Los honestos, los cansados y los rateros, saldrán por tres puertas distintas, tres mundos diferentes: el primero, comparable con el cielo para los que ganaron limpiamente su descanso; el segundo, como purgatorio para los deshonestos y el tercero, infierno hirviente para los ladrones y demás desleales.
En un sketch que vimos, allá en nuestra juventud siendo reportero de Excélsior, en el viejo teatro Iris de la ciudad de México cuando allí actuaban dos grandes cómicos que ha dado México: don Roberto Soto y Joaquín Pardavé, aparecía un tren –un carro-caja- que se dirigía a las Islas Marías con su carga de prisioneros, entre los cuales predominaban los maricones (hoy, gays), pues hubo un tiempo en que ese defecto o desvío se castigaba con la cárcel y hasta con el destierro al penal del Pacífico. Por entre las rejas del carro sacaba la cabeza un actor y gritaba con desesperación: “¡A mí me llevan por ratero!”.
Dentro de poco habrá en Veracruz la Ley Anticorrupción. Ojalá no se mezclen, en el tren que se llevará a los que salgan, a los comitentes de delitos muy diversos; a los fatigados, a los desleales y a los negociantes. Todos ellos tendrán que retirarse de sus puestos, sí; pero saldrán por muy distintas puertas.
Son varias puertas de salida que conducen, una, hacia el honorable retiro, la jubilación, el hospital, o el asilo de ancianos; otra hacia la cárcel, o por lo menos así deberá ocurrir; y la tercera, hacia la abyección, la muerte civil, el deshonor.
Tres mundos muy diferentes: al primero lo podríamos comparar con el cielo, es el del bien merecido y arduamente ganado descanso, aunque hay bastante diferencia entre irse a gozar de una pensión, tal vez suculenta, y marcharse a esperar la muerte, sin blanca, por no haber hecho oportunamente grandes negocios, en un refugio para valetudinarios; el segundo se parece al purgatorio, donde, por los delitos cometidos, se purga una condena, se sufre una punición tal vez muy ruda, pero después de cumplir la cual queda ocasión de redimirse; a este purgatorio deben ir, por mayor o menor número de años, a una caldera más tórrida o a otras más templadas, los que se enriquecieron, los que aprovecharon su puesto para “movidas”, o, con una palabra más rotunda, los que robaron. De eso hay mucho.
Pero las sartenes más hirvientes, los tormentos más agudos y más sádicos, y sin posibilidad de rehabilitación, eso debe reservarse, en el fondo del infiero, para los que faltaron a la lealtad, para los que traicionaron; ese es pecado mucho más gordo que el hurto. Dante coloca en el punto más profundo de su Averno, en el ano del diablo, a los máximos traidores de la historia, a Judas y a Bruto: el que con un beso, y por unas monedas, entregó a su Maestro, y el que apuñaló al que lo consideraba como su hijo.
Las nuevas autoridades que están por llegar, ya alistan el convoy, ya ponen el tren en los rieles, porque pronto va a salir la corrida; y serán muchos los que se marchen, grandes y chicos, desde secretarios, subsecretarios hasta conserjes; nadie, a pesar de que a muchos ya los basificaron, tiene comprados ni el puesto, ni la vida; tendrá que haber un cambio general, un gran lavado de ropa, además de los parciales que todavía, en pocos días, pueden producirse. Se oyen ya los bíblicos crujir de huesos y rechinar de dientes.
Pero aunque se vayan todos al mismo silbatazo, aunque viajen juntos, no deben estar revueltos esos funcionarios; algunos habrá de los que convenga que se sepa que no se van por rateros; y otros muchos querrán que se publique que nada más por ladrones los corren.
Es un hecho que más valiosa que la capacidad, y que el empeño, es la honestidad; quien no la tenga, mientras más horas trabaje y de mayor argucia goce más empleará su talento y su tesón en defraudar; puestas al servicio de bandidos, la diligencia y la industria se convierten en perniciosas; más quisiera empleado tonto y flojo que uno muy bullidor y muy astuto en su propio beneficio.
Pero todavía más alto que la probidad ponemos otra virtud: la lealtad; podría perdonarse la pereza, disculparse la ineptitud, y hasta, llegado el caso, con manga ancha, el latrocinio.
Cuando se vayan muchos de los funcionarios actuales a sus casas (no todos, tal vez haya algunos que se han ganado el derecho de permanecer, y hasta el de mejorar) habrán de salir por tres puertas diferentes, y si se marchan en el mismo tren, deberán ir en carros distintos, de primera, de segunda y de tercera clase. Unos hacia la vergüenza eterna, otros al castigo, a la expiación (hablar de restitución sería ingenuo, aunque se han dado algunos casos de devolución parcial de lo mal habido), y otros, que no tendrán por qué inclinar la frente, sólo hacia la jubilación.
Envejecer y fatigarse no es delito, y menos si la causa de esa fatiga ha sido la intensidad del trabajo al que el cuerpo y la mente han sido sometidos en un sexenio particularmente desastroso.
El dejar la piel en la pelea no es deshonra ni en el boxeo, ni en el futbol, ni en los funcionarios; que se le vayan acabando o uno los ojos, o las piernas, o los pulmones, o se le caiga el pelo, por haberse entregado con honradez y sin tregua a un trabajo ímprobo, eso no merece castigo ni afrenta; a todos los árboles acaban por írseles cayendo las hojas, y no por eso va a talárseles, sobre todo si a su tiempo dieron honrados frutos.
No es lo mismo, ni muchísimo menos, irse porque las fuerzas se han agotado, que ser despedido, por ratero o negociante, ni que ser corrido por traidor; juntos, sí, pero de ninguna manera revueltos.
rresumlen@nullhotmai.com