Hoy en día en México el combate a la corrupción es una exigencia ciudadana y se ha convertido en compromiso de todos los programas de gobierno, en ofertas de todos los candidatos, en clamor generalizado.
El hartazgo de la sociedad ante el registro de fortunas y enriquecimiento de políticos, funcionarios o gobernantes que se sacan la lotería sexenal y lucen esos recursos mal habidos con total desparpajo es mayúscula. Ello explica las intenciones de voto que vemos de cara a la elección presidencial, donde la percepción negativa sobre el gobierno del presidente Peña Nieto y de la generación de jóvenes gobernadores corruptos que presumía, es hoy el mayor lastre de los candidatos de su partido.
La gente los castigará con su voto, sin duda alguna.
Los esfuerzos para moralizar la vida pública han sido desiguales y medrosos. Se ha avanzado en legislar para cerrarle el paso a este flagelo, pero es poco lo que se ha logrado. Persiste la simulación y la reticencia de instituciones y actores de la vida pública para transparentar sus actos. Hemos visto el zigzagueante y tortuoso trayecto para instaurar el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), el tortuguismo para establecer las instancias estatales en la materia y la negativa de muchos gobiernos a seguir recomendaciones para el cumplimiento de los fines del sistema.
Por ejemplo, el Comité Coordinador del SNA, encabezado por Mariclaire Acosta, exhortó a la PGR, en enero pasado, a que informara sobre el Estado de las indagaciones del escandaloso caso Odebrecht en el que ha sido involucrada la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto en 2012, y la respuesta fue que se trata de información reservada. De igual forma se informó que sólo tres gobiernos estatales – Coahuila, Hidalgo y Zacatecas- respondieron afirmativamente a la recomendación que hizo el Comité Coordinador a las entidades de la Federación, para que adopten procesos que garanticen la autonomía e independencia de jueces y magistrados anticorrupción. La recomendación había sido rehusada por los gobiernos de Chihuahua, Guerrero, Guanajuato, Estado de México, Oaxaca, Puebla, Tamaulipas y Veracruz.
Ante esta terca realidad parece que es poco lo que puede hacerse ante un fenómeno como la corrupción que todo corroe y con el que estamos acostumbrados a vivir. Se da por sentado que es parte del alma nacional –así lo dijo un día el presidente Peña Nieto- y que existen diversos factores culturales que propician la presencia del abuso desde los cargos públicos, entre ellos, una amplia tolerancia social hacia el goce de privilegios privados, lo cual posibilita que predomine una moralidad del lucro privado sobre la moralidad cívica, y la existencia de una cultura de la ilegalidad generalizada donde grupos políticos y sociales, organizaciones e individuos se saben impunes ante la ley.
La corrupción en nuestro país ha favorecido el crecimiento de la inestabilidad política y el persistente desgaste de las relaciones sociales e institucionales que amplían cada día más el abismo que separa a gobernantes y gobernados, a sociedad política y sociedad civil, o más llanamente a los políticos y los ciudadanos. Y Veracruz es un caso paradigmático: en nuestro estado se dio el más escandaloso caso de corrupción de un gobernante y de su camarilla en una administración que rompió todos los récords del saqueo de las arcas públicas. Pero con todo y que Javier Duarte y algunos de sus cómplices están en la cárcel, y que se ha logrado embargar algunos bienes, el monto de lo recuperado es ínfimo. Y peor aún, cuando muchos de los implicados siguen libres y gozan de protección.
Pero el daño hechos es mayúsculo en términos de credibilidad, y si no que le pregunten al PRI y a sus candidatos en la entidad que cargan una losa de tamaño colosal que no los deja avanzar en las preferencias ciudadanas en la elección en curso.
Pero aún más, en términos de funcionalidad del régimen y de su entramado institucional, en la corrupción podemos encontrar la fuente de la pérdida de legitimidad política que experimentan muchos gobiernos, la polarización del poder y la ineficiencia burocrática, lo que explica la profundización de una brecha de grandes y graves dimensiones entre la voluntad popular y los actos de gobierno.
La corrupción ha sido el resultado de inercias y costumbres poco saludables en la vida cotidiana del país y especialmente en el funcionamiento de las instituciones, que son factores que se han combinado de manera negativa y causan enormes daños al país. Este fenómeno es también producto, en gran medida, de un marco normativo muy extenso y complejo, con espacios de discrecionalidad y subjetividad importantes, que facilitan la comisión de conductas ilícitas, donde las comisiones a funcionarios públicos para la asignación de obra pública, los costos inflados o el lucrativo negocio del contratismo al amparo del tráfico de influencias son parte de la sangría.
Un elemento explicativo lo encontramos también en el sistema clientelar que es la esencia del funcionamiento del sistema político mexicano, cuando se distribuyen recursos públicos y favores a cambio de apoyo electoral y se utilizan patrimonialmente las instituciones para fines particulares. Por ello, oficinas del gobierno, organismos descentralizados y diversos entes públicos se han convertido en fuentes de ineficiencia y corrupción. Ahí están las tristemente célebres empresas fantasmas. Los ejemplos de enriquecimiento desmedido a costa de puestos o cargos públicos en México son infinitos y alcanzan a gobiernos y personajes de todas las formaciones políticas. De acuerdo a estimaciones de Transparencia Internacional el costo de la corrupción en nuestro país es de 1.5 billones de pesos al año, cifra que equivalente a una quinta parte del Producto Interno Bruto (PIB), según cifras emitidas por el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado.
Es evidente entonces que la solución al problema de la corrupción pública no resulta tan sencilla ni se puede lograr por decreto, pues no se limita a la voluntad política, por buena que sea, de los líderes políticos. Hace falta que los partidos políticos, funcionarios públicos, legisladores y dirigentes políticos realicen un esfuerzo titánico para recuperar la credibilidad, para promover y establecer una cultura de transparencia, de rendición de cuentas, de acceso a la información pública, así como de la vigilancia del uso de los recursos públicos por parte de la sociedad. Hoy en día, se acepta de manera generalizada la noción de que el gobierno moderno necesita rendir cuentas. Sin la rendición de cuentas, ningún sistema puede funcionar de tal manera que promueva el interés público en vez de los intereses privados.
La tarea consiste, entonces, en alejarse de un sistema que funciona esencialmente desde arriba hacia abajo: un sistema en el que la elite autocrática en el poder da órdenes que los subordinados acatan, en mayor o menor medida; para cambiar hacia uno de rendición de cuentas horizontal, en el cual el poder se dispersa, nadie tiene un monopolio y cada quien es individualmente responsable.
Esa sería una buena manera de combatir con mayor eficacia a este monstruo de mil cabezas y de paso revindicar a la actividad política como una profesión seria y honorable, pero sin duda ello solo será posible con el impulso de la sociedad organizada desde abajo, porque los políticos por sí solos son refractarios a la autocontención y a todo intento de regeneración. Véase si no los suculentos aguinaldos o bonos de marcha que habitualmente y por unanimidad y sin discusión se asignan los legisladores locales o federales, por citar un ejemplo.
Las cosas han llegado ya a límites intolerables y es tarea de todos, si creemos que ello aún es posible, rescatar a México de las garras de los corruptos.