Pocos fenómenos naturales despiertan tanta fascinación como un imán. Pruebe a distraer a un niño de su pantalla favorita poniendo a su alcance un par de imanes. Es muy probable que sienta la misma sensación de asombro que refirió Albert Einstein cuando, con cuatro o cinco años, su padre le mostró una brújula.
¿Por qué hay dos polos magnéticos? ¿Por qué si se parte un imán, cada fragmento vuelve a tener dos polos? ¿Puede repetirse esta división indefinidamente? Si se ha hecho alguna vez estas preguntas, quizá no sepa que hemos tardado miles de años en responderlas.
Dos décadas después de sentir aquella fascinación infantil, ese mismo niño, Albert Einstein, contribuyó a desarrollar los dos grandes pilares de la Física, la Mecánica Cuántica para lo pequeño y la Teoría de la Relatividad para lo grande, que nos han permitido entender el mundo y, también, comprender cómo funciona un imán.
Buscando el imán más pequeño
El camino que conduce hacia la comprensión del magnetismo es digno de una novela de misterio. Durante siglos deambuló entre efluvios y escuelas animistas que otorgaban alma a la magnetita.
La íntima relación entre magnetismo y electricidad comenzó a aclararse en el siglo XVII. En 1681, por ejemplo, un barco tuvo que navegar hacia Boston siguiendo el sur de su brújula, después de que los marineros de la nave comprobaran cómo un rayo había invertido los polos de la aguja magnética.
Casi siglo y medio después, en 1820, François Arago, científico y político francés, demostró finalmente que una corriente eléctrica se comporta como un imán.
En 1874, G. Johnstone Stoney propuso que la electricidad se transmite en unidades discretas o electrones, y solo unas décadas después se forjó el gran edificio conceptual del mundo microscópico que denominamos Mecánica Cuántica. En él, los electrones son partículas elementales portadoras de carga eléctrica.
A pesar de carecer de estructura interna, pronto se postuló que un electrón se comporta como un minúsculo imán, el más pequeño posible. Esta propiedad intrínseca se asocia pictóricamente a una rotación o espín de la partícula en dos sentidos posibles, que se describen con una flecha apuntando en dos direcciones que denominamos estados arriba y abajo.
Hoy sabemos que todas las partículas elementales tienen espín, y que cuando el número de estados es mayor que uno se comportan como diminutos imanes. Es “como si” esta multiplicidad de estados fuera equivalente a que la carga de las partículas tuviera un movimiento intrínseco, creador del imán.
Pero lo que no sabíamos, hasta ahora, es por qué inquietante razón estas partículas se alinean de un modo u otro.
Lo grande es necesario para entender lo pequeño
En uno de los mayores golpes de efecto de la historia de la Ciencia, Paul Dirac demostró en 1928 que el espín del electrón y la magnitud de su diminuto imán surgían de manera natural al integrar la Teoría de la Relatividad de Einstein con la Mecánica Cuántica: ¡la Ciencia de lo más grande al auxilio de la de lo más pequeño! El resto, parafraseando también a Dirac, “es solo cálculo”.
Así, los espines de los diferentes electrones de un átomo, molécula, o cristal de magnetita interactúan siguiendo las rígidas y contraintuitivas leyes de la Mecánica Cuántica. Si se alinean paralelamente, los diminutos imanes electrónicos se refuerzan, y tenemos un imán permanente. Si se orientan aleatoriamente o si se alinean antiparalelamente, los imanes individuales se cancelan.
Una de esas rígidas leyes, que configura como ninguna otra el mundo que observamos, es el llamado principio de exclusión de Pauli, formulado por Wolfgang Pauli en 1925. Establece que no podemos situar en el mismo lugar del espacio dos partículas idénticas que tengan un número par de estados de espín. No podremos tener dos electrones arriba en el mismo lugar, pero sí uno arriba y otro abajo.
De esta forma, los electrones del mismo espín parecen repelerse intensísimamente. Todos comprobamos estas repulsiones de Pauli diariamente. Son las que impiden que atravesemos una pared cual fantasmas, y las que determinan, como hemos mostrado recientemente, cómo se acoplan los imanes elementales en una molécula, contribuyendo así a desvelar una de las incógnitas científicas del magnetismo.
En las entrañas de los imanes moleculares
A pesar de que “solo” tenemos que resolver las ecuaciones de la Mecánica Cuántica para predecir si los diferentes espines de un material se reforzarán constructivamente o no, ni siquiera los computadores más potentes disponibles permiten encontrar soluciones suficientemente precisas.
Por esta razón, los químicos y los físicos utilizamos modelos simplificados. Con ellos hemos diseñado todos los dispositivos magnéticos modernos y sintetizado moléculas extraordinarias que se comportan como imanes permanentes. Manipulando imanes moleculares podemos soñar con lápices de memoria de inimaginable capacidad o con futuros computadores cuánticos.
El caso más simple, y por eso mejor estudiado, es el de moléculas que contienen dos centros magnéticos, por ejemplo dos átomos metálicos. La labor conjunta del químico sintético y del químico teórico consiste en predecir qué entorno deben tener estos dos átomos para que sus respectivos espines se refuercen, o por el contrario se anulen. En muchos casos este acoplamiento puede “sintonizarse” y hacerse dependiente de la temperatura, o de la iluminación del sistema con luz de un determinado color.
Resuelta una disputa científica de décadas
Puesto que la Ciencia es una empresa humana, cuando viajamos desde las ecuaciones hasta los modelos, mentes diferentes pueden llegar a modelos divergentes, que terminan aunando partidarios y adversarios. Este partidismo científico, de naturaleza similar al político, puede durar años o décadas, y ha sido particularmente intenso en el campo del magnetismo molecular.
La controversia suele resolverse cuando un nuevo modelo integrador zanja la disputa, normalmente demostrando que las diversas corrientes no son más que esquinas particulares de una realidad más general. Pues bien, lo que acabamos de demostrar es que son las barreras de Pauli creadas por los electrones que puentean los átomos metálicos las que determinan el tipo de alineamiento de sus espines.
Cómo ocurre esto puede entenderse con una analogía. Asociemos a cada una de las posibilidades del espín electrónico un color, rojo y azul, por ejemplo. Supongamos que los electrones odian tener compañeros del mismo color (repulsión de Pauli). Ahora imaginemos dos electrones lejanos, que no distinguen el color de su vecino. Las combinaciones rojo-rojo y rojo-azul son equivalentes. Pongamos ahora, a mitad de camino entre estos dos electrones, una nueva pareja compuesta por un electrón rojo y otro azul, cuyo color ya sí distinguen los anteriores. Sea cual sea la disposición de estos dos electrones intermedios, rojo y azul o azul y rojo, los electrones iniciales escogerán colores diferentes. La repulsión de Pauli ha favorecido un alineamiento antiparalelo de los dos electrones.
Todos hemos experimentado cómo, tras superar una colina y alcanzar una cumbre más alta, se desvelan nuevos paisajes invisibles desde el anterior lugar de observación. Esperamos que desde la nueva atalaya recién encontrada se abran vías aún inexploradas para diseñar nuevos imanes moleculares.The Conversation
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