadana no alcanzó el 50 por ciento e incluso fue más baja que en la pasada elección intermedia.
Esto es, que normalizada como está la entrega de apoyos y becas a estratos pobres y con una polarización cada vez más fuerte en el debate público que ya cansa a la gente, la opción de muchos es tomar distancia del tema electoral, del ir a votar, seguros de que seguirán recibiendo subsidios y que poco importa quien gane si al final “todos son iguales”.
Desde luego que existen también otras razones que explicarían esa apatía del votante: desinformación, desidia, ausencia de cultura cívica o democrática, o como quiera llamarle, pero lo que se ve es que el ciudadano experimenta un profundo desinterés derivado del gran desprestigio que tiene hoy por hoy la actividad política, o, mejor dicho, de quienes la han hecho su modo de vida.
Así que, con estabilidad, crisis económica o recesión, con campañas cortas o largas, con más o menos regulaciones en materia de propaganda, a pesar de las toneladas de spots y espectaculares, de despensas, regalos y demás artículos, apoyos, programas sociales, becas, consultas médicas gratuitas o lo que se les ocurra para captar el interés del votante, la brecha entre los ciudadanos y sus gobernantes se amplía cada vez más.
Ha quedado demostrado que más allá de la retórica, de los linchamientos verbales, del ánimo beligerante, de las pugnas al interior de los partidos, de la pretendida pedagogía de las “mañaneras”, de los ultras de uno y otro bando, los problemas de la gente siguen ahí: el desempleo, la falta de oportunidades, la violencia del narcotráfico, las desapariciones que no cesan, la inseguridad que es el pan nuestro de cada día pese a la militarización del país, la corrupción y el uso faccioso y patrimonialista del poder (que ahí sigue y sobran ejemplos para describirlo en estos tiempos de la 4T), en tanto que los impulsos autoritarios, como es ampliamente sabido, tensan las relaciones entre poderes.
Esa es nuestra realidad, la que no enmascaran los discursos o “los otros datos”.
Por ello, a contrapelo de lo que se esperaría, que la gente se vuelque en masa a votar en las elecciones, ello no está sucediendo.
Ese déficit de participación ciudadana debe abonarse a la cuenta de la creciente descomposición del ambiente político nacional, marcada por la lucha sorda de los políticos en defensa de sus proyectos personales y sus negocios, o sus delirios de estar escribiendo la historia, con mayúsculas.
La sociedad está cansada de enfrentamientos y estridencias. La solución de fondo, si la hay, a los problemas cotidianos de la gente, está a la espera de que la clase política deje tasar al ciudadano con visiones clientelistas.
La gran mayoría de los mexicanos dio un apoyo rotundo al hoy presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en el 2018, convencida de que había llegado el tiempo de una nueva alternancia que reorientaría el rumbo en favor de los más pobres. Y ellos se cumplió parcialmente, en cuanto al acento en lo social, y ello debe reconocerse, sin duda, pero quedaron intactos los resortes clásicos del ejercicio del poder desde los que resurgió un presidencialismo exacerbado, prácticamente sin contrapesos, que encarna el sentir del “pueblo” y que tiene sí, una enorme aceptación de la gente; un liderazgo que se pondrá a prueba el próximo año para medir si efectivamente convocará a las masas beneficiadas a mostrar con votos su adhesión al proyecto de transformación.
Ya lo veremos en un año, porque los datos que tenemos hasta ahora nos remiten –dígase lo que se diga- a la desconfianza de la ciudadanía hacia la política y los políticos. Y ahí están los datos de los dos estados en los que hubo elecciones el pasado domingo 4 de junio.
Es en este punto donde tenemos uno de nuestros mayores retos, porque no basta con una democracia consolidada, con instituciones electorales eficientes y altamente solventes para organizar los comicios, si hay escasa participación ciudadana.
Ese es el mayor desafío que, sin duda, tienen partidos y candidatos rumbo al 2024.
M°1
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El odio entre quienes disputan las candidaturas | COLUMNA de Víctor Murguía