Conocí a Antolina Ortiz porque un día me llegó por casualidad un anuncio de unas yurtas en Xico, Veracruz. Las yurtas son las casas donde viven los nómadas mongoles en las inmensas estepas de Asia Central. Me pareció increíble que alguien tuviera yurtas en esta región de Veracruz, y la contacté para preguntar si vendía una. No la compré, pero un tiempo después fui con mi familia a pasar unos días en ellas.
Ya antes, yo había estado en una yurta en Francia en 2008, que tenía una chica francesa en La Provence. Ella criaba cabras en Los Alpes durante el verano y en invierno bajaba a vivir en su yurta y a vender sus productos hechos con leche de cabra. Desde ese entonces me fascinó ese microcosmos hogareño y cálido que representa una yurta.
Cuando me mudé a vivir a Coatepec y andaba buscando harina integral y de centeno, alguien me dijo que Antolina tenía una tienda de productos ecológicos en su casa en el centro de Coatepec. Así que de vez en cuando pasaba por ahí para comprar productos para mis panes alemanes. Ahí también me enteré que Antolina era escritora y que tenía cuatro novelas publicadas.
Recientemente encargué “Seda Araña”, que leí con sorpresa, emoción y un deleite que no experimentaba desde hace mucho tiempo en la lectura de un libro de literatura, por su cadencia poética, su lenguaje suave e íntimo, y por la extraordinaria introspección que logra al narrar una historia en medio del horror de la guerra.
Seda Araña es literatura de una especial confección, cosida con hilos de palabras e imágenes que forman una hermosa tela de literatura. Con capítulos y oraciones cortas (algo que agradecí y aprecié enormemente) expresa con un lenguaje poético, y que muchas veces se vuelve poesía pura, escenas y emocionalidades que te llevan a sentir que estás ahí, junto a la protagonista, acostada en un campo de lavanda sintiendo la paz y la felicidad, antes de saber que muy pronto desaparecerán.
“Recuerdo penetrar en aquel perfume. Me recostaba sobre mi vieja colcha de cuadros, inmóvil, conteniendo la respiración, quince, dieciséis, diecisiete segundos, apretando los párpados, esperando en los arbustos, mirando el sol hundirse en el follaje. Olía como huele ahora: a mar exaltado, a cebolla, a lavanda.”
“….Y las sombras subían a las paredes como arañas mironas. Mis dedos subían mi falda a la pantorrilla. Atoraban algo en mi pecho. Sus dedos, tus dedos, mis dedos, detenidos entre mis piernas: esa humedad, ese dique ante el océano, esas ganas infinitas de expandirme, de gritar, de callar, esas ganas enormes de hablar sola, de decir un nombre, de romper el silencio. Y de repetirlo todo.”
Antolina Ortiz teje con sus palabras y con sus imágenes una historia de dolor, soledad y ausencia. Teje la vida de una niña que también teje con sus manos. Elsa Linker vive en una Holanda antes y durante la Segunda Guerra Mundial. En Seda Araña, Elsa nos comparte lo que ve, siente, oye, atestigua y sufre, sorpresiva y atónitamente, esa niña que se hace joven, que cruza su adolescencia en medio del horror, rodeada de cientos de arañas que, como ella, tejen la historia y la tela de la guerra.
La presencia y la ausencia de los padres de Elsa corren a lo largo de su memoria. La presencia y ausencia de sus abuelos, de su Opa y de su Oma, la hacen vivir y atravesar esa tragedia. Por eso Elsa tejía, para “ordenar las cosas”, para como ella lo dice “unir lo que antes estaba separado”.
“Recuerdo que el faro olía a deseo y a lana. Olía a fibra, olía a sol. La lana olía a dulce. Olía a durazno. Olía a mar. Huele a mar. Olía a silencio.
(de mi padre)
(de mi madre)
Duele amar.”
Cuando la invasión alemana llega y la guerra explota, Elsa seguirá tejiendo y cosiendo, con la seda de las arañas, en un Faro en la costa.
“…Todo es gris.
Menos mis suecos azules.
Menos mi piel rosada.
Y la sensación duradera de la mano de mi abuela
sobre mi mejilla.”
Sorprende en la novela, la sutil pero a la vez aplastante descripción de la contundencia de la invasión, del destrozo, del bombardeo, de la invasión terrestre, marítima y aérea de ese territorio, que a la vez será de toda Europa. Sin ser totalmente explícita, Antolina, a través de los ojos de Elsa desde el Faro, transmite esa aplastante locura:
“Desde lejos, la svastika de los Junkers me parecía una clepsidra en la panza de una araña. Los aviones se perfilaban frente al sol: seis mil aviones cayendo del cielo en picada. Ángeles oscuros, sus alas torcidas quemando trozos de cielo.
….Tejí y miré por la ventana; miré y tejí: y los aviones dejaron cicatrices de humo en mi piel.
Seis mil veces esa semana.”
Aviones que puedes casi tocar por la fuerza de la visión de Elsa y del relato de Antolina, o de la visión de Antolina y del relato de Elsa. Elsa escondida en el faro, como para protegerse a sí misma, “dejó de llorar, pero no volvió a reír”.
