Su hermano Manolo me dijo: “Estoy muy triste”, y me dio la noticia infausta: Laco Zepeda falleció a las dos y cuarto de la mañana de este miércoles 17 de septiembre, en su querida y natal Tuxtla Gutiérrez, donde había nacido el 24 de marzo de 1937, por lo que tenía 78 años muy bien cumplidos y mejor vividos, pues su paso por este mundo fue productivo, alegre, notable.
Con Laco se va un grande de las letras mexicanas, pero también una tradición que heredó de su padre, de don Laco, que era la de cuentero mayor: un oficio que se fue forjando en pueblos antañones, en largas noches de velorio y en las mesas de las familias de hace muchos años, cuando a falta de los prodigiosos medios de comunicación que ahora tenemos se usaba el prodigio de la charla cotidiana, que trasmitía conocimientos, emociones y pasiones.
Y eso era Laco como escritor, un apasionado de la charla. Por eso sus cuentos indígenas eran platicaditos, irremisibles, capturantes. Lo leí por primera vez en Benzulul, el libro que le publicó -como a tantos otros- Sergio Galindo en la Colección Ficción de la UV, ésa de la que sigue viviendo de sus glorias la Editorial que el xalapeño fundó en los años 50 del siglo pasado.
Pero de Laco recuerdo sobre todo las largas noches que tuve la dichosa experiencia de escuchar su palabra dicha; sus largas historias que nos mantenían atentos y divertidos mientras él, en plan de maestro de la palabra, hacía gala hasta el amanecer de su arte centenario.
Y nos contaba de su tía, que era dueña del don de describir con certeza geológica cómo se formaba un terremoto; o del carnicero que dio con el secreto de la naturaleza humana viendo cómo estaba conformada la columna vertebral del cerdo; o del hotel de Pijijiapan, que no tenía más remedio que llamarse PijiHilton; o del chino que a todos los mexicanos nos veía pálidos, de ojos redondos ¡e igualitos!
Las historias se desgranaban de la boca del gran Laco, y todos nos metíamos en su mundo maravilloso, adornado con la palabra sabia, con el colorido de los adjetivos, con el manejo crucial del verbo, que siempre fue en el principio.
Y adosado con un humor que hacía que terminaras doblado de la risa.
Laco fue muchas cosas más que escritor y poeta, y tenía guardada en un rincón de su memoria la vez en que participó a favor de la Revolución Cubana como soldado valeroso en la defensa de Playa Girón. Y también recordaba cuando fue diputado federal por el PSUM, el primer partido que aglutinó las fuerzas de la izquierda en México, cuando las izquierdas eran respetables, como él.
Hace unos pocos meses todavía tuve oportunidad de ver a Laco, cuando vino a Xalapa a presentar el libro de su gran amigo Rubén Pabello Rojas. Se veía contento y satisfecho con la vida que había llevado y con lo que había hecho de ella. Y cómo tenía razón.
Lo vamos a extrañar; vamos a necesitar su prosa diáfana y su extensa sabiduría en este México enmarañado, en el que ya empezó a hacer falta.
Descansa en paz, amigo.
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