Todos los mortales mueren. Lo inaudito es que los inmortales también. Eso es lo terrible. Todo el quid reside probablemente en que existen diversos tipos y grados de muerte. Hay quien se muere más que otros.

Murió Fidel. Todos sabíamos, él sabía, que eso iba a ocurrir tarde o temprano, cada vez más temprano que tarde. Y, no obstante, la noticia cayó como un rayo en el llano, fulminando corazones y conciencias sobre toda la superficie de esta esfera giratoria.

Fulminó a los que lo queremos y admiramos, pero también a quienes abominan de él. Algo del orden de lo sobrenatural se produjo ahí. Del orden de lo impensable.

Muy probablemente porque sobrenatural e impensable fue la gesta que encabezó y protagonizó. La existencia de esa angosta lengua de tierra, a dos pasos, dos brazadas del Imperio y que se le puso al tiro con éxito total, nunca fue concebible. Esa sardina insolente a punto de ser devorada por el Golfo de México escenificó uno de los fenómenos sociales más sorprendentes de la historia, antigua y moderna.

En eso están obligados a coincidir tirios y troyanos, sus defensores más enardecidos y sus adversarios más aguerridos. La Revolución Cubana constituye un episodio de una singularidad anonadante, sin ningún antecedente y con toda probabilidad ninguna réplica semejante.

Obviamente, como todo acontecimiento humano y colectivo, tiene mil causas y mil responsables. Pese a ello es indiscutible que nada de lo que sucedió hubiera sucedido si no hubiera estado Fidel ahí. Ese hombre. En toda su individualidad, su soledad y vulnerabilidad. Y también en toda su enormidad, su fortaleza y energía.

Fidel fue un líder, el líder. Prototipo y arquetipo de lo que constituye un líder. Su liderazgo, como todos, fue poliédrico, multifactorial. Residió en su aspecto físico, tanto el natural como el añadido, en su vigor y en  su valor, en su carisma y en su oratoria, en su audacia y su perseverancia. Pocos como él, si acaso alguno.

Aquí es preciso salirle al paso a aquellos que  lo “tildan” de dictador y que “denuncian” la ausencia de democracia y la falta de libertades que caracterizaron su régimen. Por supuesto que fue un dictador, qué duda cabe. Dictaba, ordenaba, mandaba. Eso es lo que hace un líder. Y sin líderes no hay revoluciones. Y sin revoluciones no hay metabolismo social.