La frustración y el desencanto de amplias franjas de la sociedad mexicana ha llegado a niveles pocas veces vistos en los años recientes. Esa molestia social se potencia ante la explosión delictiva que nos hace vivir con miedo y el autismo de la mayoría de los políticos ocupados en sus negocios y en las batallas electorales para seguir en el presupuesto.
Poco importan la inseguridad ciudadana, la violencia sin control, la exhibición de corruptelas de quienes gobiernan, la crisis económica, el empobrecimiento de las clases medias, la condena a la miseria de millones de mexicanos, cuando observamos el francamente cínico y deplorable comportamiento de la clase política que vive en otro mundo, distante años luz, del de las angustias cotidianas de la gente; más ocupados en defender sus intereses y sus negocios, con la mirada y la atención puestas, hoy por hoy, en amarrar una candidatura, en estar en el equipo del abanderado, en comprar boleto para el reparto del pastel que vendrá tras los comicios del 1 de julio.
Mientras, la inconformidad ciudadana no pasa de expresarse amargamente en el seno de la familia, en los círculos de amigos, en el café, en publicar en redes sociales sus burlas a los políticos o satirizar todo, y eventualmente en la participación en efímeros movimientos para exigir mayor seguridad o asuntos concretos del interés de colonos, transportistas, estudiantes, comerciantes o ciudadanos que reclaman una obra pública prometida y no realizada, decisiones administrativas que les afectan, que se haga justicia ante algún abuso de autoridad o ante los crímenes impunes.
Pero en todos los casos, lamentablemente son manifestaciones aisladas, con demandas que luego de ser satisfechas o mediatizadas, o peor aún, relegadas al cajón de los asuntos sin importancia de nuestras burocracias, no conmueven a otros más allá de a los directamente interesados, a las víctimas de estos hechos o abusos.
Porque es regla general que el grueso de la población sigue su vida mirando de lejos a los que protestan, satanizándolos las más de las veces porque “afectan a terceros”, creyendo que lo malo les pasa a otros, no a uno, pensando que ya Dios proveerá, que el próximo gobernante saldrá mejor que el anterior y ahora sí cumplirá. El conformismo, la abulia, el desinterés por hacer algo para cambiar la situación, nos lastran.
¿Cómo es posible que mientras en otros países la sociedad se movilice hasta hacer caer a presidentes o logra que se enjuicie a los responsables de casos notables de corrupción como el de los sobornos de la empresa brasileña Odebrecht, solo en México no ha pasado nada, cuando todas las evidencias apuntan al propio presidente Peña Nieto, además del ex director de Pemex, Emilio Lozoya, que con todo y la supuesta investigación de la PGR sigue tan campante?
¿Cuántos, más allá de sus familiares y sectores de la población más informados, se acuerdan de los desaparecidos de Ayotzinapa, de los comunicadores asesinados, de las miles y miles de víctimas de la irracional violencia que azota a nuestro país? ¿Quién se ha movilizado para protestar cuando las autoridades criminalizan a las víctimas, como ya es costumbre?
En México, para nuestro infortunio, las movilizaciones de protesta las más de las veces son comandadas por activistas que terminan arreglándose en lo oscurito con los negociadores gubernamentales, o descubren gustosos el filón que significa liderar protestas y terminan de dirigentes partidistas o candidatos, engrosando las filas de la clase política que padecemos.
No hemos logrado entender, pese a los avances organizativos de la sociedad civil, que no hay gobierno que resista una ola creciente de protestas ciudadanas y el rechazo mayoritario a políticas públicas o decisiones que afectan a la población. Pero parece que los mexicanos en su gran mayoría solo se quejan y pocas veces actúan.
¿Será por eso que tenemos a una clase política como la nuestra? ¿Es cierto, entonces, que cada pueblo tiene el gobierno que se merece?
Solo en épocas electorales al calor de la pasión de la competencia parece surgir la esperanza de que es posible lograr que las cosas cambien. De hacer que nuestro voto, lo más codiciado por partidos y candidatos, premie o castigue a los políticos. Ello explica sin duda las tendencias de voto y las preferencias electorales que vemos en el caso de la elección presidencial y en los comicios que se celebraran en varios estados de la República. El deseo de cambio es mayúsculo y es evidente que muchos ciudadanos tienen la convicción de que con nuestro sufragio podemos dejar con las ganas a quienes han fallado, a los simuladores y los corruptos, a quienes hoy nos ofrecen el oro y el moro, a los que reparten despensas y dádivas a diestra y siniestra, a los que ofrecen cambiar en verdad y ahora sí ser mejores, mientras preparan la estrategia para robarse la elección, para trampear la voluntad popular.
Con todo y pese a todo estamos, como nunca, frente a la oportunidad de hacerlo.
Lo que los candidatos ofrecerán en las campañas políticas próximas a iniciarse es previsible: más seguridad, combatir a la delincuencia, más programas asistenciales, reactivar la economía, oportunidades para todos, atacar la pobreza extrema, entre un sinfín de temas en miles y miles de spots, en toneladas de propaganda-basura y en mensajes en redes ad náuseam. Como veremos la guerra de filtraciones, de fake news, memes, de bots contra bots, la guerra de lodo, pues, sin control ni misericordia.
Que alentador será que este año los mexicanos sepamos decir ya basta al estado de cosas y plantarle cara a la inseguridad, la simulación, las promesas que no se cumplirán y la corrupción que envilece nuestra vida pública y degrada a las instituciones.
Querer es poder, y los mexicanos algún día debemos despertar. ¿Será de verdad tan difícil?
¿O será cierto que nuestra proclividad a conformarnos y aguantar, a que nos esquilmen y defrauden sin protestar, a privilegiar el desmadre, a trivializar y reírnos de nosotros mismos, nos volverá a dejar como siempre en el “ya merito”?
Ya lo veremos.
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