Israel Medina se detiene repentinamente en una vereda que permite ingresar a la selva tropical de la Reserva de la Biosfera Los Tuxtlas. El hombre señala un árbol mientras camina unos pasos más para ubicar el origen del sonido: “Escuchen. Es un pájaro carpintero”, dice. Su oído es afinado. Todos los días, durante dos horas, recorre la selva para monitorear a las aves. Durante el recorrido, cada tanto, hace un alto para nombrarlas: “Es un loro verde. Es una primavera”.
De las más de 500 aves registradas en la reserva, al menos 300 se han observado en los terrenos del ejido Adolfo López Mateos, ubicado en la zona de amortiguamiento del área natural protegida, en los límites de la sierra de Santa Marta, a unos 20 kilómetros de Catemaco, en la zona sur del estado de Veracruz.
La observación de aves es una de las actividades que dan forma al proyecto de ecoturismo comunitario Selva del Marinero, fundado hace 25 años, como una alternativa impulsada por los habitantes de este ejido para conservar el territorio y, al mismo tiempo, sostenerse económicamente.
Integrantes del proyecto Selva del Marinero, ecoturismo comunitario que busca conservar el territorio. Foto: Óscar Martínez.
El proyecto ecoturístico lleva el nombre de Selva del Marinero en honor al jabalí de labios blancos (Tayassu pecari), que era conocido por los pobladores de la zona como Marín y habitaba en el cerro El Marinero. La especie ahora está extinta en la región. El Programa de Acción para la Conservación de la Especie, publicado en 2018 por la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), estima que esa especie ha desaparecido en 84 % del rango histórico de su distribución, debido a la cacería y a la pérdida de su hábitat.
La existencia del proyecto de ecoturismo comunitario es clave para la Reserva de la Biosfera Los Tuxtlas, creada en 1998 con una extensión de 155 mil hectáreas. Esta área natural protegida alberga los últimos remanentes de selva tropical perennifolia y bosque mesófilo de montaña en la llanura costera del Golfo de México.
La conservación del bosque mesófilo es fundamental. Académicos como Susana Guillén, investigadora en el Instituto de Investigaciones Forestales de la Universidad Veracruzana, advierte que este ecosistema es uno de los más vulnerables por la tala, pero también por los cambios del clima. Incluso, algunas de las especies de pinos que se encuentran en este tipo de bosques están en riesgo de desaparecer.
Una de las áreas del bosque mesófilo de montaña que conservan los integrantes del proyecto. Foto: Óscar Martínez
Quedarse sin arroyos: el motor que llevó a cambiar la historia
El ejido Adolfo López Mateos es una comunidad de 395 hectáreas, integrada por 38 ejidatarios y más de 100 habitantes, rodeada por la abundante selva tropical de la Reserva de la Biosfera Los Tuxtlas y el cerro El Marinero.
Para obtener la tierra que hoy conforma al ejido, en los años ochenta los campesinos ganaron territorio a ganaderos de la región. Aunque ahora los pobladores de López Mateos son un ejemplo de conservación, antes la historia era diferente.
En el campamento ecoturístico, sentados bajo la sombra de un almendro, los miembros de la asamblea cuentan que antes eran cazadores y taladores.
“Se empezó a cuidar inconscientemente, primero porque al tumbar la selva se acababa el agua y esa fue la primera motivación. De los 20 arroyos, sólo quedaron dos, ya no veíamos ni armadillos ni faisanes en los caminos. Eso alarmó a la gente”, recuerda Jose Luis Abrajam, integrante del consejo de vigilancia y guía turístico.
El tema se debatió en asambleas comunitarias. Lo primero que se acordó fue respetar la orilla de los manantiales, después se prohibió la caza con fines de venta y el saqueo de plantas.
Los habitantes se preguntaban: ¿De qué vamos a vivir? “Porque se cazaba para consumo, pero ya no se podía vender. La madera se condicionó a cortar sólo para uso de casas o muebles. Empezamos a pensar en nuevas formas de subsistir”, recuerda Jose Luis Abrajam.
Como opción, los campesinos empezaron a sembrar la palma camedor (Chamaedorea elegans), cuyo follaje se usa como ornato. También, cosecharon la malanga (Colocasia esculenta), tubérculo parecido a la papa con múltiples usos. Algunos más intentaron la siembra de maíz y frijol, pero la tierra no era apta por el exceso de humedad. Otros más migraron a estados del norte del país o a Estados Unidos.
En esos años, la antropóloga Luisa Paré llegó al ejido, el cual se localiza a 40 kilómetros de la Estación de Biología Tropical de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), por lo que no era raro que los habitantes del ejido se encontraran con estudiantes o investigadores que recorrían el lugar.
