«Voy a arrepentirme, lo sé», me digo cuando cierro la reja que da a la calle. A las seis y media de la mañana, cuando salí de bañarme, el clima era agradable y tras la ventana se atisbaba un augurio de calidez extrema. Pero vivo en Xalapa; alrededor de las siete, en uno de sus súbitos arranques, la caprichosa Atenas corrió un cortinaje de pellón en todo el cielo y un vientecillo oportunista aprovechó la nebladura para silbar su gélida melodía. Para evitar un desayuno incómodo y trepidante, me puse una camisola ligera pero cálida. Son las ocho y cinco, salgo al jardín para ver cómo está el clima. El vientecillo y la nublazón siguen ahí. «Sé que voy a arrepentirme —me digo—, en media hora el calor será insoportable y tendré que cargar la camisola durante mucho tiempo», me reitero, pero vivo en Xalapa y sé que no es remoto que la nublazón se instale todo el día y la frígida ventisca vaya in crescendo. No corro el riesgo, salgo encamisolado, con mi maletín colgante y mi bozal empañalentes al encuentro con el destino.
Al llegar a la esquina de las calles Ayuntamiento y Allende, descubro una hilera de humanos embozados que llega a la esquina y da la vuelta. Cruzo, pregunto si es la fila para la vacuna y me dicen que sí. Recorro la calle Centroamérica y la fila sigue, doblo por Magnolia y la fila sigue hasta pocos metros antes de la esquina con Jorge A. Serrano Elías. Estoy a espaldas del Parque Deportivo Colón pero tendré que rodear la mazana —cuatro largas cuadras— para llegar a la entrada.
En mi maletín, junto al fólder que contiene mi CURP y mi comprobante de domicilio, había colocado old fashion blues, el libro de Ramón Rodríguez que compré y leí el diez de enero de mil novecientos noventa y seis. Antes de salir, recapacité en que es demasiado breve para la jornada, seguramente larga, que me espera. Como estoy revisitando poetas veracruzanos, anexé Por mor del mar, de José Luis Rivas, libro que me regaló el autor cuando lo entrevisté en 2015.
A las ocho veintisiete me instalo en la banqueta, saco el libro del siglo veinte y Rodríguez me espeta:
—Buen amigo abre tu puerta
que la muerte me condena
y va incendiando mi pena
toda la calle desierta.
—Buen amigo ten despierta
y encendida tu consciencia
que el destino su presencia
hurta siempre y no anticipa
y en el aire la disipa
con disimulo de ausencia.
«Disculpe que lo abandone, maestro Rodríguez, pero es que hoy vengo a vivir todo lo contrario», le digo y me responde con el poema Té de manzanilla, cuyo primer verso, Las piernas de Maga empiezan en Cabo de Hornos, resulta profético pues justo en la palabra «Hornos» la ciudad descorre abruptamente el cortinaje y deja el cielo en exclusividad al astro rey, quien se muestra con una lumínica sonrisa que muy pronto se convertirá, ahora lo confirmo, en sonora carcajada. Son las nueve con tres minutos, el halo solar está a escasos diez centímetros de la banqueta que habitamos. Entre el nutrido soundtrack matutino de la calle Magnolia —promiscuidad de gruñidos de autos, camiones, motocicletas y, por supuesto, el jingle de Gas Express; multiplicidad de señales radiofónicas; ostinatos de rítmicas electrónicas, proliferación de músicas bailables—, sobresale un pregón: «¡me queda el último paraguas doble!», emanado de la garganta de un ambulante distribuidor de tales artefactos.
Son las nueve veintiséis y no nos hemos movido un milímetro de nuestro sitio. El sol, amenazante, ha saltado la guarnición y nos obliga a replegarnos hasta el muro. Frente a mí, a riguroso metro y medio de distancia, está un amigo de apellido Mendieta. «¿Te toca hoy? —le pregunto extrañado». «No —me responde—, vengo a acompañar a mi esposa. Se ve muy larga la cola pero estamos bastante separados y muchos somos acompañantes, no tardaremos tanto». Hablamos del tema obligado: los estragos de la pandemia, las tantas pérdidas de tanta gente tan cercana, el hilito de luz que se asoma justo en el lugar al que nos dirigimos.
Son las nueve treinta y dos, el sol ha alcanzado nuestras piernas. Al fin avanza la fila y lo hace con celeridad, en menos de diez minutos llegamos a la acera sombreada de la mucho menos bulliciosa calle Centroamérica. «¿Ya ves? —me dice Mendieta entusiasmado—, ya estamos avanzando muy rápido». Efectivamente, quince minutos después estamos en Allende, cobijados por el edificio de CFE que, bondadoso, además nos ofrece asiento en el murete de la jardinera.