El faro fue para Elsa una ventana a la guerra, en primera fila. Desde ahí Elsa observa todo ese odio y esas muertes. Desde ahí Elsa enloquece un poco, una locura al punto del suicidio. Tiene un radio y un hombre como única comunicación hacia afuera. Hacia adentro las arañas, el viento, las olas. La película que Elsa ve desde su ventana es la de unos aviones y esos ángeles caídos, caídos del cielo, caídos al mar.
A Elsa nadie la ve. Sólo la ven las arañas con sus ocho ojos, con sus miles de ojos, y su gato. Seda Araña habla de la necesidad de que nos vean y que nos toquen; necesidad de ser vistos y ser tocados.
Esa niña, esa joven que es Elsa, transmite una tristeza desgarradora, no precisamente por la guerra, porque a ella la guerra no la toca, pero toca todo su entorno. Tristeza por ser precisamente esa niña que desde la soledad vive toda esa manifestación de odio y destrucción.
Seda Araña transmite la soledad a través del anhelo casi urgente del contacto físico, de la necesidad del contacto, de la necesidad de ver y tocar, a Luuk, pero también a esos hombres que caen del cielo muriendo, acribillados, muertos, muertos muriendo. Elsa necesita vitalmente el abrazo y el amor, como antídoto a la muerte y la soledad.
“…Lo vi flotar completamente relajado desde los binoculares. Vi cómo las balas lo perforaron. Creo que no sintió la muerte, de tan de prisa que llegó. En un momento dado, sentí que me miraba. Ni él ni yo parpadeamos. Su aliento se posó en el borde de mi boca. Creo que intentó tocarme, desde lejos. Creo que la esquina de su labio quiso apretarse y decirme que alcanzaba a verme. Pero el cielo expulsaba a sus ángeles. Y no pude escuchar nada más.”
Desde el faro sólo puede ver muerte, muerte alrededor, en forma de cadáveres. Muerte que viene de la ignorancia, del odio, y de la sangre, muerte de sangre. Muerte que viene de la soledad. Muerte que viene de tela araña, de seda araña, del cielo, del sol, del mar. Muerte que viene de los muertos y muerte que viene de los vivos. Muerte que viene de la tristeza, de arañas que arañan y hablan, de arañas que lloran y hablan. Muerte de arañas encerradas, como Elsa; arañas solas y encerradas, como Elsa; arañas tristes y solas, como Elsa.
Elsa es una niña sin enemigo, uno se pregunta ¿por qué no se regresaba con su Opa? ¿Por qué no escapaba? Nueve millones de muertos al final (en Holanda sólo) sólo demuestran la locura, no de Elsa, sino del mundo, pero que la alcanza a ella. Una locura en su vestido de novia de 18 años, en su vestido puesto sobre su piel esquelética y ya casi ciega.
Luego la liberación. Me pregunto si Elsa habrá sido liberada también. Liberó a la arañas, pero ¿a ella también? Se salvó, pero no sabemos si se liberó. Se liberó, pero no sabemos si se salvó. Huye, sale persiguiendo el olor a lavanda y ¿a felicidad? Ese olor la mantiene viva ¿a qué costo?
“…La seda duele. Huele a mar; duele amar. La seda huele a silencio”.
La salvan los recuerdos, el olor a lavanda, la mano de su abuelo. Seda Araña, tela araña, telaraña.
La verdadera enfermedad del hombre es esa locura del odio. Es Paradójico que al leer Seda Araña me encuentro con esa palabra “enfermedad”:
“Nos hemos contagiado de una enfermedad…. La nieve no cubre a tantos muertos”.
La muerte como una enfermedad. El odio como una enfermedad. El mundo nuevamente contagiado por las invisibilidades y la ceguera de las personas. Un mundo que ya no resiste. Una enfermedad que no resiste. La soledad impuesta al mundo, a las personas, a las familias. Para Elsa, la soledad fue una fortuna, la salvó, pero también la enloqueció. Esta nueva soledad, esta distancia, este aislamiento nos salva, pero nos vuelve locos, nos enferma de locura.
“…No podemos saber qué enfermedad tiene cada persona, con absoluta certeza, de tan solo olerlas.”
Antolina Ortiz, quizá sin quererlo, nos dice de una humanidad que ha enfermado muchas veces, pero de una enfermedad propia de los seres humanos (sic). En momentos históricos como ese o en momentos históricos como éste, quizá nuestra humanidad no baste. A veces quizá sólo baste escribirla para volvernos humanos, o escribirla para recordarnos lo que no podemos ser.
Pero Antolina también nos recuerda por qué escribir. Antolina escribió, tejió, como Elsa, como una forma de ordenar las cosas y como una forma de unir. Antolina teje nuestra humanidad al escribir.
Elsa escribe ¿o es Antolina?:
“Un día, el mundo seguirá sin mí. Lo imagino empapado de lluvia. Pero después de un instante, pienso de nuevo que no es cierto. Nada es cierto. Luego, la araña habla. La escucho, mojada.”
Notas:
- Seda Araña ganó en 2019 el Concurso Nacional de Novela Corta de Escritoras Mexicanas. Está publicada por Editorial Paralelo 21, Ciudad de México, 2019.
- Antolina Ortiz vivió varios años en Coatepec, Veracruz, donde fundó y desarrollo el proyecto de educación libre “Morfo”, y el Centro Ecológico y Cultural Liquidambar, AC, donde sembró más de 11 mil árboles en el Bosque de Niebla en Xico, Veracruz.
- Otras novelas de Antolina Ortiz son: “Tres Silencios” y “Otumba”.