Mi desolado tema es ver qué hace la vida
con la materia humana. Cómo el tiempo,
que es invisible, va encarnando espeso;
cómo escribe su historia inapelable
en su página blanca: nuestra cara;
cómo toma
la forma de la vida que lo contiene,
y su caligrafía son mis rasgos.
(José Emilio Pacheco)
Descubrí a José Emilio Pacheco, hacia finales de los setenta, en una antología de la UNAM para la que fueron seleccionados tres poemas suyos muy breves: Alta traición (del que Fernando del Paso opina: «es uno de los [poemas] más hermosos y honestos escritos en lengua española»), Aceleración de la historia y Crónica de Indias. Fuerte fue el impacto que me produjo, me encontraba ante un poeta que, con muy pocos versos, un lenguaje directo, sin rebuscamientos ni ornamentaciones, y una gran dosis de ironía, recorría la historia y se instalaba en el presente para, acaso de manera inconsciente, alcanzar la intemporalidad, y mediante el escrutinio de la fugacidad se aseguraba un sitio en la permanencia.
Una voz poderosa que no requería vociferar o empuñar las armas de la retórica incendiaria para comprometerse con los temas sociales, ni hacer sesudas elucubraciones para acercarse a la filosofía. Un esteta frugal pero eficaz que me sedujo inmediatamente. Comencé a perseguirlo en bibliotecas y librerías de usado y me topé con un poema que más parecía una declaración de principios:
A quien pueda interesar
Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas
obras que sean espejo
de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida
Un tiempo después leí una entrevista que esclarece su naturaleza casi ascética: [La poesía es] «una práctica, un ejercicio espiritual, una manera de dialogar y actualizar nuestra tradición, pero también de mostrar las cicatrices, los deseos, temores y corajes de un hombre que camina y recorre desnudo su ciudad, que le recorre, furioso, triste y esperanzado, la superficie rugosa y gris a esa piel urbana que lo fascina».
Pacheco fue un escritor precoz, sus primeros poemas datan de sus tiempos preparatorianos, y tenaz, un militante de la palabra al lado de la que estuvo hasta el último instante de su vida, el 24 de enero de 2014, al terminar de escribir su Inventario, la columna que publicaba en la revista Proceso, tropezó con una pila de libros (qué ironía), accidente que terminaría con su vida dos días después.
Ese último Inventario, que tituló La travesía de Juan Gelman, paradójicamente era una despedida a su admirado vecino y gran amigo, el poeta argentino que había partido 10 días atrás, el 14 de ese fatídico enero. Lejos estaba de imaginar cuando iniciaba su columna diciendo: «¿Existirá una palabra para la nostalgia de lo que no fue y estuvo a punto de ser?» que serían las últimas palabras que escribiría pero ya había dejado su testamento en un soneto en el que resolvió la duda existencial que a tantos aqueja y nos delegó el dichoso cometido de preservar su existencia:
Presencia
¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día,
dejó cenizas de su sombra fiera?
¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
esa daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía
que vuelva a ser de pronto primavera.
No quedará el trabajo, ni la pena
de creer y de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y al desierto,
ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Más si alguien vive yo estaré despierto.
A dos años de su muerte habría mucho qué decir de él, yo me quedo con un fragmento del ensayo de Elena Poniatowska titulado José Emilio Pacheco y los jóvenes: [José Emilio] «toca fibras en las que se reconocen, en las que tú y él y yo, ustedes y nosotros nos identificamos. Al leerlo, cada quién escribe de nuevo Tarde o temprano. Lo suyo es nuestro. Hacemos el libro con él, somos su parte, nos convierte en autores, nos refleja, nos toma en cuenta, nos completa, nos quita lo manco, lo cojo, lo tuerto, lo bisoño. Le debemos a él ser lectores, por lo tanto le debemos a él la vida».
Y lo recuerdo con los tres primeros poemas suyos que conocí:
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Aceleración de la historia
Escribo unas palabras
y al mismo
ya dicen otra cosa
significan
una intención distinta
son ya dóciles
al Carbono 14
Criptogramas
de un pueblo remotísimo
que busca
la escritura en tinieblas.
Crónica de Indias
Después de mucho navegar por el oscuro océano amenazante
encontramos
tierras bullentes en metales, ciudades
que la imaginación nunca ha descrito, riquezas,
hombres sin arcabuces ni caballos.
Con objeto de propagar la fe
y quitarlos de su inhumana vida salvaje,
arrasamos los templos, dimos muerte
a cuanto natural se nos opuso.
Para evitarles tentaciones
confiscamos su oro;
para hacerlos humildes
los marcamos a fuego y aherrojamos.
Dios bendiga esta empresa
hecha en su nombre.
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