Ecoturismo, alternativa para conservar y tener de qué vivir
A inicios de la década de los noventa, Luisa Paré, investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, realizaba el “Proyecto Sierra Santa Marta”, con el que hizo diagnósticos comunitarios en la región para diseñar estrategias de desarrollo sustentable.
En 1992, Paré realizó en el ejido Adolfo López Mateos un taller de diagnóstico participativo para conocer las necesidades de la comunidad. Los habitantes plantearon el ecoturismo como una de las opciones para tener un sustento económico y conservar la selva.
En entrevista para Mongabay Latam, la investigadora recuerda que cuando llegó al ejido, los campesinos ya tenían una zona de protección de flora y fauna: “Tenían el ingrediente principal, querían cuidar y conservar”. En 1993, la comunidad registró ante notario público 125 hectáreas como “servidumbre ecológica” en la parte alta del Cerro de El Marinero.
Esas primeras iniciativas de conservación evitaron que el territorio comunitario de Adolfo López Mateos fuera expropiado por el gobierno mexicano en 1998, cuando se decretó formalmente la Reserva de la Biosfera Los Tuxtlas.
La académica de la UNAM cuenta que aunque la comunidad hacía ya algunas actividades de ecoturismo, éstas aún no se formalizaban. Tuvieron que pasar varios años para comenzar a dar forma al proyecto de ecoturismo campesino. El primer paso se dio en 1997. Ese año, un grupo de 30 personas —antropólogos, biólogos e investigadores de otras ramas— llegaron al ejido. Los campesinos improvisaron visitas guiadas, senderos y los lugares de hospedaje.
Después de esa primera visita siguieron largas horas de discusión y organización entre la comunidad para formalizar el proyecto.
La investigadora narra que se organizaron talleres de capacitación para los habitantes, se conformó una organización civil y una asamblea exclusiva para el proyecto de ecoturístico; se formaron a los guías turísticos, se diseñaron los senderos y se identificaron cuáles eran los principales atractivos en su comunidad para el turismo.
Para los habitantes de este ejido no fue tan difícil habituarse al turismo y al proyecto que arrancó formalmente en 1997: “Sabíamos dónde encontrar plantas y aves. Aprendimos de la sustentabilidad sin saber qué era esa palabra”, cuenta Ángel Mena, uno de los fundadores del proyecto.
En el 2000, el ejido Adolfo López Mateos se integró a la Red de ecoturismo comunitario de Los Tuxtlas junto a otros ejidos como: Las Margaritas, Miguel Hidalgo y Sontecomapan. Las comunidades que participan en esta iniciativa suman más de tres mil hectáreas de selva y playa.
Para Luisa Paré, la organización comunitaria es fundamental para lograr la continuidad del ecoturismo campesino. “Los proyectos que no logran estabilidad están destinados al fracaso porque cuando se retiran las asesorías y las fuentes de financiamiento, ya no saben hacía donde ir ”, sostiene.
La clave: organización comunitaria
Para llegar al campamento ecoturístico Selva del Marinero se debe seguir una vereda sin pavimentar de casi ocho kilómetros. De lado a lado sólo se miran extensas áreas que hoy son potreros, pero que en la década de los ochenta estaban cubiertas por selva.
Al llegar al ejido Adolfo López Mateos es evidente el trabajo que la comunidad ha realizado por años. En Selva del Marinero, el visitante puede encontrar senderos interpretativos en la cascada del Marinero, las pozas del río Coxcopapan, la cueva de Los Murciélagos, una torre de observación de aves y el campamento en el cerro del Marinero.
Hay tres cabañas para hospedar a 40 personas, sitio de campamento y guías especializados en interpretación de la naturaleza y educación ambiental.
Israel Medina cuenta que gracias a la organización comunitaria han logrado conservar intactas casi 400 hectáreas de selva y bosque mesófilo de montaña. En otras zonas del territorio aplican estrategias para revertir el deterioro ambiental y conservar la diversidad biológica. Además, tienen el plan de crear Unidad de Manejo Ambiental para conservar al jabalí collar blanco (Pecari Tajacu).
La Selva del Marinero logró incluir a toda la comunidad en el proyecto ecoturístico, pero sobre todo integrar a las mujeres. “Antes —comenta la investigadora— no tenía voz ni voto en la asamblea, pero a raíz del proyecto se cambiaron los roles”.
Para su proyecto ecoturístico, la comunidad se organizó en una sociedad de solidaridad social llamada Cielo, Tierra y Selva, en la que participan 28 socios, algunos ejidatarios. En la actualidad, su representante legal es Israel Medina.
