TERCERA ENTREGA

 

Salió de la tienda cuando la noche había caído, por un momento pensaron en ir a la cantina, sin embargo, él ya no tenía mucho efectivo y las tarjetas se habían quedado en su casa sabiendo que era la mejor opción para no terminarse su dinero en alcohol, aunque, quizá más tarde terminaría haciéndolo. Caminaba hacia su casa pateando las piedritas que iba encontrando en su paso, el regreso era mucho más difícil que la salida, era como haber recorrido la carrera, llegar a la meta y luego tener que volver a la marca de partida, solamente que esa vez no había tanta gente como para sentir que la distancia entre codo y codo era infinita, ahora iba su codo solo, desairado en la nada buscando a su codo amigo. Llegaba a casa y lo que pensaba era en el plato sobre la mesa y en la sopa fría, cuajada, en la estufa, pero qué más daba, así era su vida y no tenía idea de cómo cambiarla, generalmente, cuando sentía más vulnerabilidad, tomaba hasta quedar inconsciente, pero, en esa noche húmeda beber no era una opción, estaba apenas terminando su resaca y no quería empeorarse. Llegó saludando a sus perros, les sirvió de comer y se echó en su cama a revisar las noticias en su celular, en primera página estaba la nota de las ofertas de las tiendas en Guerrero, en el vídeo miró a un enardecido cúmulo de personas esperando a que las puertas del comercio se abrieran para entrar a empujones, jalones de cabello, codazos. Mateo los veía caer al piso y ser aplastados por otros sin importar si eran señoras mayores, hombres en bastón o niños y, al fondo, el policía contemplado el espectáculo. «¿Para eso tenemos capacidad mental?», se preguntaba comenzando a deprimirse por vivir en un mundo tan absurdo, luego pensaba en lo absurdo que es matarse unos a otros, después vino a su mente el maldito gordo que había terminado con la vida de John Lennon, sentía cómo empezaba a colapsar, cómo su pecho se apretaba impidiendo que pasara el aire, se puso en posición fetal en su cama y luego vinieron las lágrimas, era un llanto profundo y cualquiera que lo viera pensaría que ha muerto un familiar suyo, pero no, él le lloraba a Lennon, su padre, amigo, consejero y gurú, Lennon lo había acompañado en sus horas más solas y vacías, lo había escuchado quejarse de la vida, lo miró cuando ingirió las pastillas de Valium y Clonazepam, también cuando trató de ahorcarse y la lámpara de su cuarto se desprendió por el peso, cómo no llorarle a alguien que nunca había conocido, eso era más leal que llorar por un amigo que lo había abandonado en el hospital por vergüenza, era mejor que llorarle a Valentina o a Violeta o a Verónica.

Las noches así eran largas, unas tras otras, siempre tan eternas en esa casa vacía de presencias pero llena de recuerdos. Cuando terminaba su llanto trataba de tomar aire con sus ojos cerrados e hinchados, luego sus perros lo iban a ver y, pese a que él no tenía ganas de hablar, terminaba haciéndoles plática retomando así las fuerzas para levantarse a desayunar mientras contemplaba a la madrugada por su ventana, y ahí, entre los cielos pálidos y una luna empañada por el humo de la ciudad, recordó a la mujer del sombrero rojo, no sabía si sería ese mismo día cuando fuera por las películas o después, y eso le causaba más ansiedad. Pensaba en ponerse a escribir un rato antes de que saliera el sol, en su máquina de escribir tenía puesta una hoja con algunas letras en ella, pero junto se asomaba la botella de wiski, entonces, no teniendo nada que hacer, se acercó con la mano dudosa para tomarla, era ése el momento en que perdía el control bebiendo hasta terminar golpeándose contra las paredes de lo borracho que andaba, yendo entonces casi a gatas para tomar el teléfono y el directorio marcando los números al azar, siempre era lo mismo, la gente o contestaba mentando madres o no, y Mateo, exhausto de vivir, acababa tirado en el piso roncando y apestando a alcohol. Entre sus sueños de ebriedad repetía la escena que más amaba, no estaba seguro si se trataba de una película o si de verdad había sucedido haber estado con la mujer alta de cabello café porque en su sueño recurrente esa mujer lo tomaba de la mano y él podía oler su pelo, sentir su piel suave, pero lo que no podía hacer jamás era ver su cara. Tal vez por ese sueño era que bebía, a lo mejor solamente de ese modo podía ver a esa mujer que lo cargaba y a quien le decía mamá. A veces, un señor llamado papá también aparecía, así que Mateo volvía a ser pequeño sintiéndose a salvo del mundo, ahí no había dolor.

 

 

