3
Ella llegó alrededor de las nueve, podía haber sido un día habitual, de esos que no significan nada, pero eligió el sombrero rojo de bombín entre todos sus sombreros rojos de diferente modelo. El sombrero rojo de bombín lo usó por última vez cuando Yuyu la dejó, fue un día lleno de tristeza porque pensó que con él se había ido también su sonrisa, sus pinturas, colores, estrellas y sol, le lloró tanto que un día despertó queriendo llorar sin que sus lágrimas salieran, fue al médico y luego al psicólogo, y nada, sus lágrimas se le habían escapado. Yuyu fue por un largo tiempo su amor, su mejor amigo y confidente, se habían conocido en la facultad cuando coincidieron en la clase de figura humana, él venía de otro país huyendo de unas desgracias familiares y ella estaba aún con el corazón roto. Desde que se miraron hubo un suave encanto de quien ve por primera vez los ojos de la muerte, pero también de Dios, se juraron tantas veces amor que al final no sabían si lo era o si lo forzaban a ser por la convicción de mantener vivas las promesas, sin embargo, el día del bombín rojo, ella había despertado de una terrible pesadilla en donde unas sirenas con filosos colmillos se llevaban a Yuyu preso en sus encantos. Cuando abrió los ojos le temblaban las manos, su corazón podía oírse latir y en la ventana, afuera, una golondrina se postraba. Sabía que era mal augurio. Trató de despejarse de aquel sueño, se levantó, sacó el caballete, nuevo lienzo, acomodó el banco y, apenas destapando la linaza, ésta se regó sobre las pinturas, nada grave, nada grave hasta que, al levantarse de golpe por la linaza esparcida, tiró los óleos sobre las mantas. Aventó el pincel con enojo, se arrebató su delantal echándolo al suelo y yendo a tomar su sombrero de bombín junto con su bolsa.
El día parecía normal, salvo que no lo era, ella no estaba preparada para la sorpresa que se llevaría al llegar a la facultad. En la puerta de Artes, Yuyu la esperaba con la cara desencajada, ese tipo varonil tenía la lágrima colgada, estaba con una pequeña flor que parecía haber sido arrancada del parque, ya que no era de mucho dinero para ir por flores decentes, pese a que a ella las flores no le gustaban. Al mirarlo pudo sentir que su estómago se abría, pero no tuvo tiempo suficiente de pensar, sólo caminó hacia él, lo besó en la frente, tomó a la flor y se quedó parada clavando sus enormes ojos cristalinos en los de él; él se le acercó para darle un abrazo apretado, de esos en los que se puede saber que es el último, el de despedida. Para cuando se apartó de ella las lágrimas ya le rodaban, caían en salpicones, se rompían en el suelo, solamente salió de su boca un perdón que lo dijo todo, y es que, allá, del lado opuesto de donde se oculta el sol en los amaneceres, había luto en su hogar. Tuvieron que separarse y eso de que regresaría o de que se iban a esperar era una falacia, así que decidieron, por el amor de ambos, despedirse sin pensar en volver a encontrarse, sin una llamada o mensaje que sacudiera su paz.
De lo de Yuyu habían pasado cerca de nueve años y en aquella mañana en la que iría a la tienda de películas, todo había comenzado mal; el despertador no había sonado y debía ir al museo para entregar una réplica antes de las ocho, así que, aturdida y aún somnolienta, se puso lo primero que encontró y el primer sombrero que cogió fue aquel bombín, ¿por qué? Porque era el que quedaba afuera, sin empacar. No hubo tiempo para regresarlo ni para reflexionar los hados de la vida, simplemente no hubo tiempo de nada, salió corriendo con su portafolio bajo el brazo y llegando al metro vio desde el andén cómo se iba su ruta, la gente le rozaba y odiaba sentir el contacto con otros desconocidos, le perturbaba que le respiraran cerca o que un dedo tocara sin querer a su mano, pero tuvo que pasar por ello para llegar a tiempo a la entrega de la réplica. Llegó tarde, sí, era ésa su costumbre, y Teresa junto con Abel la estaban esperando en la oficina listos para recibir la obra, tan la conocían que al comprador le habían dicho que estaría lista para las diez, podían tolerarla así fueran cien horas porque su trabajo era magnífico, valía la pena esperarla el tiempo que fuera, dar la cara a los clientes por ella y guardarle su lugar en el museo. Cuando la vieron entrar a las carreras, azotando la puerta y resbalando, pudieron finalmente volver a respirar. Entregó la obra, el cliente la revisó con esa cara de altivez, Teresa, Abel y el cliente quedaron tan sorprendidos como siempre, le pagaron y se fue, se fue asimilando que lo que traía en la cabeza era el sombrero con recuerdos de Yuyu, pensando que regresar a su casa para quitárselo no era opción y que lo mejor que podía hacer era ir a llenar la canastita azul con películas.
