Los terremotos y los huracanes que han desgarrado nuestro país en las últimas semanas fueron también el detonante que sacó el alma de nuestro pueblo, su espíritu solidario y su altruismo.
Singularidades de nuestro idioma: el término “altruismo”, que nos llegó desde el latín a través del francés “altruisme”, se refiere al otro, al prójimo, a nuestro semejante. Altruista es el que “procura el bien ajeno aun a costa del propio”. No obstante, esa misma raíz se encuentra en palabras de significado bastante opuesto al “bien ajeno”, como adúltero (el que engaña a otra) o altercado (una pelea con otro).
Pero en fin, la desgracia nacional trajo aparejado una vez más el surgimiento de nuestras mejores virtudes, de la legendaria solidaridad mexicana (y no me refiero para nada al programa de Salinas de Gortari). En este país acosado por la violencia y el crimen, el tamaño de la destrucción pareció marcar una tregua en la que los delincuentes se hicieron a un lado (con sus deshonrosas excepciones de ladronzuelos que pretendieron aprovechar el estado de excepción para realizar robos en domicilios afectados) y surgieron los generosos, los desprendidos, los espléndidos mexicanos que dan lo poco que tienen -que es mucho porque es todo lo que poseen- en auxilio de sus compatriotas en desgracia.
El sonido de los aplausos en los centros de acopio cada que un donante llegaba acalló, quiero creer, las notas discordantes de quienes quisieron aprovechar la tragedia para llevar agua a su molino… político.
El desprendimiento universal de los mexicanos, es muestra de que aún tenemos una esperanza como pueblo y un posible futuro de bienestar, paz y tranquilidad, labrados sobre las conciencias limpias de los buenos ciudadanos, que son mayoría aunque estaban silenciados por el estruendo de la violencia.
Al contemplar la muerte y la desolación cernida sobre nuestras ciudades y pueblos, muchos dejaron a un lado sus celulares en los que estaban ensimismados, voltearon a ver a sus prójimos, vieron que estaban sufriendo las más graves pérdidas, y dejaron que surgiera en ellos la piedad y la conmiseración.
Ante la devastación, resplandeció una vez más la gesta heroica de México. Nunca hemos sido buenos para la guerra, pero somos magníficos en el auxilio.
Esos que trabajaron hombro con hombro para sacar piedra a piedra los escombros y salvar a los sobrevivientes (o rescatar, cuando menos, los cuerpos de las víctimas para que recibieran cristiana sepultura y no se quedaran enterrados por siempre en el anonimato de las ruinas encimadas).
Qué tragedias las que hemos sufrido como nación, pero qué orgullo ser mexicano cuando todo el pueblo se ha levantado para auxiliar a los caídos en desgracia.
Lo que sigue es la reconstrucción de lo derruido, la dotación de nuevos hogares para tantos que perdieron su patrimonio forjado con el esfuerzo de los años, de toda una vida.
Y no será empresa fácil ni rápida.
Enrique Peña Nieto quiere que esto quede resuelto para diciembre. Imposible, aunque no dejamos de entender su prisa.
Ya pasó lo peor para México, y ya enseñamos lo mejor de nosotros.
Lo que sigue es que alcancemos a entender que esta reconstrucción nacional tiene que imponerse por encima de la corrupción desmedida de los ambiciosos, que se han metido a políticos para enriquecerse a costa del dinero de los demás.
Los miles de millones de pesos para reedificar casas no pueden ser desviados. Levantémonos todos también para evitar esta segunda tragedia.
Ya conocemos el camino…
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