2

Todo sucedía de nuevo una y mil veces, mil veces las promesas se rompían con la autodestrucción y otras mil más volvían a armarse, pero era todo una farsa y él lo sabía, aunque, el hecho de saberlo no quería decir que quisiera mentirse adrede, porque Mateo se miraba en el espejo odiándose, «¿quién te crees tú para venirme a doblegar? ¡Quién jodidos eres!», se decía mirándose en el reflejo decadente, y de nuevo debía recoger la basura, quitar la evidencia de su delito, guardar la botella casi vacía y limpiar su cara, era hora del baño y el momento de no poder recordar si se había bañado ya o si todavía no, así que iba y se metía en la regadera helada sintiendo al agua estrellarse en salpicones contra su nuca, ahí en la regadera trataba de recordar lo mejor que podía el sueño, sin embargo, era tan imposible que casi lloraba de impotencia ¿Cuándo había dejado de existir? era la pregunta constante que se repetía al mirarse las manos y no reconocerse, pensaba que un día despertaría sin reconocerse tampoco la cara, entonces, entre su delirio y la regadera, en vez de recordar a la mujer del sueño entrevió a la mujer del sombrero, de inmediato tuvo un sobresalto, «¿existe?», pensó, «¿fue real?». Debía ser real porque sabía que ni en el más recóndito de sus pensamientos podía llegar a crearla, así que, a tropiezos y salpicones, salió de la regadera medio envuelto en una toalla, apenas iba a secarse cuando los escuchó afuera, todo el tiempo llegaban, esperaban y se iba, y sabía que todo era un quid pro quo en esta vida, era ese pensamiento el que le permitía no salir y abofetearlos, pese a sentirse observado trataba de disimular, de fingir que no había nadie acechándolo y, cuando al fin estuvo vestido, tomó su abrigo, sus cigarros que metió en la bolsa del mismo y salió medio saludando, como si acaso eso fuera lo que toda su vida había querido. Una vez más estaba el umbral de la puerta, traspasarlo era como ver esa luz de la que hablan antes de morir, era la barrera que cruzaba entre su mundo y el mundo superfluo de afuera, el mundo de los codos dispersos y la distancia. El motivo de ese día era la mujer del sombrero, así que esquivaba a las miradas curiosas hasta que en la lejanía su silueta se les perdía, él entonces estaba a salvo.

Ese día podría haber sido igual que el resto; caminar mirando a mujeres estelares, idealizarse, fantasear con llegar a la esquina de la catedral en punto de las cinco de la tarde para esperarla, ¿a quién? Pues a ella, quien quiera que fuera, ella que llegaba y se abalanzaba sin quererlo soltar, la que le contaba sobre su día en el trabajo y prestaba oídos para escuchar su nuevo argumento para su próxima obra, la que lo admiraba de pies a cabeza y la misma que había leído todos sus libros memorizando páginas enteras, «¿por qué no puedo si me lo merezco?», de momento decidía volver sus pensamientos al presente viendo sus pies avanzar, y el recuerdo de la mujer del sombrero reaparecía haciéndolo andar más rápido hasta postrarse en la puerta de la tienda de películas. Su corazón latía tan acelerado que no sabía si estaba por sufrir un ataque de pánico; manos sudadas, presión en el pecho y ganas de gritar. Abrió la puerta y fue con paso firme sin dirigir la mirada a nadie más, solamente a Jimena. Jimena ya lo estaba esperando porque traía una enorme sonrisa como diciendo «ajá, sabía que ibas a llegar», era temprano, a propósito había decidido llegar a esa hora por si acaso un sombrero rojo se asomaba de entre las películas, pero por más que buscó con la mirada y el cuello alzado, ella no estaba.

—¿No ha llegado? —preguntó con preocupación mientras se acomodaba en el banquito.
—¿Quién? —luego de unos segundos pensando recapacitó— ¡ah!, la muchacha… no, no, ya hasta se fue y sí, así es, le di la caja con películas que tú, y según dije su admirador secreto, le dio.
—¿Y? ¿Qué te dijo? —cuestionaba con sus ojos desorbitados y bien abiertos, con su pierna moviéndose de arriba para abajo—. ¿Qué hizo?
—¡Pues qué iba a hacer! Se emocionó y por más que me preguntó quién era su admirador, yo —con un ademán de cierre en la boca— no dije nada. Chitón, carnalito.

Él se quedó pensativo por un breve momento.
—Oye, me dijiste que tienes su número, ¿no?
—Sí, ¿qué?, ¿apoco le vas a llamar?
—Dámelo, ya veré si le llamo o no.

Jimena hurgó entre los papeles amontonados que tenía junto a la registradora y de todos cogió un papelito amarillo que decía «pendeja», dándoselo. Él lo leyó y sacó una pequeña risa.
—En serio la odias ¿Qué no tiene nombre? —Jimena le dijo que no encorvada de hombros.
—Pero, si quieres, cuando regrese le pregunto, o no, ¿sabes? Mejor quédate con la duda a ver si por la duda le llamas.

Dobló el papelito y lo metió en la bolsa de su abrigo, no estaba seguro de llamarla y tenía miedo de que, en sus momentos de borracho, en vez de tomar un número al azar, tomara el de ella, y tampoco podía quedarse sin conocerla un poco.
—No sé por qué piensas que el mundo va a conspirar en tu contra, Mateo. Digo, en esta ciudad nadie está en la vida de otros, no tenemos tiempo ni de conocer al vecino, a veces las caras no son familiares cuando vamos en el metro o, bueno, tú que casi no lo usas; las caras familiares son de los mismos que siempre están en la cantina, pero en realidad nadie te va a perseguir, bueno, si acaso «ellos».
—Sí, créeme que yo también me pregunto lo mismo, sólo que yo no soy dueño de mis pensamientos, a veces ni siquiera de mi realidad, es como si habitara un cuerpo que es un robot, y yo, dentro de este robot, a veces no existo o me duermo y no puedo recordar si el robot ya comió.

Se sentó en el banquito tomando su teléfono para guardar el número de la mujer, «sombrero rojo», escribió y regresó el celular a su abrigo. A sabiendas de que ella ya había ido, no le quedaban muchas esperanzas de verla ese día, pensó en la opción de llamarle o de mandarle un mensaje tal vez poniéndole «¿te gustaron?», sin embargo, pensaba «qué atrevimiento». Al final solamente se puso a platicar con Jimena de cosas irrelevantes sin volver a tocar el tema…

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

PRIMERA ENTREGA
SEGUNDA ENTREGA

 

 

 

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