Cuando supo que la chica del sombrero no había hecho más por saber quién era su admirador, luego de guardar el papelito amarillo y salir de la tienda, un sentimiento de molestia le invadió, ese sentimiento, sabía, poco a poco se iba a convertir en ira, y la ira en odio y el odio en llanto, entonces, sin tener que pensarlo mucho, fue directo a la tienda para comprar unas botellas de wiski, ese día no importaba nada, quería perderse en alcohol, una fantasía más se había roto, ahora solo faltaba que se llamara Vanessa o Victoria, sí, ¿por qué no? Así podría hacer una logia de las V, iba pensando eso en lo que agarraba las botellas y unas bolsas de hielos, «sí, debe llamarse a fuerza con V, ya para acabarme de joder ¿Quién carajo va y regala películas sin que al menos le den las gracias?, debe ser nefasta», cerraba de golpe la puerta del refrigerador haciendo que los encargados le llamaran la atención: hey, por favor, nomás no las azotes. «Sí, sí, empleaducho de cuarta, no las azoté…», puso las botellas y los hielos para que se los cobraran, el de la caja lo veía dudoso de que fuera él, «¿Rinaldi?», le dijo haciéndolo voltear los ojos y responderle con aspereza «sí».
—¿Qué no te acuerdas de mí? ¡Soy Roberto! —le dijo sonriente.
Cuando Mateo lo escuchó, esos ojos de molestia pasaron a estar fijos en la puerta queriendo salir, quiso disimular sus ganas de irse corriendo fingiendo una sonrisa y un estrechón de manos, haciéndole las preguntas que obligatoriamente se deben hacer, un «¿qué has hecho en tantos años», o el “no’mbre, si no has cambiado nada», y es que Roberto era un ex compañero de la universidad, pero también un constante dolor de muela porque, pese a que Mateo debía hacer como que tenía años sin saber de él, lo cierto era que conocía su vida casi a detalle.
—Oye, y que ahora eres un súper escritor, ¿no?
—¿Súper?, no, no, qué va —decía sonrojando y lleno de nervios, ya con ganas de largarse, pero Roberto no dejaba de platicar.
—¿Y te acuerdas de Valentina? —al escuchar eso su corazón casi se le sale del susto.
—¿Valentina? —y de los nervios empezaba a escupir cada que hablaba.
—Sí, sí, Valentina, una alta, güerita, flaca, la más chula de la facultad.
Entre más hablaba de Valentina, más entraba en pánico, no sabía si cortar de tajo la conversación o si quedarse a fingir un poco más.
—¡Ah! Sí, cómo no, cómo no, la Valentina.
—Sí, pues ¿qué crees?, que me casé con ella.
Mateo tragó grueso con una sonrisa medio desencajada, qué ganas de decirle la verdad, pero nunca haría algo que pudiera afectarla, pese a que fuera él el otro y los otros fueran los muchos, además, Roberto era buena persona, el tipo trabajaba todo el día para que Valentina viviera bien, sin necesidad de trabajar y sin mover un solo dedo, en cambio, Valentina nunca, desde los tres años que llevaban casados, le había sido fiel, ni siquiera en el noviazgo, pues siempre estuvo Mateo, quien ya no aguantaba más, entonces, procurando no verse demasiado grosero, tomó sus cosas, pagó, se medio despidió y salió a toda prisa.
Ya en la calle tomó un profundo respiro queriendo aventar la bolsa de los hielos, estaba más molesto que antes, más molesto que por la del sombrero, no cabía en su cabeza por qué carajo Valentina no dejaba a Roberto y se quedaba con él, «¿por qué no me elige?, debería regresarme y decirle: oye, carnal, la neta te andan viendo la cara, bueno, te andamos viendo la cara ¡Mierda! ¿por qué no me elige?», así que, de tanto que pensaba, ahí mismo, cerca del zócalo, se empinó la botella de wiski y empezó a caminar sin rumbo. Cada vez iba más mareado, los hielos ya no los necesitaba dejándolos tirados a media calle, la gente que pasaba junto se le quedaba viendo haciéndose a un lado, cuando una mujer guapa lo miraba con asco, él le sonreía tambaleándose, una que otra le respondía la sonrisa, pues no era feo, al contrario, Rinaldi era un hombre bien parecido, joven, delgado y con ojos peculiarmente llamativos, solo que, aunque pensara que se trataba de su físico, lo que alejaba a las mujeres era su actitud pedante cuando tomaba, esa aversión que daba cada que abría la boca siendo despectivo con todos, hiriente, grosero. La tarde empezaba a caer y él no tenía rumbo alguno, entonces, ya sin saber si estaba soñando o no, se botó en la banqueta para seguir bebiendo, pese a no poder más. Algunos le llegaron a aventar unas monedas, él se reía, se reía de que le aventaran diez o cinco pesos porque en su cuenta tenía diez, pero mil y un poco más, le daba risa esas personas arrojando su dinero a un tipo que tenía un abrigo Louis Vuitton y unos zapatos de marca, más risa le daba recordando que muchos de esos abrigos habían terminado en la basura después de vomitarlos y con tal de no tenerlos que lavar, y ellos minimizándolo, ¿por qué? Porque no leían, porque no lo conocían y si lo habían leído acaso, no habían buscado su cara, así tal cual la mujer del sombrero.
