Conocí a Esther Cidoncha hace exactamente un año, cuando en mayo de 2015 el diario español El País publicó un artículo sobre su libro When lights are low. Retratos de jazz. Fui a su blog y quedé sorprendido por la extraordinaria factura de sus fotos. Escribí un texto que publiqué con el nombre Esther Cidoncha, la lente tras el jazz, se lo envié por Facebook, lo publicó en su muro, me agregó a su lista de amigos y me agradeció. Después seguí sus publicaciones con cierta regularidad pero no volví a comunicarme con ella.

El domingo pasado vi en su muro que alguien, a su nombre, informaba de su deceso: «Ha sido una enfermedad rápida y despiadada. ¡Maldita! Siento rabia e impotencia (…) Creía que los dioses eran inmortales».

Pese a que platicamos, muy someramente, una sola vez, sentí un estremecimiento, su imagen en las fotos denotaba optimismo, amor por la vida, alegría, bienestar, era una de esas personas que le hace bien al mundo y su partida lastima.

Retratando, se retrató de cuerpo entero, la suma de los rostros de sus fotos conforma hoy su mejor autorretrato, eso nos queda.

En su memoria, con modestia, escribí un soneto y una décima.

Ya no está Esther bajo la luz del día,
ya es solo un par de fechas en el mundo,
ya su lente registra, en lo profundo,
otro blues, otro soul, otra armonía.

Ya no está Esther, mas queda su alegría
de sorprender al jazz en el fecundo
momento en que sucede, y en un segundo,
aprehenderlo en una fotografía.

La vida va corriendo a vuelapluma,
habitamos el cuerpo en comodato,
después, nos confundimos con la bruma,

liberadora, del anonimato.
Ya no volverá Esther, pero la suma
de sus rostros figura su retrato.

Ya no está, pero la suma
de sus fotos es relato
que revela su retrato.
Ya no está, ahora es pluma
que vuela libre, es espuma
en los mares de la paz.
Incansable y pertinaz,
hizo su sueño posible,
fue espontánea e irrepetible
como los solos de jazz.

 

 

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