Al fin entró a la tienda y, aunque tenía en su cartera seis mil pesos, no compraría ni una sola película, no era necesario, no podía tener tantas cosas materiales, pese a que las anhelaba. Entró haciendo sonar la campanita de la puerta mientras que Jimena la vio sonriendo. Recorrió cada película, como era su costumbre, luego tomó la canastita empezándola a llenar, una película tras otra, hasta que la puso sobre el mostrador y, antes de buscar su cartera, Jimena la detuvo y sacó de abajo una caja grande.
—Tienes un admirador secreto —le dijo—, y te quiso regalar esto.
Ella la miró con desconcierto, no podía entender a qué se refería.
—¿Un admirador?
—Sí, y si te dijera quién es, te mueres, pero me hizo jurar no decirte. Mira, aquí van como cincuenta películas, todas las que me has apartado, eh, ¿qué te parece? Sólo alguien muy loco haría eso, ¿no?
Quedó boquiabierta, enmudecida y de hombros alzados, nadie nunca había hecho tal cosa por ella, «¿cómo era posible?». Dejó la canastita para poder cargar la caja, misma que estaba algo pesada. Quiso revisarla, sin embargo, creyó que se vería demasiado interesada y decidió mejor no abrirla hasta llegar a casa.
—¿Cómo se llama?
—Oh, no puedo decírtelo, discúlpame, pero se lo prometí ¿Éstas también las dejarás apartadas?
Pensó por un momento mirando la caja y luego a la canasta sin saber qué responder.
—No, ésas ya no, perdona, mira, deja que las ponga en su lugar…
—No, no, no hay problema, yo las acomodo. —Le detuvo la mano para que las dejara en el mostrador.
Dio las gracias y sin indagar más sobre su admirador salió de la tienda con la caja casi tapándole la vista, tuvo que esperar en la esquina para tomar un taxi en lo que, curiosa, volteaba para atrás, a la tienda, por si ese admirador también la estaba buscando a lo lejos, pero nada, su admirador, sin saberlo, estaba todavía en su casa limpiando su vómito.
4
Mateo despertaba con los primeros rayos de luz penetrando dolosamente entre sus párpados, nuevamente la botella de wiski vacía, el piso con vómito, las llamadas a números desconocidos y esa perra soledad que le dolía no más que su cabeza. Se puso bocarriba tallando sus sienes, olvidando una vez más aquel sueño, regresando de golpe a su realidad; allá afuera ya podía escucharlos. Miró a sus perros estarle pidiendo comida, luego vio que se habían cagado dentro de la casa y eso lo malhumoró, en vez de que su rutina se viera modificada por algo positivo tenía ahora que lidiar con limpiar su vómito y el popó, y la verdad era que no tenía fuerzas para hacer ambas cosas.
A como pudo se levantó del piso, sacudió su cabello y tronó sus manos y cuello, debía comenzar otra vez como siempre se comenzaban sus días: de cero. Resignado salió al pequeño patio por una cubeta con detergente y por una escoba, no sabía exactamente por dónde empezar, pues las patas de sus perros habían pisado el vómito de él yendo a esparcirlo por todo el piso, pero, qué más daba, «total, es mío», pensó, y así fuera del mismo pontífice o de la maestra de Teoría literaria que tanto le gustaba, jamás lo limpiaría, aunque había pensado contratar a alguien que lo ayudara, que le hiciera de comer a ver si así ya se animaba a no dejar enfriar la sopa, alguien que limpiara su desastre, pero de tan solo saber cómo era, sabía, sin tenerlo que pensar mucho, que nadie se atrevería a asumir esa tarea porque ¿quién va a querer estar con un borrachote limpiando sus vómitos además de las cagadas de sus perros?, qué más daba, él solamente quería limpiarlo todo y salir para saber qué había pasado con la mujer de las películas, necesitaba ir y saber si Jimena se las había dado, lo que habría dicho y, al menos, saber si se había emocionado.
Limpió sus desgracias, después fue a tomar su saco negro y sus lentes medio rotos, mismos que sacudió, revisó y con una mueca de desaprobación se los puso, dejó a sus perros comiendo y se marchó para ver a Jimena. El día regresaba a ser siempre el mismo, las persecuciones también, no había una singularidad en su vida, su vida se encontraba mórbida, las cosas no le salían como deseaba y es que tampoco las intentaba más de dos veces, aunque, en esa ocasión, si la cosas salían mal con la mujer del sombrero y le perdonaba su atrevimiento sin meterlo a la cárcel, él podría comprarle un videoclub completo e invitarla a salir. Eso no era en sí un plan pues no estaba planeado en absoluto, medio se podía imaginar la escena catastrófica de hablarle tartamudeando, como aquella ocasión en la que se encontró con Verónica y fueron tantos sus nervios que terminó escupiéndola, sin embargo, si eso pasaba con la chica del sombrero, él ya estaba preparado mentalmente para la resignación y la vergüenza, así que, viéndolo de ese modo positivo, nada podía salir tan mal y no tenía nada que perder, «ces’t la jodida vie».
Logró salir de su casa y de su cuadra, siempre cabizbajo intentando ocultarse en sí mismo, a veces usaba las gafas negras junto con su boina para disimular y que, de ese modo, pudiera despistarlos haciendo más tiempo entre que veían si era o no él, si era acaso Rinaldi.
(CONTINUARÁ)
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