El 1 de septiembre de 1964 el mexiquense Adolfo López Mateos, a la sazón presidente de la República, remató así su sexto Informe de Gobierno: “Hace un sexenio el pueblo de México me escogió de entre sus filas para entregarme la responsabilidad de dirigirlo…

“Si durante ese lapso mi empeño y el de mis colaboradores acertaron reducir el ámbito de la insalubridad, de la ignorancia, de la pobreza, de la inseguridad y de la injusticia; si pudimos lograr campos de actividades más amplios y mejores para el quehacer del mexicano; si fuimos capaces de perfeccionar nuestras instituciones jurídicas y políticas; si unimos más a los mexicanos en su amor y en sus deberes para con México; si logramos ensanchar el horizonte de la patria y mantener intacta su soberanía y enhiesta la dignidad nacional, será el pueblo quien debe decirlo, y a su fallo inapelable me someto lealmente. De sus filas provengo y a ellas habré de reintegrarme en breve, humildemente, como un hermano más que, cumplida su guardia, vuelve a confundirse con todos sus hermanos”.

Cuando salió de Los Pinos, con él se fue el presidente más carismático y más querido por los mexicanos. A partir de entonces, ningún Mandatario ha tenido el respeto y afecto del pueblo como lo tuvo López Mateos.

Cincuenta y cuatro años después, otro mexiquense rindió su sexto y último Informe a una nación saqueada por gobernadores ladrones y abrazada por la corrupción. Una nación donde nadie respeta las instituciones principiando por la presidencial; una nación más insegura, asesinada, secuestrada y más amenazada que hace seis años.

“Ha sido el más alto honor de mi vida servir a los mexicanos con pasión, entusiasmo, alegría, patriotismo y entrega” dijo Enrique Peña Nieto a los casi 2 mil invitados reunidos en el patio central de Palacio Nacional que ni estaban entusiasmados y mucho menos alegres.

El ritual fue el de siempre: grandilocuente en cifras, porcentajes y obras. Pero a diferencia de ocasiones anteriores, esta vez los aplausos fueron de pura cortesía.

Faltaron las palmas de las viudas y huérfanos de los más de 100 mil ejecutados; de los secuestrados y desaparecidos. Faltó la ovación de las víctimas de los 671 feminicidios que hubo sólo en 2017 y el aplauso de los 43 de Ayotzinapa.

Ellos no aplaudieron.

En el caso concreto de Veracruz, tampoco aplaudieron 8 millones 500 mil veracruzanos que fueron engañados y saqueados por dos bandidos disfrazados de gobernadores. Ni siquiera sacaron la manta con el clásico “Gracias Señor Presidente”.

Este lunes no hubo en el ambiente de Palacio Nacional ese sentimiento de nostalgia y melancolía por el hombre que se va, satisfecho del deber cumplido, tras entregar durante seis años su esfuerzo y desvelos a una nación que lo va a extrañar.

No, nada de eso.

Si en el interior de Palacio estuvieron los que por obligación tenían que estar, en el resto del país hubo indiferencia por el Informe de un hombre que vivió seis años en la zona de confort de Los Pinos; a años luz de sus gobernados.

Nada que ver entre el último informe de Adolfo López Mateos y el último de su paisano Enrique Peña Nieto. Mientras a aquel le lloró casi un pueblo entero, por éste apenas derramaron lágrimas sus familiares cercanos.

Peña Nieto no fue un presidente corrupto como lo fueron López Portillo o Salinas, pero cerró los ojos ante la corrupción. No fue un ladrón como Javier Duarte o Roberto Borge, pero permitió raterías de estos y otros hampones. No lo ubico segando la vida de un ser humano u ordenando su asesinato, pero deja el país con 104 mil 602 ejecutados hasta el 31 de julio.

Quiso ser un buen presidente y está resultando el peor evaluado.

Como quiera que sea, gracias señor presidente, no por lo bueno que pudo darle al país, sino porque está por terminar un sexenio violento a lo bárbaro; sin precedente en la historia reciente.

Ojalá con usted se fueran la inseguridad y la violencia, pero qué va. Esas se quedarán entre nosotros para que lo sigamos recordando.

bernardogup@nullhotmail.com