—Maestro, le estuve llamando toda la tarde ayer y nunca me contestó —voy llegando a la librería. Lo he encontrado sentado en la mesa, atrás de una taza de café exprés, hojeando y ojeando un libro.

—Hum… es que le puse el silenciador a mi celular y no escuché ninguna llamada ni vi ningún mensaje, y debo confesar que además dejé que se le bajara la batería. No sabes cómo gozo cuando el aparato se muere de inanición y me deja de importunar con la posibilidad de que alguien me busque, o de que me manden tonterías o cursilerías, o de entrar en contacto con alguien de la legión de imbéciles que puebla las redes (recordemos a don Umberto Eco) —me contestó mientras levantaba la mirada de su libro -el tomo segundo de las obras completas de Mijail Bakunin-, lo colocaba a un lado y me dirigía su atención, todo en una mientras emergía de la ensoñación del profundo intelecto que reposaba en esas páginas.

—¡Pero cómo, maestro! Se han entreverado los papeles: usted que por su edad es prácticamente un millennial, abomina de la comunicación tecnológica, y yo que soy un hombre más que maduro, me paso estudiando y aprendiendo las mejores formas de utilizar todos los aparatos de comunicación que nos presta la modernidad, al grado que ya no sé producir nada sin el auxilio de mi celular, de mi Tablet y de mi laptop.

En mi perorata, se entenderá, había un tufillo de ironía que el pensador advirtió y tuvo que digerir sin remedio, pero se recompuso, tomó aire y me ofreció su explicación sobre las trampas y los alcances de la fe en las telecomunicaciones modernas.

—Tanto como abominar, mi pequeño Salta, no. Me dan flojera, lo admito, los teléfonos celulares y nunca he podido mantener en mi posesión y funcionando una tablet más de un mes. En cambio, amo mi laptop como Balzac quería a las plumas de ganso con las que escribió sus más de 90 novelas, o como sir Arthur Conan Doyle cuidaba celosamente su pluma Parker, o como Hemingway tenía un afecto entrañable a sus dos máquinas portátiles Smith-Corona. Para ellos (y espero que para mí) eran instrumentos de trabajo que permitían ser más creativo, más productivo, más poderoso.

Ambos tomamos un momento para la ensoñación y cada uno por su lado se dio la vuelta por el mundo de la creación literaria, imaginando cada cual a esos monstruos de la palabra ejerciendo su oficio de ser inmortales. Pero las palabras del maestro nos regresaron al mundo, a la realidad,

—¿Tecnología? Claro. ¿Telecomunicaciones? De acuerdo. Ya me definiste como un millennial y no puedo ni debo abstraerme de mi época y mi circunstancia… pero cuando está encendido, me pongo a pensar que el celular está vivo en mi bolsillo y la energía que despide, de alguna forma dificulta el libre curso de mi pensamiento. No sé, casi te podría decir que siento fluir la carga entre la pila y la electricidad que deambula en las neuronas de mi cerebro…

Él Gurú se detuvo intempestivamente, dejó que una idea se aclarara en su mente magistral, me miró con alegría y exclamó:

—¡Touché! Me agarraste desprevenido por las ideas de Bakunin que rodaban en mi mente y me dejé llevar por el hilo de mis pensamientos. Por poco termino diciéndote que los celulares son mi karma. Lo cierto es que para mí los celulares… Bueno, mañana seguimos platicando porque tengo que ir a dar una clase de filosofía.

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