A las diez con diez hay un nuevo alto. Acudo a Rivas para enriquecer la nueva espera. El siempre acuático poeta tuxpeño me narra el arribo al puerto fluvial de los buques de gran calado. Primero me empapa los ojos con esos términos tan coloquiales de su tierra —¿de su agua?— que en su pluma renacen y se tornan mágicos:
A la altura del embarcadero, entre el reino abromado de la panga, los pilotes, los esquecifes de canalete y el puente de madera, atracarán los pontones y las chalanas de hierro.
Adelante me destapa el olfato:
Pero no hay mayor contento que reconocer los muelles por el olor, antes de ver los mástiles y las chimeneas de los barcos asomando sobre los tejados de los almacenes; un olor mixto, (de petroleo y humo y brea y especias), el que deja tras de sí un buque aunque vaya lejos de la costa, y que se acentúa, en vez de disiparse, con el salobre vaho del mar.
¿Cuál es el aroma de las vacunas? es la pregunta obligada y no encuentro la respuesta.
Falta poco para que den las once, ¿cuántas decenas de minutos faltan para el alcanzar la pócima anhelada, ese líquido capaz de convocar a miles de sexagenarios, septuagenarios, octogenarios y mayores cuyo primer apellido comienza con las letras A, B, C y D?, capaz de convocar —voy ahora con Serrat— al noble y al villano, al prohombre y al gusano, sin importarle la facha.
Once con siete, ya estoy cerca de González Bocanegra, a una cuadra del destino final. Al llegar a la esquina descubro que la fila se extiende por Jorge A. Serrano Elías hasta llegar a Magnolia —justo el punto en el que estaba a las ocho y media— y regresa en «U» para llegar a Bocanegra, es decir, no eran cuatro cuadras largas, eran seis y apenas voy a la mitad.
En los primeros diez o quince metros de Serrano Elías, el sol consolida inclemencia. La camisola se vuelve insoportable. El proveedor de paraguas dobles ha ido a reabastecerse de mercancía, pero superado ese tramo, el estadio nos sombrea y el vendedor frustrado deberá esperar la ya próxima hora meridiana para hacer su agosto en pleno marzo. Un mesero del puesto de mariscos de la esquina recorre la fila anunciando que está levantando pedidos. Dos mujeres ofrecen tortas y pambazos trashumantes. Ninguno tiene éxito, todos seguimos la instrucción de llegar con la pancita llena.
Hay un nuevo alto. Las inmediaciones del lugar son resguardadas por elementos de la Guardia Nacional y la Policía Municipal. Una camioneta policíaca recorre la fila preguntando, a través un altoparlante, por un familiar de una mujer cuyo nombre he olvidado. «Ojalá no se haya puesto mal», me digo. Frente a mí, en la fila de regreso, una mujer de edad muy avanzada yace con languidez, con la cabeza pendiente, en una silla de ruedas, un hombre joven, alto y fornido —seguramente su nieto— ase los mangos de empuje con gallardía. Hasta ahora, solo había visto nucas más o menos canas, más o menos luengas, más o menos abundantes, ahora me encuentro con una colección rostros, más o menos ajados, parcialmente ocultos tras mascarillas, pero todos con ojos fulgurantes. «Gracias a Dios —dice una señora que no se ha quitado el suéter blanco inmaculado—, pronto estaremos protegidos, muchos países no tienen vacuna».
Once treinta y ocho, he recorrido la «U», ahora sí estoy en el último tramo. Un joven pasa diciendo que tengamos en la mano nuestra identificación. Once cuarenta y siete, al fin llego a la puerta que conduce a la tierra prometida. Un joven me toma la temperatura, una joven me provee de gel antibacterial, otro joven guía la fila a una hilera de sillas dispuestas sobre el césped. Todos son muy amables y están muy bien organizados. Ahora sí, plenipotenciario, el sol se empecina en violentarnos. Dejo mi mochila en la silla y me dirijo al baño, al llegar descubro que no fui el único que también siguió la recomendación de llegar bien hidratado; me formo en una nueva fila.
Cuando vuelvo, el pelotón avanza hacia la zona de registro. Ahora estamos sentados bajo la sombra de una carpa. Una joven va tomando datos, persona por persona, y llenando un formato, al terminar, solicita a cada declarante que firme su aceptación y le entrega un paquete de documentos. Por otro lado, una doctora pregunta, también individualmente: ¿diabetes?, ¿colesterol?, ¿hipertensión?, ¿está tomando algún medicamento contra el cáncer?, ¿ha tenido una reacción alérgica grave que lo haya llevado al hospital?, ¿ha estado en contacto recientemente con un paciente de covid? La respuesta negativa a todas las preguntas asegura el pasaporte al paraíso.