Medina tiene clara su función dentro de Cielo, Tierra y Selva: no es dirigir sino servir al objetivo principal del proyecto, conservar el territorio, pero también mejorar la calidad de vida de los habitantes con la generación de empleo para intentar frenar la migración.
Al menos el 50% de las familias que viven en la comunidad Adolfo López Mateos tienen alguna experiencia de migración; los padres e hijos han ido a trabajar a los campos agrícolas de Carolina del Norte, en Estados Unidos, o a estados del norte del país, aunque la mayoría ha retornado a su comunidad.
Medina, quien apenas rebasa los 30 años de edad y creció observando a sus padres trabajar en la selva, explica que el acuerdo que tienen en la comunidad es destinar 5% de las ganancias del proyecto de ecoturismo al ejido.
Del recurso ganado por el hospedaje se pagan los gastos operativos de la estancia, pero también se destina un jornal de 300 pesos a quienes participan en el hospedaje, las visitas guiadas y otras labores.
A este trabajo también se suman los jornales que se realizan en la comunidad para mantener los caminos y los senderos limpios, además de las acciones de conservación.
Cada dos meses se reúnen en la asamblea de socios donde se resuelven conflictos y se consensúan las decisiones. Además, el comité ejecutivo se renueva cada dos años, con oportunidad de reelección si la asamblea así lo desea.
Antonio Mena, coordinador de guías, asegura que una de las claves para lograr la sostenibilidad de la organización ha sido elegir los cargos de representación en democracia.
Proyecto comunitario que se renueva
En más de dos décadas de trabajo, el proyecto ecoturístico campesino ha atravesado momentos complicados. Uno de ellos se vivió durante la pandemia del COVID-19, cuando cerraron el campamento turístico por dos años.
Israel Medina comenta que eso los llevó a plantearse la necesidad de reorganizarse. Además, de buscar alternativas para no depender de los subsidios gubernamentales. “Eso tarde que temprano se va a acabar y si no tenemos un proyecto sostenible, puede perderse en un futuro”, afirma.
En la actualidad, la comunidad tiene registradas 303 hectáreas en el programa de Pago por Servicios Ambientales de la Comisión Nacional Forestal (Conafor).
Hace un año, la comunidad comenzó a tener la asesoría de María Elizabeth Milán Fuentes, administradora de servicios turísticos con maestría en paisaje y turismo rural, egresada del Colegio de postgraduados en Chapingo. “Los compañeros tienen un conocimiento impresionante de la selva, de los animales y la flora, pero la parte comercial no es su fuerte. Hay todo un proceso para lograr acuerdos ahí”, comenta.
Los campesinos recibían a turistas aun cuando debían poner horas de trabajo y tenían pérdidas económicas. “Han aprendido que no tienen por qué sufrir cuando vengan a visitarlos. Esos visitantes deben valorar el esfuerzo que han hecho los campesinos para conservar la selva”.
Ángel Mena, uno de los fundadores del proyecto, coincide con otras voces del ejido cuando se le pregunta: ¿Qué ha aportado el proyecto ecoturístico a la comunidad?
“Cambiamos la forma de pensar y actuar; también la preparación. Ahora parece que somos biólogos, aunque nuestros estudios no son muchos. Cualquier niño aquí puede nombrar aves y fauna con su nombre científico”, dice Mena con orgullo.
La comunidad aún lucha contra la caza furtiva y el tráfico de especies, actividades que siguen siendo una amenaza constante para la conservación de estas especies. Israel Medina advierte: “Hay especies como el loro de cachete amarillo, que está casi extinto de la zona, porque los traficantes se llevan a manadas completas”.
José Luis Abrajam no estudió biología, pero en un recorrido de 380 metros comparte los nombres científicos, las propiedades y variedades de decenas de plantas: “El proyecto nos dio una alternativa para conservar y, al final, nunca hemos perdido de vista eso”.
Rosalía Granillo forma parte del grupo desde hace diez años. Ella está convencida de que el proyecto de la Selva del Marinero es un ejemplo para las nuevas generaciones: “Les enseñamos a nuestros niños a conservar, ver que si es posible tener una calidad de vida en la comunidad. No necesitan migrar”.
Mientras los participantes del proyecto hablan de su historia y del futuro que están construyendo, los dos hijos de Rosalía Granillo, de 2 y 10 años, corren en el campamento ecoturístico. Granillo dice que su ilusión es que, en unos años, ellos formen parte de la siguiente generación que dé continuidad a este proyecto ecoturístico, que ellos sean los próximos guías de la selva.
* Imagen principal: Conservar y mejorar la calidad de vida, objetivo principal del proyecto ecoturístico Selva del Marinero. Foto: Óscar Martínez.
Flavia Morales/ Mongabay Latam
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