Si me permite la paciente lectora, si acepta el resignado lector, sigo con algunas ideas que ayer se me quedaron en el tintero (¿debería decir en el teclado?) sobre el tema de las encuestas, de que tan bien nos ilustró el doctor en matemáticas Héctor Coronel Brizio.
Precisamente él me decía que quienes trabajan diseñando los instrumentos de medición para las empresas encuestadoras deberían tener una exigencia similar a la que se le pide a los doctores, a los contadores, a los ingenieros o a los abogados: que tengan un título registrado oficialmente ante la SEP, que les permita ejercer su profesión. Y que se estén certificando periódicamente.
De ser así, cada encuesta debería estar firmada y garantizada por un especialista debidamente autorizado. Sólo así se podría conseguir que los muestreos de opinión se convirtieran en verdaderas encuestas científicas.
Una buena porción de las actuales empresas que se dedican a los estudios de opinión pública adjuntan a los resultados de sus productos la metodología, el tamaño de la muestra, los estratos entre los que se realizó y otros elementos de garantía, pero a la fecha no tienen ninguna responsabilidad legal en el caso de que sus resultados sean amañados.
Tal vez el único dique de contención que tienen, es la necesidad de mantener una cierta credibilidad entre el público, porque si sus resultados no coinciden con la realidad de las votaciones pierden la confianza popular.
Hay muchos casos de encuestadores que elección tras elección se equivocan garrafalmente, porque se comportan como los mariachis: tocan al son que les pide el que les paga.
Una medida eficaz para terminar con este mal uso de las encuestas sería que se prohibiera la difusión pública de sus resultados. A fin de cuentas, son instrumentos para que los equipos y los candidatos sepan cómo va el desarrollo de sus campañas, y a partir de esa información -valiosísima en ese sentido, por cierto-, tomen decisiones para insistir o modificar sus tácticas y su estrategia.
Por su parte, el Instituto Nacional Electoral (y en nuestro caso el Organismo Público Local Electoral) podría poner requisitos mucho más exigentes para otorgar autorizaciones a las compañías que quieran hacer este tipo de trabajos.
Si la normatividad electoral federal y local es tan estricta con los gobiernos y los partidos y las asociaciones y los candidatos en muchos casos del proceso electoral (como los topes en el gasto de campaña, el manejo de la publicidad, el tipo de objetos que se pueden distribuir entre los ciudadanos), podría serlo igualmente con las empresas encuestadoras, que estarían permanentemente en peligro de perder la autorización, en el caso de que incurrieran en errores voluntarios en favor de algún candidato, y hasta si tuvieran un yerro involuntario, debido a una alta exigencia de calidad, que hoy no se ve por ninguna parte.
Dejemos que las encuestas hagan su labor científica, evitemos que se vuelvan productos mercadológicos.
Y por lo pronto, no caigamos en el engaño.
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