Tirando en la banqueta el recuerdo de Valentina lo asechaba, se le aparecía como un fantasma desnudo y con piel no traslúcida, pero sí muy blanca, con esa pequeña cintura que lo envolvía como su presa cada que ella quería, se aparecía su cabello quebrado, sus manos delgadas, sus pecas salteadas como estrellas en el cosmos de su cara. Cuando pensaba en Valentina sentía a su corazón hacerse pequeño y nuevamente esas preguntas vagaban en su cabeza: si sería por su cara, por sus lentes, que si sería por sus labios o por su nariz, él varias veces le había propuesto dejar a Roberto e irse juntos a cualquier lugar que ella quisiera, sabía que nada podría faltarle y no comprendía por qué no decía que sí.
5
Menos ebrio, se enderezó de la banqueta sacudiéndose las monedas que le habían aventado. Iba desaliñado y aún mareado caminando por el centro para llegar a su casa, lo único que esperaba era que los reporteros de las editoriales ya no estuvieran ahí. Las luces de los autos alumbraban su silueta demacrada en la noche ambulante, ahí, con su mano sujetando la botella medio vacía y con una mirada hundida en melancolía, pudo llegar a casa. Abrió arrojando las llaves a donde cayeran, no prestó atención al sillón ni al plato en la mesa, se pasó derecho sentándose en el piso a beber lo que restaba, y ya acomodado buscó en su abrigo su teléfono pensando en que tal vez lo había perdido, pero lo halló e inmediatamente decidió llamarle a Valentina. Lo intentó cuatro y cinco veces más, y cuatro y cinco veces el teléfono estuvo sonando sin que respondiera, hasta que estuvo a punto de aventarlo contra la pared, sin embargo, pudo pensar en el número de la mujer del sombrero, así, antes de aventarlo, buscó el papelito amarillo y al parecer lo había perdido. Entonces, el recuerdo de Valentina se vio opacado por el de la mujer del sombrero, no era algo adrede, no era cambiar un recuerdo por otro, pero esa mujer que parecía una epifanía había llegado hasta su mente envolviéndolo todo, haciéndolo tomar su celular y, envalentonado, escribirle: ¿te gustaron tus películas? Mientras esperaba a ver si respondía seguía empinándose la botella.
—¿Tú me las diste? Muchas, muchas gracias por lo que hiciste.
Miró el mensaje decepcionado, a lo mejor esperaba más entusiasmo, más interés. Molesto y tomado escribió «bueno, creo que aquí no hay nada más, se ve que ni te intereso. Adiós», entonces sí, aventó su teléfono para no querer saber más de ese asunto. Escuchando «Harvest Moon» se botó a beber hasta quedar, de nuevo, inconsciente. Ahí vio a la mujer llamada mamá llegar a sentarse junto a él, él siendo el niño de mamá y llorando un poco en ese limbo
—¿Por qué estás triste? —le acomodó su cabello tras la oreja— si eres el niño con la sonrisa más bonita del mundo.
—Porque no estás, mamá, y te extraño mucho.
—¿Me extrañas? Mi niño, pero si creciste en una casa donde nada te faltó.
—No, mamá, no lo sabes. El señor de camisa blanca siempre le pegaba a la señora que era su esposa, los niños se escondían y yo me quedaba solo, y el señor, cuando ya no podía pegarle más a la mujer, me tomaba a mí. Eso no era una casa, mamá, yo no quería una casa, ¡yo quería un hogar! —estalló en llanto.
Su mamá lo veía intentando hacerle entender que ése era un sueño y que en realidad ella nunca había sabido lo que sufrió en esa casa, pero si ella hubiera estado, lo habría abrazado cada noche bajo cada sueño, nunca hubiera permitido que le pegaran ni porque «así se educan», los cuentos no hubieran faltado ni los flanes, los dulces ni las películas, pero la vida de Mateo no había sido fácil, haber quedado huérfano a los seis años fue una ola de sucesos desagradables que lo perseguirían día tras día, hasta esa adultez perdida y rota con el alma de un niño que deseaba ser querido, y en vez de ser querido era rechazado, malquerido, dejado a la nada para que la nada se ocupara de él, y con Valentina alejándose de su vida cada que se le antojaba, además de una silueta de sombrero con la cara llenita de lunares, al menos quería saber cómo se llamaba esa mujer, quería saber si ella lo había notado, si notaba que él ya la amaba.
(CONTINUARÁ)
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