Eran seis, solamente seis, apenas sesenta dedos, nada más una docena de manos diligentes, pero de ellas brotaba una música abundante que en cuanto nacía, daba su primer vistazo al mundo y aleteaba y se infiltraba en todos los rincones del Casino Jalapeño; un ostinato hipnótico que tomaba por asalto los oídos y secuestraba las conciencias de la media centena de diletantes que acudieron de todos lados —Ciudad de México, Puebla, Guanajuato— no para presenciar un concierto sino para convertirse en oficiantes del ritual que habría de celebrarse esa noche para exorcizar los demonios que nos han mantenido cautivos durante dos años.
Esa música pletórica de energía que parecía multitudinaria brotaba de apenas media docena de corazones encendidos, empeñados en desgarrar las cortinas de la noche. Y lo lograban, Édgar Dorantes en el piano, Arturo Caraza en el saxofón alto, Rafael Cruz en los teclados, Vladimir Alfonseca en la guitarra, Abraham Calderón en el bajo y Enrique Nativitas en la batería extraían de sus instrumentos sonoridades plenipotenciarias que danzaban entre las mesas formando un carrusel de corceles sónicos, pegasos de buen agüero. Era una noche cálida porque la niebla, el chipichipi y el frío que habían asolado a la ciudad durante varios días, se enteraron del acontecimiento y se retiraron desde temprano para que el sol ejerciera sus oficios y nada perturbara los trabajos de la noche. Todo fluía en esa normalidad recién inventada, pero de pronto, sin que nadie lo notara se abrió una grieta entre las notas y de ella brotó una aparición inopinada: una voz sin rostro y sin origen, sin pasado y sin futuro, solo voz cantora que se integraba a la atmósfera noctámbula, y todos los presentes escuchamos que cantó una buena canción, escuchamos que tenía estilo (I heard he sang a good song, i heard he had a style) y cuando estábamos seguros de que ya nada habría de sorprendernos, llegó una nueva aparición para desmentirnos: Olson Joseph, también brotado de la nada, estaba en la mitad del patio rasgando nuestro amor con sus dedos, cantando nuestra vida con sus palabras, acariciándonos suavemente con su canción (Strumming my pain with his fingers, / singing my life with his words, / killing me softly with his song).
Con la presencia del cantante y trompetista haitiano (aunque consagró esa jornada exclusivamente al ejercicio de la voz) se completó la cofradía, ya eran siete los latires desenfrenados, uno para cada día de la semana.
Una guitarra de vocación rockera y una batería de beat electrizante abrieron la brecha para dar paso al desenlace, uno de esos malabares vocales en los que la voz renuncia a la palabra para ejercer su prístina vocación, la de sonoridad fundacional de un efímero universo. Killing me softly with his song fue el listón inaugural, el exorcismo había comenzado.
Dos piezas —que como tantas otras de esa noche llegaron con el esquema completo y la dosis de refuerzo pues por su edad fueron de las primeras en vacunarse— trazaron el rumbo que tomaría la velada. Love Is a Many-Splendored Thing y Somewhere Over The Rainbow, ambas escritas para el cine pero insertadas en la banda sonora intergeneracional por las múltiples versiones que se han hecho de ella, dejaron en claro que no se trataba de un concierto formal sino de la construcción colectiva de un romance escrito con retacería de experiencias de cada uno de los participantes, los del escenario y los de las mesas.
Los arreglos, pletóricos de relieves, de subeybajas, de salpicaduras de pop, de rock y de varias cosas pero con el jazz metiendo su cuchara a cada rato, permitían que tan venerables ancianas (la primera data de 1955 y la segunda de 1939), y las que estaban por venir, lucieran como adolescentes desenfadadas, desbordantes de vitalidad y ataviadas con los más novedosos atuendos, pero también como lo que son, respetables damas que han alcanzado la madurez merced a su experiencia. Siguieron un bolero —Un motivo— y una pieza del cancionero estadounidense —Sunny—, ambas con los mismos fueros. Just The Way You Are trajo consigo una nueva aparición: una novia plantada ante un altar que, como todo en esa noche, brotó de la nada y, una vez cumplida su misión en la ceremonia, en la nada se difuminó.