Hay doce carpas más pequeñas, cada una dotada de personal de enfermería, una mesa con la pócima anhelada y utensilios sanitarios, y cuatro sillas. Y ahí van, de cuatro en cuatro, al destino final de la travesía. Llega mi turno, ocupo la segunda silla. A mi derecha, una anciana venerable, menudita, con entereza descubre su brazo e impávida lo expone a la jeringa. Toca mi turno, coloco en el césped mi maletín y, sobre él, la camisola, me desabotono la camisa, desnudo el brazo izquierdo. Se aproxima un enfermero muy joven, me pide mis documentos. Los lleva a la mesa, vuelve con la jeringa lista, me dice «va un piquetote». La aguja hoya mi epidermis con una fuerza insospechada y se instala en la masa muscular que recibirá el bálsamo. «Tú no sirves para amores —pienso— tienes la mano pesada».
El ingreso del primer nanolitro a mi organismo me reconcilia con la humanidad. En esa gota microscópica del preciado líquido percibo millones de voluntades reunidas en torno a la salvación de sus semejantes. En ese nanolitro están las horas y horas de esfuerzo hasta la fatiga de científicos, profesionales de la salud, asistentes de todo lo que tenga que asistirse. En ese nanolitro están los millones de contagiados y los millones que han perdido la batalla. Están los tantos y tan amados seres que no tuvieron esta oportunidad, a los que no volveré a abrazar, con quienes no tomaré jamás otro café, otra cerveza, otra copa de vino tinto. En cada nanolitro están todos los desempleados que en este momento hacen hasta lo imposible por llevar pan a sus mesas. En cada nanolitro están los mares de llanto que han inundado al mundo en un año de inefable sufrimiento. Pero cada nanolitro contiene también llamaradas de esperanza y buena voluntad. Sí, el ser humano, el que construye armas, el que arma guerras; el mismo ser humano abyecto, capaz de violentar a sus semejantes, capaz de infringir sufrimientos extremos a otras especies; ese mismo ser humano, el gran depredador del planeta, también también tiene ejemplares —y son la mayoría— capaces de dejar solas a sus familias para que familias que jamás conocerá vuelvan a reunirse, capaces de arriesgar su vida para que personas que jamás conocerá salven la suya, capaces de renunciar a mucho para que muchas personas que jamás conocerá no lo pierdan todo.
El líquido que entra a mi cuerpo no asegura mi supervivencia, puedo contagiarme en los próximos días o ya estar contagiado y no saberlo, pero garantiza la supervivencia de la especie. Pase lo que pase con el individuo que soy, esa pócima asegura que seguirán escribiéndose versos grandiosos, que, si bien no volverán Miles Davis, Charlie Parker, Chet Baker ni Billie Holiday, el futuro tendrá jazzistas de estatura inconmensurable, que el futuro está lleno de grandes obras de todos los quehaceres.
Cumplida su misión, sale la aguja, el enfermero cubre la diminuta oquedad con una toallita que deja en mis manos. Y en ese momento percibo un aroma a esperanza y empatía, ese el olor de la vacuna. Unos minutos después, una joven asistente me entrega mi constancia y pone en mi camisa una etiqueta que dice:
Hora de aplicación: 12:25
Hora de término: 12:55
Concluida la faena de mi pelón, pasamos a la zona de observación, una carpa inmensa repleta de rostros satisfechos. Un joven nos informa que hay café y pan. Voy por mi refrigerio, mientras lo consumo, un médico da indicaciones y resuelve dudas: «puede ser que tengan dolor en el área de la vacuna, dolor de cabeza o temperatura, es normal, solo tomen Paracetamol cada ocho horas durante un día». «¿Puedo comer lo que sea?», pregunta una señora. «Hagan su vida normal», responde el galeno. «Mi normalidad —le explico— incluye una botella de vino tinto las noches de los sábados». «Eso no —responde presuroso—, no deben consumir bebidas alcohólicas durante una semana». «No me diga eso», replico desazonado. «Ni modo», me responde con una sonrisa oculta por el cubrebocas pero delatada por los ojos.
Termino mi refrigerio, vuelvo a pasar al baño. Es la una, me dirijo a la salida. Un joven revisa mi constancia y la etiqueta. «Adelante —me dice—, que tenga un magnífico fin de semana». Agradezco y salgo por la Calle del Ciprés. En mi camino hacia el centro, el sol recrudece su saña, me incomoda cargar la camisola —«me lo dije», me digo—, pero nada de eso importa, tengo la primera dosis de la vacuna. Eso es importante para mí y para la gente que me quiere, pero lo importante para el mundo es que el noble, el villano, el prohombre y el gusano están trabajando juntos para asegurar la supervivencia de la especie. Lo importante para el mundo es que el que pone el brazo y el que pone la vacuna están derrotando al individualismo y retornando a la tribu, nuestra verdadera salvación. Lo importante para el mundo es que el futuro está lleno de científicos y de médicos y de artistas y de repartidores de todo lo repartible y de pregoneros de todo lo pregonable; de constructores de todos los haceres. Lo importante para el mundo es que los parques, que durante un año han envidiado a sus árboles porque están llenos de pájaros, pronto, muy pronto serán felices porque estarán llenos de niños, y eso sí que es importante.
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