Una llamada recibió Alejandro Morena justo después de finalizar su reunión con Miguel Osorio Chong en el Senado. No era alguien de su partido o de la alianza opositora, se trataba de una persona con voz pausada, que alargaba mucho las palabras pero mostraba firmeza.
Moreno se puso serio y sólo asentía mientras escuchaba lo que le decían al otro lado de la bocina. No eran palabras dulces, mucho menos felicitaciones, eran frases de cuestionamiento y reto. El de Campeche se ensombrecía cada vez más: no había sido una buena jornada, sin duda.
Su interlocutor ponía en entredicho su liderazgo en el partido: la permanencia de Osorio Chong en la coordinación de senadores priístas revelaba que, ante todo y todos, Moreno no dominaba por completo al tricolor, como solía “venderlo” ante los que en el papel son sus adversarios.
Alito lo intentó y no pudo quitar a Osorio de la posición que ostenta. De estar por completo en sus manos habría ejecutado la acción, más no fue así, no obtuvo los votos suficientes de sus senadores. Las cosas no eran (en realidad) tan sencillas como parecían.
La voz al otro lado de la llamada le dejó preocupado, al grado que cuando Moreno llegó a su oficina pidió no recibir a nadie, necesitaba digerir el coraje. No era para menos: no todos los días le llamaban de Palacio Nacional para poner en tela de juicio su liderazgo en el tricolor.
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