Fotografiar es colocar la cabeza,
el ojo y el corazón en un mismo eje.
Henri Cartier Bresson

He escuchado muchas opiniones de personas mayores de cuarenta años en el sentido de que actualmente se le falta al respeto a la fotografía. El siglo pasado, el oficio fotográfico —aun ejercido de manera amateur— entrañaba una serie de rituales. El primero consistía en conseguir el dinero —no hablo de los fifís, por supuesto— para hacerse de esa cámara que nos guiñaba su ojo ciclópeo tras el cristal de un mostrador. Generalmente venían provistas de un rollo de veinticuatro promesas, veinticuatro posibilidades de capturar momentos que merecían acompañarnos para siempre archivados en el álbum familiar o personal. Después venía la persecución de los instantes memorables, actividad que, como toda cacería, requería paciencia y sagacidad. El proceso podía prolongarse durante uno o más meses y no era infrecuente que cuando quedaba un par exposiciones, se dijera ya voy a tomarlas para llevar a revelar el rollo. Después venía el proceso de revelado e impresión, en los ochenta ya había máquinas que podían realizar tal acción en una hora, antes, había que esperar cuatro, cinco, siete días para conocer el resultado de las dos docenas y cuatro unidades de aventuras visuales. Quien iba a recogerlas, pocas veces resistía la tentación de abrir el sobre in situ y echarles un vistazo. Al arribar a la casa, convocaba a una reunión plenaria que se desarrollaba en torno a la mesa; las fotografías circulaban de mano en mano provocando asombros, comentarios, nostalgias, tenues sonrisas o sonoras carcajadas.

Para los profesionales, el proceso era mucho más rico y placentero, el primer paso era la consecución del equilibrio entre la apertura del diafragma, el tiempo de exposición y la sensibilidad de la película para conseguir texturas, contrastes, profundidad de campo, foco selectivo, barrido o congelamiento de la acción. Seguía el encuadre, esa difícil decisión del rectángulo de mundo que merece ser inmortalizado. Procedía la inmersión al laboratorio, esa caja negra, tenuamente iluminada por un haz rojo, que era una suerte de laboratorio de alquimista en la que se producían milagros; el paso de la película al negativo, la proyección de la imagen sobre el papel emulsionado, el baño de éste en varias charolas con diferentes sustancias químicas y la aparición paulatina de la imagen eran verdaderos prodigios de una hechicería develada solamente a unos pocos elegidos.

Todo eso ha sido desplazado por la inmediatez; la facilidad con que se obtienen imágenes fijas ha mermado misterio a la captura y, en muchos casos, la ha banalizado; en las redes sociales aparecen los alimentos que están a punto de ser deglutidos, los tenis recién llegados por mensajería o las heroicas pantuflas que cumplen un bienio de soportar un cuerpo, el estado en que dejó el perrito el calzón que logró bajar del tendedero. Sin embargo, la fotografía sigue siendo una valiosa aliada de la memoria y de la creación plástica, los fotógrafos actuales, hayan vivido o no la transición tecnológica, siguen valiéndose de ella para acechar, con paciencia de felino, el momento en que la realidad cometa algún error o se engalane con una maravilla. Es el caso de Santiago Arau, el fotógrafo nacido en la Ciudad de México en 1980 que, según se lee en su página web, «a lo largo de 20 años de carrera como fotógrafo y cineasta ha participado en exposiciones individuales y colectivas en lugares como en Casa América en Madrid (España), Bienal de Venecia (Italia), el Museo de Arte Moderno de Filipinas y Bellas Artes (México) por mencionar algunos.

«Durante los últimos años, ha documentado la vida en Ciudad de México, donde ha fotografiado conciertos masivos al aire libre, protestas y marchas, además de zonas marginadas, también ha realizado trabajos fotográficos deportivos en Mundiales de Fútbol y Juegos Olímpicos, fotografía documental en África, paisaje, retrato y también cortos cinematográficos.

«En su más reciente etapa como fotógrafo, se ha especializado en fotografía aérea sobre todo con drones».

Durante esta contingencia no se ha quedado en casa, sin importarle el riesgo que ello implica ha recorrido las calles y los hospitales covid para darle rostro a las frígidas cifras que leemos cada día. Ha encontrado el lado luminoso de la oscuridad con su registro de los pacientes dados de alta, ha testimoniado las huellas que dejan los equipos de protección en los rostros fatigados pero indómitos del personal de salud, ha develado el optimismo y la sonrisa en los ojos de rostros embozados, ha encontrado vida entre la lluvia y la soledad de una ciudad amenazada.

Un buen fotógrafo es un amanuense de su tiempo, un perpetuador —permítaseme el terminajo— de dichas e infortunios, pero también un captor de llantos y de sueños; el plumaje de Santiago Arau es de ésos.

 

Foto: Santiago Arau

 

Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau
Foto: Santiago Arau

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