All You Need Is Love realizó el milagro de la multiplicación de los peces y las voces, un centenar de palmas y medio de gargantas hicieron de la obra de Lennon y McCartney un canto tribal que nos trasladó a todos al origen de los tiempos. Y cuando todo era algarabía, sucedió el fenómeno contrario, el de la desaparición, Olson se había diluido entre el desenfrenado fulgor de los reflectores. Hasta ese momento había un corazón para cada día de la semana, como los días especiales requieren de al menos uno extra, la nueva aparición fue doble, junto al retorno del cantante apareció Rosy Gutiérrez. Si bien Unforgettable nos remitió al dechado tecnológico de los noventa que logró ensamblar dos voces emitidas en tiempos muy distantes, la de Natalie Cole y la de su padre muerto años atrás, Nat King Cole, las personalidades de Olson y de Rosy dejaron claro que lejos de tratarse de una emulación, estábamos frente a un acto de creación instantánea realizada al alimón entre dos virtuosos de la voz. Olson volvió a esfumarse y Rosy confirmó lo que ya había mostrado en el dueto —y lo que ya sabíamos quienes la conocemos—, que tiene un jardín en la garganta. Condujo Como yo te amé, de Manzanero, a las peñas y los bares íntimos cubanos de los años cincuenta y logró, en complicidad con el saxofón de Arturo Caraza, alcanzar la atmósfera envolvente del feeling, ese seductor profesional.
La noche transcurría entre boleros y piezas tomadas de todas partes que eran transfiguradas en amuletos del ceremonial liberador. A mitad de la jornada apareció, por supuesto, su majestad, el blues. Happy Blues fue la confirmación de la colectividad, el retorno a la tribu. El scat devino pan horneado en múltiples gargantas.
Con My Funny Valentine, uno de los más preciados standards del jazz, llegó la más sorprendente de las apariciones, como salidas de una chistera inmaterial, fueron apareciendo docenas de rosas en las manos del cantante, y de sus manos pasaron a las manos femeninas que, a esas alturas de la noche, estaban totalmente ruborizadas de tanto aplaudir, pero también llenas de dicha y entusiasmo.
Tras una desaparición colectiva de los músicos, reaparecieron en el escenario Édgar Dorantes y Olson Joseph. La vie en rose, que podría haber sido un paseo por el París de los años cuarenta, se convirtió en el territorio de múltiples apariciones, el teclado de Dorantes se pobló de seres, acaso hormigas, acaso duendes, que los dedos del pianista perseguían y al aplastarlos se convertían en burbujas de sonido que caían al piso y estallaban salpicando todos los rincones. Y brotaban y brotaban y brotaban, y el espacio se inundaba y la gente, toda empapada de sonido, se estremecía de catarsis estética.
En What A Wonderful World sucedió lo mismo, Dorantes persiguió a los duendes del sonido con frenesí, pero esta vez, del piano saltaron al saxofón de Caraza y éste, con igual vértigo y energía, los expulsó por la campana de su instrumento. «Solos» le dicen a esos lances, pero qué soledad puede haber en tan abundante explosión de sonoridades e inventiva. Ambas piezas —La vie en rose y What a Wonderful World— fueron concluidas por el enormísimo cronopio, sí, Louis Armstrong se posesionó de la garganta de Joseph para rematar el desfile de las apariciones.
Con Can´t Take My Eyes Off Of You la banda llegó al punto climático, el beat y el swing incendiaron los rincones más apartados de la noche. Esa canción debía ser el desenlace, pero, por supuesto, nadie iba a permitir que Olson se fuera sin dar explicaciones detalladas de su conducta y fue obligado a retornar. Lo hizo con una pieza de su autoría, escrita justamente para derrotar a los demonios: Ya lo sé.
Entramos normalmente al Casino pero la salida fue complicada porque todos habíamos crecido un poco y no cabíamos en la puerta. Nada de lo escuchado y visto esa noche estaba en el mundo antes de ese momento, y ya nada de eso está; el jazz, lo sabemos, es un constructor de paraísos efímeros, escurridizos, bienestares que nunca volverán. Nunca bajarás dos veces al mismo rito, «Unforgettable Love» volverá a presentarse pero será distinto, será lo que construyan los oficiantes de esa noche que sucederá en marzo. En cuanto se confirme, se dará a conocer la fecha exacta; no nos queda sino soportar los demonios de la espera, pero cuando termine podremos afirmar: hay ausencias que triunfan y la nuestra triunfó, amémonos ahora con el jazz que en otros tiempos nos faltó.
CONTACTO EN FACEBOOK CONTACTO EN INSTAGRAM CONTACTO EN TWITTER